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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (11 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Seguro que la pobre mujer ahora veía dos caras en los pasillos, en las paredes, en cada reflejo de la luz cuando esta pedía permiso para llegar hasta el fondo de la calle.

Pero algo no acababa de cuadrar. Méndez lo captó en el aire antes de susurrar sin mirarla.

—Oye, Patri, tú me has pedido hace un momento que no te traicionase y no contara a nadie lo de la nena. Eso no tiene sentido si ella ya está muerta. Tú te has querido referir a otra cosa. No sé qué es pero vas a contármelo.

—Bueno… La verdad es que no estoy sola. Usted ya lo ha debido notar antes, cuando me ha dicho que me encontraba mejor.

—Cuéntamelo todo.

Ella se retorció los dedos nerviosamente, mientras intentaba arrancar las palabras de un pozo oscuro.

—Fue hace muy pocos días, señor Méndez.

—Razón de más para que hables.

—Yo pasaba cada noche ante el contenedor, porque me daba la sensación de que era la tumba de la pequeña. Barcelona es una ciudad amarga pero tiene un millón de historias. Muchas están mezcladas con la basura, pero también con la esperanza. No sé contarlo de otro modo.

—No me digas que debajo de la tapa encontraste otra niña.

—No era una niña, sino una muchacha, de unos quinces años, no sé… Estaba sucia y tenía todo el aspecto de dormir en la calle. Si usted se fija —y estoy segura de que se fija—, hay docenas de hombres y mujeres que abren por la noche los contenedores y revuelven la basura buscando algo que les permita seguir viviendo. Pero por lo general son gente mayor, son personas que ya lo han dejado atrás todo. Nunca había visto una niña —o casi una niña— hurgando en la basura. Yo estoy acostumbrada a todas las miserias, pero eso fue demasiado para mí, señor Méndez.

—Lo entiendo muy bien. Quisiste ayudarla.

—Sentí que, si pasaba de largo, condenaba a muerte otra vez a mi hija.

Méndez guardaba silencio, aunque la miraba fijamente. Con un leve parpadeo la invitó a continuar.

—Me detuve junto a ella y le puse la mano en la espalda, para que ella se diese cuenta de que lo que deseaba era protegerla. Y a continuación le dije que yo era pobre, aunque creo que esas cosas no hace falta decirlas porque se notan, pero que le daría todo lo que tenía. Ella me miró de una forma muy extraña. Tuve la sensación de que no había entendido ni una palabra.

Los ojos de Méndez pestañearon otra vez, se hicieron más concretos y se fueron transformando en dos puntitos negros.

—Era extranjera… —dijo.

—Sí, no había entendido nada de nada… y eso hizo que me pareciera más sola y más abandonada, de modo que la abracé. No sé por qué lo hice, pero la abracé.

—Y la trajiste a tu casa…

—Sí.

—Y vive contigo.

—Sí.

Méndez cabeceó levemente, muy levemente.

—De modo que ya tienes a tu hija.

—Sí.

—Puedes confiar en mí hasta la muerte, Patri, ya lo sabes. Tu situación es completamente ilegal, pero no haré nada por perjudicarte —el policía hizo una pausa que solo alguien que no lo conociera podría haber interpretado como un suspiro—. Si de esto hace unos días, habréis hablado alguna vez aunque sea por señas… Ella te habrá contado alguna cosa.

—Sí.

—Por ejemplo, que ella no tenía adónde ir.

—No tenía adónde ir.

—Quizá la perseguían…

La Patri asintió con la cabeza.

—Pude adivinar que estaba en peligro, que algo la amenazaba y que, efectivamente, dormía en la calle.

Los ojos de Méndez estaban fijos en un punto indeterminado de la estancia.

—¿No sabía nada de español?

—Solo unas pocas palabras. Apenas nada, pero logramos entendernos.

—¿Te habló de su nacionalidad?

—Sí, señor Méndez.

—¿Viste su documentación?

—No tiene. Por lo visto se la quitaron.

—¿Dónde?

—En España.

—¿Y ella de dónde venía?

—De Ucrania.

Una leve sacudida en los ojos de Méndez, un brillo oscuro que de pronto se hace casi negro.

—Patri…

—¿Qué?

—Te diría su nombre…

—Sí.

—¿Me lo puedes repetir?

—Es extraño.

—Quizá te lo pueda decir yo a ti. No me digas que se llama Eva Ostrova…

Quinta parte

Nadie reza por vosotros

17

Bueno, allí estaba la muchacha.

La Patri acababa de decirlo más o menos así: «Todo mejoró cuando adopté una hija…». Y ahora la hija acababa de entrar en el piso con su propia llave.

Méndez la miró bien.

Sus ojos seguían siendo dos puntitos negros.

Siguió mirando bien.

—¿Una niña…?

Bien, eso tal vez fuera cierto. Tendría quizá dieciséis años, pero hoy día —pensó Méndez— las chicas engañan al más listo. Se hacen en dos días mujeres, exhiben tetas, tienen en seguida buenas piernas y a veces derriban una pared con el culo. Quizá esta solo tenía quince años. Méndez se sintió lleno de confusión mientras la seguía mirando.

Calculó al primer golpe de vista que era elástica y fuerte, casi una verdadera atleta. Sus ojos —unos ojos que atravesaban el aire— reflejaban dureza y una inquebrantable decisión.

La Patri la presentó con voz orgullosa:

—Mi hija.

No hablaba la Patri, sino los recuerdos rotos de la Patri.

Méndez intentó concentrar sus pensamientos, intentó ponerlos en orden mientras procuraba que su cara pareciera impasible. Sin despegar apenas los labios dijo:

—En este caso quizá molesto. Una persona como yo siempre está de más.

Y fue a levantarse, pero la Patri le detuvo con un gesto.

Méndez notó que la muchacha le miraba con desconfianza, pero sin moverse del sitio. No había pronunciado una palabra, quizá porque tampoco habría sabido hacerlo. Los pensamientos de ambos eran tan confusos que por un instante no se atrevieron ni a mirarse a la cara. Fue la Patri la que intentó dar un poco de naturalidad a aquella situación que, con los tres inmóviles, parecía haber quedado detenida en el tiempo.

—Ella ha aprendido unas palabras, señor Méndez, pero no lo suficiente como para comprender una conversación. A mí sí que me entiende, aunque a veces solo por señas. De lo que le estoy diciendo a usted ahora apenas puede adivinar nada, aunque es la muchacha más lista que he conocido. Ya ve que le he podido dar la llave de casa.

—Sí… Ya veo.

—No habla con nadie, pero conoce perfectamente el barrio. En los días que lleva conmigo no se ha perdido nunca.

—Quizá es que… Bueno, antes de que tú la encontrases, ella ya vagaba por las calles. Supongo que debe conocer muchos sitios.

No sabía qué pensar. En aquel momento Méndez habría podido tomar una decisión, pero no la tomó. Intentando que la situación se acercase también a la normalidad, procurando que su voz sonara lo más natural posible, dijo:

—Hay muchas cosas que no entiendo, Patri, pero ya que ella no comprende lo que hablamos, te voy a pedir dos cosas: la primera, no le digas de ningún modo que soy policía. Tú y yo somos amigos, y basta. La segunda cosa que quiero es que me contestes a una pregunta.

—Claro que sí. Le diré lo que usted quiera.

—¿Alguien sabe que Eva está aquí?

—Los vecinos, como es natural, y alguna gente de la calle. Todo el mundo me tiene por una mujer solitaria y de repente me han visto con una muchacha…

—O sea, que tú no la ocultas.

—¿Por qué iba a hacerlo?

La pregunta casi había molestado a la Patri. Ella consideraba a Eva como su hija, estaba orgullosa de tenerla y no iba a esconderla.

—Bueno… Como Eva no tiene ninguna clase de papeles, podrían molestarla.

—Parece mentira que usted pregunte eso. En el barrio hay centenares de personas que no tienen ni un papel. El hambre las ha hecho andar por el desierto, las ha hecho atravesar alambradas y al final las ha metido en una patera. Imagine si yo conoceré a personas así… Lo de los documentos no importa demasiado en estas calles mientras no te metas en líos, y ella no va a meterse en ninguno.

La cabeza de Méndez seguía siendo una tempestad de pensamientos, pero intentó que su cara fuera perfectamente neutra cuando dijo:

—Pero, por lo visto, ella sale…

—Quiero que conozca el barrio.

—Ya.

—Sabe muchas más cosas que otras personas que viven aquí, señor Méndez. ¿Y sabe por qué? Yo he entrado en docenas de casas de esta calle, y le explico a Eva cómo son por dentro. Unas tienen inquilinos, otras son pisos-patera, otras albergan una comunidad de
okupas
. La mayor parte de la gente no sabe cómo son esos pisos, pero yo sí. Incluso cuando hacía las esquinas, fregaba también por las casas, y por lo tanto he estado en casi todas —se volvió a retorcer los dedos nerviosamente—. Ser puta no es fácil, sobre todo cuando empiezas a no servir para puta. Yo quería ser una mujer como las otras, de modo que acabé fregando pisos solamente. Ya sé que no sirve de nada, pero nadie conoce estas calles mejor que yo. Y muchas cosas se las explico a ella. No entiende más que algunas palabras, pero lo que yo quiero es que se sienta segura, que empiece a tener confianza en la vida. —Y añadió volviendo la cabeza hacia el balcón—: Tampoco yo creía en nada, señor Méndez.

—Y ahora tal vez sí.

—Ahora tal vez sí.

Méndez miró a Eva Ostrova. Estaba quieta y tensa, en el umbral de la puerta, mirándolos fijamente. Sus ojos estaban atentos a todo. Eran unos ojos vivos, inteligentes, en los que habitaba un mundo que Méndez no se atrevió a conocer. Lo que sabía de Eva Ostrova le hacía estremecer, pero en aquel momento se negaba a saber nada.

De todos modos aún hizo una última pregunta, quizá por sentimiento del deber:

—Supongo que ella no trabaja…

—No.

—Me cuesta creer que tú tengas dinero para alimentarla, Patri.

La Patri meneó la cabeza en un gesto a caballo entre la indecisión y vergüenza. Sus ojos estaban confusos y no sabían dónde posarse. Al fin dijo:

—Desde hace tiempo, desde antes de tener a Eva, algunas personas caritativas me ayudan. Sobre todo una dama muy católica que conoce el barrio.

Méndez dijo:

—Ya.

Después de todo era normal. Después de todo, en este país la caridad siempre ha llegado donde no llega la justicia. No dio importancia a lo que acababa de oír.

Y no se la dio durante mucho tiempo.

18

Era verdad. Méndez no se acordaría en mucho tiempo de lo que le acababa de decir la Patri. ¿Que una dama caritativa la había ayudado en los tiempos difíciles? ¡Pues claro que sí! En muchas casas del Raval se comía gracias a la ayuda privada, a la caridad. En muchas pensiones miserables, las camas las pagaban instituciones de ayuda. Barcelona era una ciudad cruel, pero al mismo tiempo una ciudad sentimental. Que una dama católica ayudase a una exputa de buena voluntad no tenía por qué llamar la atención de Méndez ni llamar la atención de nadie.

Méndez salió de allí sumergido en sus pensamientos. Se sentó en un bar minúsculo donde había una sola mesa, un solo cliente y, al parecer, una sola botella. Se dejó llevar por sus divagaciones, aunque esta vez sabía que estas no iban a llevarle a ninguna parte.

En primer lugar, estaba su deber.

Él había dado con Eva Ostrova, una muchacha que acababa de cometer un crimen digno de figurar en la historia negra de Barcelona. La obligación de Méndez era detenerla y llevarla a juicio. Lo que luego saliera en ese juicio, por duro que resultase, ya no era cosa suya.

Su deber… ¿Su deber consistía en traicionar la confesión de una mujer que estaba en la última fase de su vida? ¿Consistía en acabar de hundir a una mujer que aún creía en los sentimientos humanos? ¿Consistía en llevar a la cárcel a la muchacha más desgraciada que había conocido en su vida?

Méndez se negó a seguir haciéndose preguntas.

Lo que estaba claro para él era que no creía en las leyes de los tribunales tanto como en las leyes de la calle.

Quiso dejar de pensar, pero no pudo. Las leyes de la calle… Recordó, como si lo volviese a vivir, lo que se había dicho a sí mismo cuando las autoridades decidieron hacer del Raval un barrio enteramente nuevo. Aquí harán desaparecer ese grupo de casas y quedará un espacio vacío. En ese lugar plantarán dos palmeras y al lado instalarán dos novedades: la terraza de un bar y un guardia urbano poniendo multas de aparcamiento. Aquí al lado estará la Isla Robador, donde crecerá un hotel de lujo, y al otro lado irán muriendo las ventanas de las antiguas casas de putas, donde un concejal habrá echado su primer polvo y alguna concejala habrá ganado su primera pasta… Pero ningún ciudadano honrado, atento a la evolución del país, creería en las predicciones de Méndez.

Hasta ahí podríamos llegar.

Méndez dejó el café de los hombres solos y se sentó en uno de las nuevas terrazas de la zona —en las que no quedaba nada del viejo mujerío— para abandonarse en la nostalgia de sus recuerdos.

Fue entonces cuando vio pasar al señor Muller. El señor Muller no pasó a pie, por supuesto, porque el contacto de las calles mancha, sino que pasó montado en un taxi. Podría haberle pasado desapercibido, pero, como el vehículo hubo de detenerse ante un paso cebra, pudo distinguirlo perfectamente acomodado en el asiento de atrás.

Méndez acabó de un trago el whisky de garrafa que estaba disfrutando. Con bebidas de aquella clase, Méndez no llegaba a comprender el milagro de su propia supervivencia.

Pero los recuerdos vivían por él, y fue entonces cuando decidió que no diría ni palabra sobre la Patri y Eva Ostrova. No era justo llevarlas a la cárcel mientras Muller estaba libre.

Muller era un importante viajante internacional de productos farmacéuticos. Eso en teoría, porque lo que realmente le daba para vivir —y muy bien— era el tráfico de mujeres. Los productos farmacéuticos eran solo una tapadera, pero eran incontables las menores rumanas, rusas, nigerianas, dominicanas o españolas que habían dejado sus buenos beneficios a los sicarios de Muller. Las muchachas eran un negocio que no tenía límite, puesto que el campo de acción de aquel comercio cada día se extendía más.

Una gran compañía internacional, con redes en varios países a la vez, podía hacer muchas cosas.

Si lo sabría Méndez.

Él había detenido a Muller dos años antes, pero el que casi estuvo a punto de ir a la cárcel fue el propio policía. Muller tuvo coartadas para todo, dinero para todo, argumentos para todo y abogados para todo. Ni él ni su organización habían trabajado jamás en el tráfico de seres humanos. Ni él ni su organización poseían intereses en locales donde siempre se sabía cuándo iba a haber una inspección. Los verdaderos propietarios siempre eran sociedades situadas en países que los hombres como Méndez no visitarían jamás. Como resultado del juicio, Muller fue absuelto, y dos de sus colaboradores, expulsados de España. Se supo desde entonces perfectamente que un hombre de su categoría no volvería a ser molestado jamás. Y si llegaban a molestarle, lo máximo que ocurriría sería que se vería obligado a modificar las identidades de sus cuentas y a buscar un par de cabezas de turco. Como máximo, podía llegar a ser expulsado del país.

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