Authors: Edgar Rice Burroughs
Evidentemente se refería a nuestra vela, que se sacudía perezosamente al viento.
—También nos hemos perdido —repuso Juag—. No sabemos dónde se encuentra el continente. Ahora lo estábamos buscando.
Mientras decía esto, comenzó a poner la proa de nuestra canoa a favor del viento; al mismo tiempo, yo aseguraba las primitivas escotas que aseguraban nuestra tosca vela. Parecía que era el momento oportuno para marcharnos.
En aquel momento no había mucho viento, y la pesada y tosca piragua comenzó a avanzar lentamente. Creí que nunca iba a alcanzar el impulso suficiente. Y todo esto mientras la embarcación de Hooja se aproximaba velozmente, impulsada por los fornidos brazos de sus veinte remeros. Naturalmente su piragua era mucho mayor que la nuestra, y por consiguiente, infinitamente más pesada y más difícil de manejar; sin embargo, se acercaba con rapidez y la nuestra apenas había comenzado a moverse. Dian y yo nos manteníamos tan apartados de su vista como nos era posible, ya que las dos naves se hallaban ahora a tiro la una de la otra, y yo era consciente de que Hooja disponía de arqueros.
Hooja indicó a Juag que se detuviera cuando advirtió que nuestra canoa empezaba a moverse. Estaba muy interesado en la vela, y también un poco receloso, como pude apreciar por las preguntas y observaciones que nos hacía a voz en grito. Al alzar la cabeza pude verle con toda claridad. Hubiera sido un blanco excelente para cualquiera de mis revólveres, y nunca he sentido más no tener uno a mi alcance.
Ahora estábamos ganando un poco más de velocidad y ya no nos ganaban terreno tan rápidamente como al principio. En consecuencia, sus requerimientos de que nos detuviéramos de repente se convirtieron en ordenes cuando se dio cuenta de que estábamos intentando escapar.
—¡Regresad! —gritó—. ¡Regresad o hacemos fuego!
He usado la palabra "fuego" porque es la que más claramente traduce a nuestro idioma la palabra "trag", que en Pellucidar abarca el lanzamiento de cualquier tipo de proyectil.
Pero Juag se aferró a su remo con más vehemencia, el remo que hacía las veces de timón, y comenzó a ayudar al viento con vigorosos golpes de remo. Entonces Hooja dio la orden a algunos de sus arqueros de disparar contra nosotros. No podía permanecer escondido en el fondo de la canoa dejando solo a Juag expuesto a los mortíferos dardos, así que me levanté, cogí otro remo y me puse a ayudarle. Dian hizo lo mismo, aunque intenté disuadirla para que permaneciera oculta; pero al ser una mujer hizo lo que mejor le pareció.
En el instante en que Hooja nos vio nos reconoció. El aullido de triunfo que lanzó, indicaba lo seguro que se sentía de que estábamos a punto de caer en sus manos. Una lluvia de flechas cayó a nuestro alrededor. Entonces Hooja ordenó a sus hombres que dejasen de disparar. Nos quería coger vivos. Ninguno de los proyectiles nos alcanzó, ya que los arqueros de Hooja no eran ni de lejos los tiradores que eran los saris y los amozs.
Ahora habíamos ganado la suficiente ventaja como para mantener la distancia con los remeros de Hooja. No parecíamos ganar terreno, pero ellos tampoco. Cuánto duró aquella exasperante experiencia no lo puedo responder, aunque estuvimos bastante cerca de agotar nuestro escaso suministro de provisiones, cuando por fin el viento se levantó un poco y comenzamos a distanciarnos.
Ni una sola vez habíamos alcanzado a divisar tierra, lo que no podía entender, ya que la mayoría de los mares que antes había visto estaban profusamente plagados de islas. Nuestro trance era cualquier cosa menos agradable, aunque pienso que en el que se encontraban Hooja y sus fuerzas era todavía peor que el nuestro, pues no tenían ni agua ni comida.
Lejos, a nuestras espaldas, en una línea que se curvaba hacia lo alto en la distancia hasta perderse en la bruma, se recortaban las doscientas canoas de Hooja. Pero una sola bastaba para capturarnos si conseguía ponerse a nuestro costado. Nos habíamos alejado unas cincuenta yardas por delante de Hooja —había habido ocasiones en que apenas habíamos estado a diez yardas —y nos empezábamos a sentir relativamente a salvo del riesgo de la captura. Los hombres de Hooja, turnándose en relevos, comenzaban a mostrar los efectos del esfuerzo de verse obligados a remar sin agua ni comida, y creo que su debilidad nos ayudaba tanto como el ligero alivio del viento.
Hooja debía estar comenzando a darse cuenta de que nos iba a acabar perdiendo, ya que de nuevo dio ordenes de disparar sobre nosotros. Andanada tras andanada, una lluvia de flechas cayó a nuestro alrededor. Sin embargo esta vez la distancia era tan grande, que la mayoría de ellas se quedaban cortas, y aquellas que llegaban hasta nosotros habían perdido la suficiente fuerza como para permitirnos desviarlas con nuestros remos. A pesar de todo, constituyó una difícil ordalía.
Hooja se hallaba en la proa de su canoa, unas veces urgiendo a sus hombres a que ganasen más velocidad, y otras dedicándome diversos epítetos. Pero continuábamos alejándonos de él. Finalmente se elevó un fortísimo viento, y sencillamente nos alejamos de tal forma de nuestros perseguidores, que pareció como si se hubieran quedado parados. Juag estaba tan risueño que hasta olvidó su hambre y su sed. Creo que nunca había estado completamente convencido de aquel invento pagano al que yo llamaba vela, y, en el fondo de su corazón, siempre había pensado que los remeros enemigos acabarían por alcanzarnos. Pero ahora no era capaz de alabarlo lo suficiente.
Durante un rato considerable tuvimos un viento tan fuerte, que eventualmente nos alejamos tanto de la flota de Hooja que ya no los distinguíamos a nuestra popa. Y entonces —¡ah, nunca podré olvidar aquel momento!— Dian se levantó de un salto y gritó:
—¡Tierra!
Efectivamente, enfrente de nosotros, una costa larga y baja se extendía ante nuestra proa. Todavía se hallaba muy lejos, y no podíamos saber si se trataba de una isla o del continente; pero al menos era tierra. Si alguna vez unos náufragos dieron gracias, fuimos nosotros en aquel momento. Rajá y Raní estaban comenzando a sufrir por la falta de alimento, y podía jurar que la segunda a menudo lanzaba hambrientas miradas sobre nosotros, aunque estoy igualmente seguro que tales monstruosos pensamientos jamás pasaron por la cabeza de su compañero. No obstante, les vigilábamos a ambos estrechamente. Así, una vez mientras acariciaba a Raní, me las arreglé para deslizar una cuerda alrededor de su cuello y atarla a un costado de la embarcación. Entonces me sentí un poco más seguro por Dian. Había muy poco espacio en la pequeña piragua para tres seres humanos y dos perros salvajes devoradores de hombres, pero nos las arreglamos lo mejor que pudimos, ya que no quise hacer caso de la sugerencia de Juag de que matásemos a Rajá y Raní y nos los comiésemos.
Tuvimos un tiempo favorable hasta apenas unas millas de la costa; entonces el viento murió de forma repentina. Estábamos tan convencidos de que ya habíamos conseguido escapar que aquel golpe fue doblemente duro de soportar, pues además éramos incapaces de saber por dónde volvería a levantarse el viento; a pesar de todo, Juag y yo nos pusimos a remar la distancia que restaba.
Casi de inmediato volvió a soplar el viento, pero en esta ocasión desde la dirección opuesta en la que antes lo había hecho, así que se hizo mucho más duro avanzar en su contra. A continuación giró de nuevo, por lo que tuvimos que virar y avanzar en paralelo a la costa para no zozobrar.
Y mientras sufríamos todos estos contratiempos la flota de Hooja apareció en la distancia.
Evidentemente se habían desviado a la izquierda de nuestro rumbo, ya que ahora se encontraban prácticamente detrás de nosotros mientras navegábamos en paralelo a la costa; pero con el viento que se había levantado no teníamos mucho temor de ser alcanzados. El vendaval parecía incrementarse, pero lo hacía de manera caprichosa, abatiéndose sobre nosotros en fuertes rachas y luego calmándose por un instante. Fue tras uno de estos momentáneos instantes de calma cuando sucedió la catástrofe. Nuestra vela oscilaba suavemente y nuestro impulso decrecía, cuando nos cogió una repentina y particularmente malintencionada borrasca. Antes de que pudiera cortar las escotas, el mástil se quebró por la parte en la que estaba fijado al suelo de la canoa.
Había sucedido lo peor. Juag y yo nos aferramos a los remos y mantuvimos la canoa a favor de viento; pero aquella borrasca era el último suspiro del vendaval, que murió casi inmediatamente después, dejándonos el camino libre hacia la costa, así que no perdimos tiempo y comenzamos a remar en dirección a ella. Pero Hooja se había acercado mucho y parecía que incluso podía aventajarnos más antes de que lográsemos llegar a tierra. A pesar de todo, hicimos un último esfuerzo por distanciarle. Dian también cogió un remo y se puso a remar con nosotros.
Estábamos en vías de conseguirlo cuando, fluyendo de entre los árboles que había en la playa, apareció una horda de aullantes salvajes pintarrajeados blandiendo todo tipo de armas primitivas y de apariencia diabólica. Tan amenazadora resultaba su actitud que enseguida comprendimos la locura que suponía intentar desembarcar entre ellos.
Hooja se hallaba cada vez más cerca. No había viento. No podíamos esperar conseguir distanciarle remando. Carecíamos de vela y de viento que nos ayudara, aunque, como si se burlase de nuestro apuro, una brisa fuerte y fresca comenzaba a alzarse. Pero no teníamos ninguna intención de sentarnos tranquilamente a esperar nuestro destino, así que nos inclinamos sobre nuestros remos y, manteniéndonos en paralelo a la costa, pusimos todo nuestro esfuerzo en intentar alejarnos de nuestros perseguidores.
Fue una experiencia agotadora. Nos hallábamos muy débiles por la falta de alimento. Sufríamos el tormento de la sed. El apresamiento y la muerte se alzaban ante nuestros ojos. Sin embargo dimos lo mejor de nosotros mismos en nuestro último esfuerzo por escapar. Aunque nuestra embarcación era mucho más pequeña y más ligera que cualquiera de las de Hooja, los tres nos obligamos a avanzar casi a la misma velocidad que la que sus mayores naves podían alcanzar con sus veinte remeros.
Mientras recorríamos todo el largo de la costa, en uno de aquellos interminables periodos de tiempo que pueden convertir las horas en eternidades, en los que la tarea a realizar te endurece el espíritu y donde no hay manera de medir el tiempo, vi lo que tomé por la entrada a una bahía o la desembocadura de un gran río a escasa distancia de donde nos encontrábamos. Deseé haber podido dirigirnos a ella, pero con la amenaza de Hooja a nuestras espaldas y los aullantes nativos que corrían por la playa en paralelo a nosotros, no me atreví a intentarlo.
No nos hallábamos lejos de la costa en aquella enloquecida huida de la muerte. Incluso mientras remaba, ocasionalmente encontraba la oportunidad para mirar de reojo a los nativos. Eran blancos, pero estaban espantosamente pintados. Por sus armas y gestos debían ser una raza muy feroz. Di gracias por no haber conseguido desembarcar entre ellos.
La flota de Hooja navegaba ahora en una formación más compacta que cuando la habíamos visto por primera vez tras la tempestad. Ahora se movían rápidamente en nuestra persecución, con todas las canoas dispuestas en el radio de una milla. Cinco de ellas avanzaban en cabeza, y a apenas doscientas yardas de nosotros. Al mirar por encima del hombro observé que los arqueros ya habían emplazado sus flechas en los arcos y estaban preparados para disparar contra nosotros en el momento en que nos hallásemos a tiro.
La esperanza se evaporaba de mi corazón. No veía la más mínima oportunidad de escapar, puesto que al ser capaces de relevar a sus remeros nos estaban dando alcance, mientras que nosotros estábamos cada vez más agotados por el esfuerzo al que nos veíamos sometidos.
En ese momento Juag llamó mi atención hacia el accidente de la línea costera que había tomado por una bahía o una desembocadura de un río enorme. Lo que allí vi deslizándose lentamente hacia el mar llenó mi alma de asombro.
E
ra una falucha de dos mástiles con velas triangulares! La nave era baja y alargada. En ella había más de cincuenta hombres, veinte o treinta de los cuales estaban a los remos con los que la nave se impulsaba para salir de la bahía.
Me quedé sin habla. ¿Cómo era posible que aquellos salvajes nativos pintarrajeados que había visto en la playa, hubieran perfeccionado de tal manera el arte de la navegación que fueran los artífices de un diseño y un aparejo como los que aquel navío proclamaba? ¡Era imposible! Y mientras la contemplaba, vi como otra nave del mismo tipo surgía ante mi vista y seguía a su hermana a través del estrecho paraje hasta el océano.
No eran las únicas. Una tras otra, siguiendo la estela de la primera, aparecieron cincuenta de aquellas hermosas y elegantes naves. Se estaban situando entre la flota de Hooja y nuestra pequeña canoa.
Cuando se aproximaron un poco más, los ojos casi se me salieron de las órbitas al divisar a un hombre de pie en la primera falucha enfocando unos gemelos hacia nosotros. ¿Quiénes eran? ¿Existía una civilización en Pellucidar que pudiera poseer adelantos tan maravillosos como aquellos? ¿Existían tierras distantes de las que nadie del Imperio hubiera oído hablar, en las que alguna raza había distanciado de una manera tan amplia a todas las demás del mundo interior?
El hombre de los gemelos los había bajado y gritaba algo hacia nosotros. No pude oír sus palabras, pero al instante vi que señalaba hacia arriba. Al mirar donde me indicaba, distinguí una bandera ondeando en lo alto de la verga mayor: una bandera roja, blanca y azul, con una única y gran estrella en la banda azul.