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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (50 page)

BOOK: Patriotas
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»Yo le respondí por radio: «Venga, Joe; yo disparo, tú corres», y puse a trabajar mi viejo HK. Con cada una de sus esprintadas, disparé de cuatro a seis tiros. Era increíble, todo lo aprendido en el entrenamiento de Trasel brotó de forma inconsciente. Salimos corriendo calle abajo, por donde habíamos venido, en esprintadas de tres a cinco segundos. Cada vez la oía decir a través de los cascos: «Venga, Joe, yo disparo, tú corres». Entonces yo buscaba nuestra próxima cobertura y corría como si me llevaran los demonios mientras ella disparaba. Hicimos eso las cinco primeras veces. Dejamos de disparar cuando nos dimos cuenta de que nadie devolvía el fuego. Supongo que estaba demasiado oscuro como para que vieran algo más que los fogonazos de nuestras armas, así que no se molestaron en desperdiciar munición.

»Nos reunimos al final de la manzana y comprobamos si teníamos algún agujero de bala, más al tacto que a otra cosa. Milagrosamente ninguno de los dos estaba herido. Como ya he dicho antes, me había dado un buen golpe en las costillas. Aparte de eso, estaba bien. Terry tenía unos cuantos rasguños en la mano y en la mejilla derecha, causados por los cristales rotos. Nos agachamos tras el seto de una casa del final de la manzana durante tres o cuatro minutos. Como ya he dicho, seguimos comprobando si teníamos alguna herida.

«Aprovechamos también para recargar las armas. Entonces fue cuando me percaté de que mi segundo cargador estaba completamente vacío. Había disparado unas cuarenta balas y Terry había gastado unas cincuenta. En un descuido, a ella se le había caído el cargador que había usado mientras huíamos, pero yo aún tenía uno vacío guardado en un bolsillo lateral de mis pantalones, así que se lo di a Terry para que lo pusiera en un bolsillo exterior de mi mochila.

»Justo cuando estábamos listos para emprender la marcha otra vez, vi a alguien encender una bengala al otro lado de la manzana. En unos minutos habían preparado una hoguera. Por la forma en que prendió debieron de usar gasolina para iniciar el fuego.

«Inmediatamente, empezaron a sacar el contenido de los coches y del Bronco. Debieron darse cuenta de que habían dado con un objetivo lucrativo, pues empezaron a dar voces y a gritar. Estaban armando un jolgorio digno de una tribu de indios de camino a la guerra. Oí a Terry decir: «Pandilla de paganos bastardos». Le pregunté: «Qué dices, ¿les hacemos pagar por esto?». Ella me contestó: «No sé, ¿crees que es lo correcto?». Y yo dije: «Ya lo creo. Acaban de intentar matarnos, y nos han robado prácticamente todo lo que importa en este mundo. Yo digo que les hagamos pagar con intereses». Ella se limitó a estrecharme muy fuerte la mano.

»Nos tumbamos uno junto al otro en la acera, al lado del seto y nos pusimos en posición de tiro. Terry me dijo: «Yo me encargo de los tipejos a la derecha de la hoguera, tú ve a por los de la izquierda». Había un tipo que tenía lo que creo que era mi escopeta de corredera Remington y la sostenía en alto sobre su cabeza. Incluso desde donde estábamos pude oírle gritar con claridad: «¡Yo tengo el poder! ¡Yo tengo el poder!». Su silueta se recortaba contra el fuego. Lo elegí como mi primer objetivo. Esperé hasta que pude ver más blancos fáciles y entonces susurré «Una, dos y tres», y me lancé a por todas.

»Los dos vaciamos un cargador de una tacada. Vi caer claramente al primer tipo al que había apuntado y creo que acerté al menos a otros dos. Terry lo hizo mejor porque tenía una mira de tritio en su CAR-15. Yo prácticamente no veía nada. Habéis oído bien, mi HK no llevaba puesta la mira de tritio. La había sustituido por una mira estándar para una competición a la que habíamos ido T. K., Terry y yo unos meses antes. Por desgracia, nunca llegué a reponer la mira nocturna. Una jugada estúpida por mi parte. La maldita mira puede que siga en el cajón de mi escritorio en la casa de Chicago. No veas lo útil que me está siendo allí en ese cajón.

—Disparé dos tiros a cada tipo —intervino Terry—. Sé con total seguridad que al menos en tres de los disparos acerté de pleno, y que los otros dos fueron bastante decentes. No podía estar segura. Incluso con la hoguera, estaba bastante oscuro. Vacié el resto del cargador sin ton ni son, disparando a sitios donde era posible que se hubieran puesto a cubierto.

—Cuando nos quedamos sin más munición —prosiguió Ken, retomando la narración de la historia—, giramos rápidamente la esquina, y fuimos recargando al mismo tiempo que corríamos. Puede que suene increíble pero nos estábamos riendo. Ninguno de los dos nos habíamos metido ni siquiera en una pelea. Seguramente acabábamos de matar a media docena de hombres y ahí estábamos, riendo. Es increíble cómo cambian los tiempos, y las personas, ya que estamos. En fin, a mitad de manzana paramos para una breve puesta en común. Decidimos que para rodear a la cuadrilla que nos había tendido la emboscada, seguiríamos hacia el sur unas cuantas manzanas más y luego giraríamos para retomar rumbo oeste.

»Tras cubrir ocho manzanas en breves esprintadas estábamos muy nerviosos y cansados. No se veía nada y podía ser que algún ciudadano nervioso nos masacrara en mitad de una carrera. Le dije a Terry: «Tiene que haber otro camino mejor. No vamos a conseguir salir de la ciudad antes del amanecer si seguimos así». Así que nos sentamos junto a unos grandes arbustos al lado de una iglesia y nos cubrimos con un poncho para poder mirar un mapa de la ciudad con una linterna sin convertirnos en un blanco fácil.

«Durante unos veinte segundos nos quedamos ahí mirándonos como tontos y entonces fue cuando Terry dijo: «¿Por qué no vamos bajo tierra, por las alcantarillas, igual que dijimos que haríamos en caso de una catástrofe nuclear?». Mi respuesta fue un sonoro «¡Te quiero!». Entonces ella me preguntó:«¿Cómo vamos a bajar?». Me acordé de aquello que vimos en el libro de Bruce Clayton,
La vida tras el día del Juicio Final.
Coges un par de pernos fuertes y los unes con un trozo de cable, y dejas caer uno por el agujero de la tapa de alcantarilla. En la mochila llevaba algo de cable, pero no pernos. Pasé los minutos siguientes rebuscando en mi mochila un sustituto razonable.

»Al final elegí mi vieja navaja-tenedor-cuchara de los
boy scouts,
esas que llevan todo junto. Bueno, enrollé el cable alrededor de la cuchara y del cuchillo. El cuchillo resultó especialmente útil, pues en el medio tenía una hendidura para abrir botellas y el cable encajó a la perfección.

»Volví a meter mis cosas en la mochila y pasé unos minutos dando vueltas por la calle en busca de alguna boca de alcantarilla. Tras unos cuantos minutos algo comprometidos, encontramos una. Le pasé el rifle a Terry y metí el cuchillo en el agujero central. Cuando tiré de la cuchara que iba unida por el cable, el cuchillo se amarró sin problemas, justo igual que un perno acodado. A continuación, me agaché para ayudarme con mi peso a levantar la tapa y correrla hacia un lado. Esas cosas pesan una barbaridad. Tras gruñir y refunfuñar un rato, conseguí levantarla y hacerla a un lado. Mandé a Terry primero, y a continuación le entregué su carabina, luego su mochila, después la mía y por último, mi rifle. Afiancé mis pies en los travesaños que se clavaban en el cemento y devolví la tapa a su sitio. Me costó un esfuerzo enorme. Se cerró con un ruido sordo que retumbó abajo.

»Una vez bajamos a las alcantarillas, decidimos seguir hacia el oeste por la que iba en paralelo a la calle. Andar por el alcantarillado es realmente difícil, especialmente con una mochila. El diámetro interior mide solo un metro y medio. Terry podía ir mucho más rápido y con menos problemas porque es más bajita y, por lo tanto, no necesitaba agacharse tanto como yo.

»Una cosa rara de las alcantarillas es que el aire ahí abajo es mucho más cálido que el de la calle. Debe de ser efecto del calor ambiental del suelo. Por mucho que lo intentáramos, no pudimos evitar pisar el agua del fondo del canal. Enseguida teníamos los pies mojados y helados. Tras un rato ya ni nos molestábamos en separar los pies para tratar de evitar el agua. Nos limitamos a continuar andando pese a las dificultades.

«Seguimos viajando rumbo al oeste durante horas, controlando dónde estábamos aproximadamente por el número de desagües y bocas de alcantarilla que dejábamos atrás.

»Hubo un punto en el que oímos una gran conmoción y disparos por encima de nosotros. Era realmente inquietante oír cómo todo reverberaba a nuestro alrededor. Hubo otro desagüe en el que escuchamos a un hombre sollozar. Debía de estar tirado justo al lado de la boca del desagüe. Apunté hacia arriba con la linterna durante un segundo y vi que había sangre corriendo por el desagüe, muchísima sangre. ¿Qué dicen ahora todos esos políticos que hablaban de sangre en las calles?

«Cuando dieron las cuatro de la mañana, estábamos exhaustos. Más o menos a esa hora nos encontramos con una de esas intersecciones de cuatro tuberías. Por suerte, esta era de las que tienen una pasarela metálica que corre a lo largo de los dos niveles. Subimos a la pasarela y vimos que había suficiente sitio como para acostarnos los dos, con los pies pegados. Colgamos nuestras mochilas y rifles en el extremo de las escaleras. Nos quitamos las botas y los calcetines y los tendimos para que se secaran. Tras solo media hora empezamos a tener frío, así que sacamos los sacos de dormir. Y así fue como pasamos el día siguiente, tumbados en aquella pasarela.

»A lo largo del día siguiente el caos en la superficie fue empeorando. Los tiroteos eran prácticamente constantes. Debía de haber muchos edificios en llamas porque incluso abajo, en las cloacas, llegaba el olor a humo. En ocasiones se oían las sirenas de las ambulancias. Por extraño que parezca, conseguimos dormir un buen rato. Debíamos de estar hechos polvo.

»Sobre las cinco de la tarde nos pusimos las botas y los calcetines, aún mojados, y descendimos al canal que iba de este a oeste. Continuamos andando en dirección oeste la mayor parte de la noche. Parábamos de vez en cuando para recuperar el aliento y estirar un poco la espalda. Yo me sentía como embriagado; era igual que si fuésemos trogloditas. Tan solo podía oír los ecos de nuestra respiración y el chapoteo de nuestros pasos. Pensé que aquello no se acabaría nunca. Fue entonces cuando vi una tenue luz un poco más adelante.

»La salida de la cloaca daba a la orilla del río Des Plaines. Debían de ser las seis de la mañana. Justo entre el amanecer náutico y el amanecer civil, tal y como diría Jeff. Decidimos permanecer en el cauce del río, ya que era un buen lugar donde ocultarse. Caminamos durante quince minutos, hasta que dimos con un buen sito donde pasar tumbados el día. Era una gran arboleda de sauces que crecía a orillas del río. Era bastante espesa, así que supuse que nadie podría detectarnos si decidíamos quedarnos allí.

»Para entonces ya empezaba a clarear. Desenrollamos los sacos de dormir y descansamos por turnos. Alrededor del mediodía compartimos una ración de combate. En aquel momento caí en la cuenta de que no habíamos comido nada ni bebido apenas en casi treinta horas. Más que comer, devoramos. Después, por turnos, limpiamos nuestros rifles. Me alegro de haber comprobado también las pistolas; la mía estaba empapada, tanto que tuve que desmontar el cargador y secar con una toalla cada cartucho.

»Serían las dos del mediodía cuando Terry me despertó tapándome la boca con la mano. Un grupo de unas veinte personas venía caminando directamente hacia nosotros; viajaban en nuestra misma dirección. Nos quedamos quietos y pasaron por nuestro lado sin más. No tenían ni idea de que estábamos allí. La mayoría portaban armas, pero las llevaban colgadas sobre los hombros, como si fueran a cazar ciervos o algo así. Caminaban sin fijarse, metiéndose en toda clase de zonas potenciales de emboscada y con los rifles colgando. Una auténtica tontería. Al igual que hicimos nosotros, eligieron la ruta del fondo del arroyo para salir pitando. Sin embargo, no habían recibido ningún entrenamiento táctico. Eran muy ruidosos. Los muy idiotas iban hablando en voz alta. Y además andando en grupo, sin ningún tipo de separación y sin hombre punta. Simplemente habían puesto tierra de por medio sin pensarlo y a plena luz del día.

»Antes del atardecer otro grupo pasó por allí. Esta vez eran solo diez personas; mismo modus operandi. Tal y como viajaban hubiera bastado una granada para matar a la mitad. Era un espectáculo bastante lamentable. Dudo mucho que viajando así llegaran muy lejos de una pieza.

»Cuando se hizo de noche nos empolvamos los pies, nos pusimos calcetines secos, hicimos las mochilas y emprendimos la marcha. Seguimos el río hacia el oeste durante dos días, evitando todo contacto y acampando durante el día en arboledas o en los campos de maíz abandonados. En aquel punto el río empezaba a girar casi totalmente hacia el sur, dirección que nosotros no queríamos seguir. Alrededor de las ocho de la tercera tarde en el río pasamos bajo un puente ferroviario justo al norte de Joliet.
Voilá!
Las vías iban en dirección este-oeste. Seguimos en dirección oeste por las vías durante varias noches sin ningún incidente.

»Como sabíamos que el camino iba a ser largo decidimos partirnos una ración de combate por día. Estábamos hambrientos la mayor parte del tiempo. La única comida adicional nos la proporcionaban las remolachas azucareras que encontrábamos de vez en cuando en las vías del tren. Supusimos que habían caído de los vagones tolva. Para cortarlas usábamos la navaja del ejército suizo de Terry. También tomábamos de vez en cuando espigas secas del borde de los campos. No les hicimos ascos, de hecho nos las comíamos como locos. Muy a menudo, la gente dice que tiene hambre, pero os lo aseguro, saltarse una comida o dos no tiene nada que ver con estar verdaderamente hambriento. Solo puedes pensar en comer. Te puedes volver completamente loco. Supongo que cada día quemábamos muchas más calorías de las que consumíamos. Los dos perdimos bastante peso.

»Un día nos encontramos una autocaravana de la compañía de ferrocarriles abandonada en una pendiente. Le podríamos haber hecho un puente en un abrir y cerrar de ojos, pero por desgracia alguien había sacado todo el combustible del depósito o lo había consumido por completo. Con esa autocaravana podríamos habernos acercado hacia Idaho varios cientos de kilómetros en un solo día. Mala suerte. Continuamos nuestro camino sin más.

»Cada vez que nos aproximábamos a alguna población de tamaño considerable salíamos de las vías y la rodeábamos. Esto nos hizo perder bastante tiempo, pero supongo que el esfuerzo valió la pena. En algunas ciudades oímos disparos y vimos edificios en llamas.

BOOK: Patriotas
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