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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (12 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Méndez masticó su fracaso. Y aunque intentó pensar que el fracaso no era suyo, sino de las leyes, eso no le sirvió de gran cosa.

Vio desaparecer el taxi con el importante personaje dentro. Pensó que era raro que Muller utilizara un servicio público, porque tenía a su disposición una flota entera de coches. Bueno, tal vez quería pasar desapercibido.

Y en esto Méndez acertaba. El importante señor Muller se apeó enfrente del Obispado.

El despacho en el que fue recibido pertenecía a una oficina auxiliar donde se administraba una parte de las obras de caridad y estaba amueblado con modestia. Desde una de sus ventanas se distinguía la gran torre gótica de la catedral, la plaza que en Navidad se llenaba de pesebres, las escalinatas del templo y la fachada falsamente antigua que un día había pagado el banquero Girona. Cuando Muller entró, sonaban las campanas y en los rincones de la plaza volvía a palpitar y a morir el tiempo.

Un anciano sacerdote le esperaba sentado ante una mesa de despacho donde se apilaban una serie de papeles. Al lado, una mesita auxiliar estaba llena de carpetas. Dos cuadros con motivos religiosos adornaban unas paredes que parecían absorber toda la luz antigua de la tarde.

El viejo sacerdote todavía usaba sotana, lo que parecía transportarle definitivamente a un tiempo que ya no existía. Se puso en pie y estrechó la mano del señor Muller.

—Agradezco su visita —dijo—. Necesitamos su firma para formalizar las cuentas del mes.

Muller sonrió. Iba impecablemente vestido, pero sin estridencia. Era uno de esos hombres de los que no recuerdas luego apenas nada, excepto que se trata de una persona elegante. Tomó asiento frente al sacerdote y dijo:

—Me alegra volver a saludarle, padre. Falta la señora Arrabal.

—Es verdad. También necesitamos su conformidad y su firma. Las cuentas cada vez se hacen más complicadas, señor Muller.

—Lo entiendo. Nunca imaginé que en Barcelona hubiera tanta gente sin trabajo o en situación irregular, cuando justo antes Barcelona era la ciudad del trabajo y la riqueza. Pero bueno, usted hace lo posible para remediarlo.

El sacerdote se encogió sobre sí mismo y de repente pasó casi a no existir, a parecer más pequeño y más viejo, como una pieza más del despacho.

—Por favor, señor Muller —dijo con humildad—, ustedes son los que administran todo. Yo solo soy el secretario.

—Y el que conoce todos los problemas. ¿La señora Arrabal ha confirmado la hora?

—Sí, no creo que tarde. Ya sabe que ella es muy puntual.

Era verdad. Justo en aquel momento golpearon la puerta con los nudillos.

Esta se abrió y pasó al despacho una mujer.

Era Mónica Arrabal.

Méndez la hubiera reconocido inmediatamente, pese a no haberle visto la cara jamás.

Méndez no olvidaba unas piernas femeninas, y eso era lo que hubiera recordado al verlas atravesando la puerta.

—Buenas tardes, señora Arrabal.

Los dos hombres se habían puesto en pie. Dos manos se tendieron: la de Muller, llena de vigor, y la del sacerdote, como un relieve de cera.

—Siento haberme retrasado unos minutos.

—Todo lo contrario, llega usted tan puntual como siempre. Haga el favor de sentarse.

Las piernas que se juntan en el borde de la silla, las piernas que de repente cambian el color de la habitación con el tenue brillo de sus medias.

Las piernas que se cruzan con elegancia, que tienen un relieve suave, que por sí solas trazan en el aire toda una teoría de la curva.

Las piernas de una mujer que sabe sentarse, mostrar sus formas compactas, adivinar el borde de la falda, intuir un final donde hasta el aire se hace secreto.

Méndez habría reconocido aquellas piernas por la suave línea de las rodillas, la longitud certera de los tobillos o el exceso tenso que se insinuaba en el nacimiento de los muslos, pero las habría reconocido sobre todo porque estaban grabadas en su imaginación de hombre solitario. Porque Méndez alimentaba un mundo personal, perverso y secreto hecho de muslos, culos, habitaciones cerradas y mujeres quietas. Uno de esos mundos cerrados que viven en la soledad, crean relieves en los espejos y deciden vidas, aunque solo sirvan para producir sueños.

Méndez las había analizado a la luz incierta de un patio interior y las había dibujado en sus ojos. Él era lo suficientemente pervertido para crear todo un universo con las piernas de una mujer, él dominaba ese arte inútil de crear con la imaginación toda una vida secreta.

Cierto que no todo había sido imaginación. El color de las medias era el mismo que él recordaba haber visto a través de la ventana, sobre una cama de la que apenas podía observar una parte. Su calidad también era la misma. Pero sobre todo Méndez recordaba los zapatos, su elegante tacón, su forma sabia, hecho para mujeres que saben llenar una calle y dominar una cama. Eran los mismos zapatos que Méndez recordaba muy bien de cuando estuvo observando la habitación de la muerta.

Otros detalles de Mónica Arrabal no los habría reconocido, porque no había visto nada más. Pero ahora habría podido darse cuenta de que Mónica Arrabal tendría unos cuarenta años, era suavemente rubia —tintes caros, salas de lujo y peluqueros fieles—, alta, distinguida, elegante, de piel suave y con un aura personal hecha de aire quieto, reservado, como el que envuelve a una mujer dulce en una cama o una biblioteca.

Ella sonrió y reposó suavemente las manos sobre la mesa. Por un momento, en los ojos de Muller brilló la avidez, y en los del viejo cura, un cierto deje de aburrimiento mientras le tendía a la recién llegada unos cuantos papeles de los que habían estado aguardando sobre la mesa.

—Las últimas cuentas de todos los donativos que hemos podido hacer, señora Arrabal. Todo el saldo de las cuentas bancarias y la relación de proyectos urgentes. Por desgracia, no hemos podido alcanzar todos los objetivos que nos habíamos señalado.

La mujer los miró atentamente durante unos minutos, en completo silencio. Luego se los pasó a Muller.

—Me siento desconcertada —dijo.

Muller dedicó a los documentos menos tiempo. Se notaba que estaba acostumbrado a ver balances.

—No me extraña que se sienta aturdida, Mónica.

—Es que todo ha cambiado mucho en poco tiempo —dijo ella, con un leve tono de tristeza—. Ahora las crisis son internacionales, el paro de Nueva York influye en la Bolsa de Madrid y un aumento de medio punto en el interés de Bruselas hace que cierren negocios en Barcelona. Lo que hay en un almacén español vale más o menos, o a veces no vale nada, si varía medio dólar el precio de lo que hay en los almacenes chinos. Mi marido hablaba de eso algunas veces, de las crisis cíclicas del capitalismo y de lo que Marx había escrito muchos años antes. Yo trataba de leerlo, pero a Marx no hay quien lo aguante, y además a mi marido tampoco le gustaba.

—Su marido era un santo —dijo el párroco—, una de las personas más razonables y ecuánimes que he conocido. Conservador, claro, lo que me parece natural porque tenía grandes negocios, pero muchas cosas tampoco las habría comprendido.

—Es cierto —susurró Mónica mirando hacia la ventana, sus lejanías y su incierta variación de grises—, sobre todo lo del cierre de empresas y el paro. Antes las empresas eran seguras, y ahora se han transformado en una especie de quiniela. Un obrero pone su vida en manos de una empresa y a partir de ese momento depende no de la lógica, sino de la suerte. Puede ser una persona muy valiosa y de repente deja de tener importancia, deja de existir. Se ve englobada para siempre en el ejército industrial de reserva.

—Ha leído usted muchos libros de economía —bromeó Muller con una sonrisa.

—Quizá demasiados… Hasta cometí la ingenuidad de escribir una tesis sobre ese ejército industrial de reserva, es decir, la cantidad de obreros que siempre sobra y está dispuesta a trabajar bajo las condiciones que el capital imponga. Ahora en Barcelona tenemos un ejército industrial de reserva que me asusta. Veo que cada vez hay más gente necesitada, que repartimos más dinero y no llegamos a cubrir ni los mínimos que nos habíamos fijado.

—Esta ha sido siempre una ciudad de inmigración —dijo Muller—. Llega gente de todas partes, incluso ahora de las profundidades de África. Y ha desaparecido la idea del contrato laboral fijo. Ahora todo es provisional, temporal.

—La idea de la dignidad del trabajo ha desaparecido —intervino Mónica—, y ni los gobiernos de izquierda la defienden. Y cuando yo era joven, esa idea movía el mundo.

Muller carraspeó.

—Usted aún es joven, si me permite decirlo.

El sacerdote carraspeó también.

—Me parece estar oyendo a su marido, señora Arrabal —murmuró—. Él también consideraba la seguridad en el trabajo como un derecho fundamental que está por encima de las leyes económicas, y que cada vez se respeta menos. Pero sobre todo su marido era un hombre profundamente católico, que tenía en alta estima la dignidad humana.

—Y el rito —dijo Mónica—. Para él el rito era fundamental, y la línea oficial de la Iglesia era sagrada.

—Quizá por eso usted es más caritativa aún que él, si me permite decirlo —susurró el viejo cura—. Con todo el mérito que él tenía, usted parece, cómo explicarlo… estar más cerca de las personas.

Ella sonrió.

—No es esa la doctrina oficial de la Iglesia —dijo.

—Hay momentos en que no la entiendo, señora Arrabal —dijo como una interrogación.

—Desde que murió Juan XXIII, el rito está por encima de la caridad.

El padre acarició los papeles que estaban sobre la mesa. No muchos años antes, cuando el marido de Mónica vivía, solía hablar con él del mismo tema, y a veces se preguntaban si la Iglesia está para servir a Dios o para servir a la humanidad. El marido de Mónica era de los que piensan que está para servir a Dios.

Y ahora su viuda dedicaba gran parte de su vida a las obras de caridad, sin que el rito, al parecer, le interesara demasiado. El sacerdote se preguntó si habían podido ser un matrimonio feliz y cristiano en la Barcelona rica.

Cristiano sí, de eso estaba seguro. Lo sabía por las confesiones de Mónica. Lo sabía porque nunca tuvo que absolverla de un pecado carnal… Mónica, fuera de la cama de su marido, era una mujer sin piernas, sin lengua, sin vulva y sin sexo.

La voz de Muller interrumpió sus pensamientos:

—Yo llevo muchos años en obras de caridad, y su marido, señora Arrabal, era uno de los hombres más eficaces que he conocido. Desde su riqueza, como yo desde la mía, si me permite decirlo, conocía perfectamente la sociedad de este país. Como pienso que la va conociendo usted. No sé si debo decirlo, pero sabiendo cómo pensaba él y cómo piensa usted, imagino que a veces tendrían discusiones.

Ella sonrió educadamente.

—¿Sobre qué?

—Sobre la legitimidad de la riqueza, por ejemplo. Él pensaba que la riqueza es un derecho natural de ciertas familias, lo cual me parece indiscutible si esa riqueza viene del trabajo de sucesivas generaciones. Pero usted sabe que su marido no había trabajado nunca, toda su fortuna la recibió por herencia.

—Y de esa herencia estoy viviendo yo ahora —dijo ella con el mismo tono cortés.

—Pero usted es más caritativa aún que su marido, y si no recuerdo mal, procede de una familia mucho más humilde.

—Agradezco que se acuerde usted de mi esposo —dijo Mónica con otra suave sonrisa—, porque eso lo considero un homenaje. Pero la verdad es que muy pocas veces discutimos por la misión social del dinero, y en cambio chocábamos por algo que ahora me parece que carece de importancia. Era la actitud conservadora y ritual de la Iglesia, ya que él, en este sentido, era un hombre muy tradicional. La Iglesia tiene una doctrina y para él eso era incuestionable.

Con una ligera inclinación de cabeza, Mónica pareció dar por concluido el tema. No notó sobre su piel la mirada caliente de Muller, no notó que este acariciaba, como si fuera una piel, el borde pulido de la mesa.

Muller tuvo una larga reunión al salir de allí, una reunión inofensiva que consistió en una cena de negocios. En Barcelona se celebraba un congreso farmacéutico —uno más de los que, cada día, eligen la ciudad— y aquella era una magnífica ocasión para reunirse con colegas sin llamar la atención de la policía. Pero no todos eran colegas farmacéuticos los que se reunieron después de la cena en un palacete de Pedralbes alquilado por una multinacional. Eran colegas muy distintos. No se habló para nada de los últimos remedios contra el alzhéimer y el olvido.

A Méndez, que conocía el lugar de la cena, le habría gustado asistir para ver algunas caras, pero le fue imposible. Dado el precio del menú, no le habrían dejado pasar de la puerta.

Por lo tanto no supo nada, nada de la reunión en el Obispado, de los contactos de Muller y mucho menos de la presencia de Mónica Arrabal.

Tampoco supo que acababa de llegar un nuevo grupo de mujeres que esperaban tener un futuro en el mundo de la danza. Y mucho menos que Muller había escogido una de ellas para probarla.

Esa mujer era asombrosamente parecida a Mónica Arrabal.

19

Cuando Méndez visitó a la Patri y conoció a Eva Ostrova, no se sorprendió en absoluto de que esta pudiera moverse de una forma natural por la vecindad, pese a no conocer apenas una palabra del idioma. En el Raval vivía tanta gente sin papeles que una muchacha indocumentada más no iba a llamar la atención de nadie, mientras no se metiera en conflictos. Y Eva Ostrova era lo bastante inteligente —y de carácter lo bastante hermético— para no tener roces con nadie.

Esa era la norma en el barrio: mientras no hubiera conflictos, nadie se fijaba demasiado en ti. A la policía le era imposible pedir la documentación a todo el mundo.

Y además, Eva procuraba no ser vista. Pasaba muchas horas en el pequeño piso, junto a la Patri, leyendo libros elementales de gramática española. La Patri estaba orgullosa y literalmente asombrada de que en una sola semana aquella muchacha ucraniana hubiese podido aprender tanto.

Claro que existía otro factor. La Patri no solo recibía ayuda de la parroquia, sino también de una viuda joven que practicaba obras de caridad. Aquella mujer de unos cuarenta años, elegante y educada, era impropia del ambiente, pero visitaba a muchas familias y las apoyaba en lo que podía. En una de esas visitas conoció a Eva Ostrova.

En seguida conectó con la muchacha, tal vez porque pudo identificar en su rostro un sello de tristeza y esa es una patria en la que muchos se reconocen. Al igual que había hecho Méndez, resolvió guardar silencio y la ayudó, no solo económicamente, sino con libros en español y pequeñas clases particulares que pronto se convirtieron en largas conversaciones entre las dos.

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