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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (47 page)

BOOK: Patriotas
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Doug señaló que la idea de doblar el parabrisas para poder disparar desde el vehículo conllevaba también algunos riesgos.

—Si algún gracioso pone un cable fino de acero a lo largo del camino podríais acabar pareciendo los famosos jinetes sin cabeza. Yo creo que deberíamos poner un mecanismo contra los cables como los que llevan algunos jeeps del ejército.

Con el soldador de Todd, Lon y Don instalaron un cortacables en la parte de delante del Bronco. Estaba formado por una pieza de acero que sobresalía por encima de la jaula de seguridad y que estaba sujeta en posición vertical al centro del parachoques delantero. Tenía una muesca en la parte más alta de la pieza vertical, cerca del punto en que esta describía un ángulo de 90° hacia delante. La pieza vertical era sostenida por dos abrazaderas que iban sujetas a los extremos del parachoques. Todd no tenía suficientes barras de acero de las dimensiones adecuadas para construir el cortacables, así que aprovecharon unas barras de acero con perfil en forma de te que se utilizaban para hacer vallas y que tenían el peso y la altura justa.

Durante los dos días siguientes, los tres hombres prepararon el equipaje, rellenaron los cargadores adicionales, estudiaron minuciosamente los mapas de carreteras y consideraron cada posible ruta, lugar donde acampar y donde reunirse en caso de separación. Los tres llevaban chalecos antibalas debajo de los uniformes. Dado que en el refugio solo había cinco chalecos (propiedad de los Gray, los Nelson y T. K.), tener la oportunidad de llevarlos era algo así como un distintivo. También se llevaron tres de los seis cascos Fritz hechos de kevlar con los que contaban en el refugio. Lo siguiente que hirieron fue disparar sus armas y comprobar que estuviesen bien calibradas. T. K. tenía planeado llevar su AR-15 con cañón pesado. Kevin optó por llevar tanto su HK-91 como su Remington 870. Dan decidió hacer lo mismo. Los tres cogieron también automáticas de calibre.45 enfundadas en pistoleras Bianchi de la serie UM.

También se llevaron el monstruoso fusil de francotirador McMillan que era propiedad de Dan, y cien unidades de munición Browning de calibre.50, que eran una mezcla de balas de punta redonda, trazadoras, incendiarias y de las que se utilizaban en competiciones de tiro. Fong sacó sus preciosísimos veinte cartuchos de munición especial del tipo sabot. Se trataba de una variedad algo exótica que le había costado veinte dólares por cartucho; los proyectiles para Winchester eran los SLAP (munición con bala perforante subcalibrada montada en sabot). Los cartuchos SLAP tenían una bala de calibre.30 metida en una funda de plástico. Estaban diseñados para que una vez que la bala saliese del cañón del rifle, el sabot de plástico se desprendiera y el proyectil saliera disparado hacia delante a una velocidad inmensa. Gracias a esa elevadísima velocidad, se suponía que las balas SLAP eran capaces de penetrar cuatro centímetros en una placa de acero, o seis centímetros y medio en una coraza hecha de aluminio.

—Es por si nos toca poner la mano en la mano de aquel que nos da la mano... —dijo Dan canturreando, cuando Mike Nelson le preguntó por la necesidad de llevar el fusil.

—El será tu amigo para la eternidad —añadió riéndose T. K.

Subieron en el Bronco doce bidones de diecinueve litros de gasolina cada uno, toda recién sacada del depósito. Cuatro de ellos iban colocados en el portaequipajes habilitado para neumáticos y bidones de gasolina que T. K. había encargado por correo a K-Bar-S en Las Vegas antes del colapso. En un principio, solo servía para transportar dos bidones, pero habían conseguido doblarlo en dos por medio de unas espirales de cable grueso de forma que pudieran caber cuatro. También cargaron un hacha, una pala, dos trinquetes capaces de remolcar novecientos kilos de peso, dos gatos de ciento veinte centímetros de longitud, un juego de cadenas para las cuatro ruedas, la cizalla de noventa centímetros de marca Woodings-Verona de Todd, un juego de herramientas de mecánica y de electricidad, una lata de éter para ayudar a arrancar el motor, tubos y correas de recambio, una bomba de gasolina de recambio, una bomba de agua de recambio, un termostato de recambio, un motor de arranque de recambio y un alternador de recambio. Mientras metía todos los recambios, Todd pensó en lo agradecidos que debían estarle a Ken Layton por insistir en que todos compraran vehículos que gastaran las mismas piezas.

La carga también incluía cuatro cubos de plástico con capacidad para diecinueve litros de agua, que contenían trigo, arroz, judías secas y leche en polvo respectivamente, y que eran un regalo para la familia Prine. En lo alto de la jaula de seguridad, metieron enrollada una red de camuflaje del ejército con forma hexagonal. Lon y Dan soldaron a un lado de la jaula un soporte para una rueda adicional, con lo que podrían llevar dos ruedas de repuesto. La rueda de recambio adicional fue «requisada» del Bronco de los Nelson. Cuando añadieron las mochilas de los tres hombres, la cantidad de carga que llevaban era impresionante.

—¿Dónde se van a sentar Ken y Terry en el viaje de vuelta? —preguntó T. K.

—Pues hombre, no lo había pensado. Me parece que un tal señor Prine, de Morgan, Utah, va a recibir algún bidón de gasolina de regalo aparte de la comida con la que teníamos pensado obsequiarlos.

Tom, Kevin y Dan se pasaron el día siguiente practicando las técnicas que utilizaban las patrullas formadas por tres hombres, realizando ejercicios de acciones inmediatas y otros ejercicios similares. De vez en cuando se escuchaba algún grito de «acción a la izquierda» o «acción al frente» y el Bronco hacía alguna maniobra vertiginosa, daba algunas vueltas, daba marcha atrás o se detenía y los tres hombres salían al exterior con las armas preparadas para abrir fuego. Los tres también dispararon veintitrés balas Browning de calibre.50. T. K. demostró la precisión de la que era capaz el McMillan como fusil de larga distancia. Hizo blanco en un objetivo con forma humana que colocaron a cerca de mil cien metros de distancia.

Cuando T. K., Kevin y Dan estuvieron listos para la partida, se dijeron varias plegarias y la despedida adoptó un tono serio, ya que todos eran conscientes de que no se sabía muy bien cuáles eran las posibilidades que tenían de volver sanos y salvos. T. K. leyó el salmo número 54. Mary y Lisa se echaron a llorar. Los tres hombres salieron por la puerta principal entre risas y bromas, para ellos aquello tenía todo el aspecto de convertirse en una gran aventura. Dan, que iba al volante, empezó a cantar su canción favorita:
Bad Moon Rising,
de la Creedence Clearwater Revival.

—Espero que lo tengas todo arreglado —cantaba a voz en grito, con el aire meciéndole el cabello, que ya llevaba algo crecido—, espero que estés listo para morir, parece que se avecina tormenta, y que todo el mundo se toma la justicia por su mano...

18. Chasseurs

«Cabalga con ocioso látigo,

cabalga con espuela inútil,

pero una vez en marcha

habrá de venir un día

en que el potro aprenda a sentir

el trallazo que cae encima,

y el freno que contiene,

y el aguijón de la ruedecilla de acero.»

Rudyard Kipling

Durante los primeros ciento veinte kilómetros del viaje a Utah no se produjo ningún suceso reseñable. Resultaba evidente que la vida en el valle del río Clearwater estaba volviendo a la normalidad. Los campos estaban cultivados y se observaban signos de transacciones comerciales entre Orofino, Kamiah y Kooskia. En Grangeville la actividad era constante. Zonas extensas de la pradera de Camas habían vuelto a cultivarse. Al sur de Grangeville, un poco más abajo de la colina de White Bird, el agua se había llevado por delante uno de los lados de la carretera y buena parte del otro. Dan se detuvo, bajó del Bronco, colocó los bujes de las ruedas delanteras y activó la tracción en las cuatro ruedas. Acto seguido, Kevin bajó del coche y fue delante guiando. Tardaron diez minutos en atravesar lo que quedaba de carretera hasta que el camino volvió a la normalidad. Dos horas más tarde pasaron junto a tres coches quemados en medio de la carretera, así que de nuevo tuvieron que decelerar la marcha. Dan y T. K., que ya habían sufrido una emboscada en condiciones parecidas, no recuperaron la calma hasta que no se alejaron lo suficiente del lugar.

—Joder, tío, me he acojonado un poco, la verdad —comentó Dan mientras se alejaban de los coches quemados.

Varios de los pueblos situados al sur de Grangeville habían sido pasto de las llamas. Otros, pese a no haber sufrido desperfectos, parecían abandonados. La destrucción parecía no tener ni pies ni cabeza. A veces había edificios completamente arrasados al lado de otros que parecían continuar con su actividad con total normalidad.

Para pasar la noche eligieron un lugar a tres kilómetros de la autopista 95, un poco más al norte de New Meadows, cerca de la zona nacional recreativa del Cañón del Infierno. Aparcaron el Bronco en un montículo envuelto por árboles no muy altos al lado de uno de los caminos de grava que conducían al parque del Cañón del Infierno. Tras detener el coche, cubrieron los faros delanteros y las ventanas con sacos y le pusieron la red de camuflaje por encima.

Plantaron el campamento a unos setenta metros del lugar, en medio de un grupo de árboles un poco más gruesos. Desde allí apenas podían distinguir la silueta del vehículo debajo de la red de camuflaje. Colocaron sus sacos de dormir como si fuesen los radios de una rueda, con los pies prácticamente juntos. Como se trataba de un lugar relativamente seguro, optaron por que un hombre hiciese guardia mientras que los otros dos dormían. Cada tres horas hacían el cambio de guardia. Kevin, que tenía una vista privilegiada en la oscuridad, hizo el turno entre la medianoche y las tres de la madrugada.

Tras despertarse a las seis de la mañana y tomarse cada uno una ración de combate como desayuno, se acercaron con cautela al coche, buscando cualquier señal de que hubiese sido manipulado. No encontraron ninguna. En cuestión de pocos minutos, Kevin y T. K. retiraron la red de camuflaje y volvieron a estibar la carga. Mientras tanto, Dan se encargó de la vigilancia. A las seis y cuarenta minutos de la mañana estaban de nuevo en marcha.

A mitad de camino entre Wendell y Jerome, en Idaho, se encontraron con un control de carretera. Estaba formado por dos camionetas con los parachoques pegados y atravesadas en medio del camino, en un lugar en el que la carretera cruzaba por el interior de una colina. Alrededor había seis hombres armados con distintos tipos de rifles y escopetas. Vestían una extraña mezcla de ropa de civil, uniformes de combate del ejército y uniformes de campaña. En cuanto vio el control, Kevin pisó a fondo el pedal de freno y el Bronco se detuvo después de que las ruedas patinaran un poco.

—Tenéis que pagar el peaje para poder pasar —les gritó uno de ellos, que estaba a unos treinta metros de distancia del control, llevaba melena a la altura de los hombros y sostenía en las manos una carabina M1.

—Esta es una carretera pública, señor —respondió T. K. también gritando.

—No, ahora ya no. Tenéis que darnos la mitad de la gasolina que transportáis.

—No os vamos a dar nada —contestó T. K. de forma rotunda—. No vamos a pagar ningún peaje.

El tipo de la barricada respondió abriendo fuego con su carabina. Todo un cúmulo de sensaciones se agolparon en los siguientes segundos. Las balas de los emboscados pasaban silbando alrededor, algunas golpeaban en la jaula de seguridad del Bronco. Una de las balas alcanzó a Dan Fong en el hombro izquierdo, pero el chaleco kevlar fue capaz de detener el impacto. T. K. y Dan sacaron enseguida sus armas y se pusieron a disparar. Entre los dos, dispararon más de cuarenta balas. Dos de los forajidos fueron abatidos. Mientras tanto, Kevin dio marcha atrás a toda velocidad. Los cuatros bandidos que seguían con vida salieron corriendo de la barricada y siguieron disparando sin tregua. Después de haber retrocedido marcha atrás unos cuatrocientos metros, Kevin volvió a frenar en seco y dio la vuelta con el Bronco para continuar la huida de una forma más convencional.

A un kilómetro del control de carretera, el camino ascendía en dirección a la cima de una colina de unos ciento cincuenta metros de altura. Tras rebasar el punto más alto, T. K. le hizo una señal a Kevin para que parara.

El vehículo se detuvo en el arcén de la carretera, cuando esta ya comenzaba a descender.

—Creo que puedo acertarles —manifestó T. K. después de que Kevin apagara el motor.

—¿Cómo? ¿Desde aquí? —preguntó Dan.

—Se puede hacer —afirmó T. K.—. Los enfrentamientos igualados son los mejores. —Tras respirar profundamente varias veces, preguntó—: Fongman, ¿puedes prestarme tu McMillan?

—Claro —contestó Dan. Después, quitó el asiento trasero del Bronco y sacó el estuche Pelican de plástico impermeable del McMillan. Tras abrirlo, Fong levantó resoplando el fusil en el aire, insertó un cargador de seis cartuchos de munición de competición y le pasó a T. K. el fusil, que pesaba cerca de doce kilos.

—Me gusta —afirmó Kennedy mientras metía en la recámara un cartucho suelto para no tocar aún el cargador y le ponía el seguro.

T. K. fue caminando cuesta arriba hasta llegar cerca de la cima, luego se echó a tierra y fue arrastrándose muy lentamente sosteniendo el fusil con los brazos. El peso y el tamaño del arma le impedían moverse con presteza. Cuando llegó a lo más alto de la colina, desplegó las patas del bípode del fusil, retiró la tapa de la mira telescópica y comenzó a examinar la zona donde se había producido la emboscada. Entretanto, Dan y Kevin se arrastraron hasta allí también; cada uno de los dos llevaba un cargador de recambio para el McMillan.

Tal y como había hecho en numerosísimas competiciones de tiro, T. K. lanzó entonces al aire unas briznas de hierba para calcular la fuerza del viento.

—Maldita sea —se quejó—, ojalá tuviera una tabla de la resistencia aerodinámica de los Browning de calibre.50. Tendré que hacerlo a ojo. —La espera mientras se preparaba para realizar el primer disparo les pareció eterna. Primero de todo, hizo unos cuantos ajustes con el bípode. Luego se movió hacia los lados hasta conseguir encontrar una posición cómoda. Pegó varias veces la mandíbula a la culata antes de dar con una postura que le resultase natural y que le permitiese ver bien a través de la mira Leupold. A continuación, se concentró en relajarse y en controlar la respiración. Solo después de haber hecho todo lo anterior, eligió un primer y un segundo objetivo.

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