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Authors: Ken Follett

Papel moneda (11 page)

BOOK: Papel moneda
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—¿Ha traído usted su biquini? —Ella soltó una risita. Se sentaron a la sombra de un gran roble y contemplaron a los jugadores de tenis que eran aburridamente profesionales. Recorrieron un sendero de grava que serpenteaba por un pequeño bosquecillo; y cuando nadie les veía, él le tomó la cara y la besó. Ella abrió los labios para él e introdujo sus manos debajo de la chaqueta para acariciarle, clavándole los dedos en el pecho con una fuerza que sorprendió a Laski; después Ellen se separó y miró furtivamente a ambos lados del sendero.

Felix le dijo entonces al instante:

—¿Cenarás conmigo? ¿Pronto?

—Pronto —respondió ella.

Después regresaron a la fiesta y se separaron. Ella se marchó sin despedirse de él. Al día siguiente él reservó una suite en un hotel en Park Lane y allí le ofreció una cena y champán y después la llevó a la cama. Fue en el dormitorio donde Laski descubrió lo equivocado que había estado acerca de ella. Esperaba que estuviera ansiosa. Y que quedara fácilmente satisfecha. Pero se encontró con que las preferencias sexuales de ella eran por lo menos tan singulares como las de él. Durante las semanas siguientes hicieron todas las cosas que dos personas pueden hacerse y, cuando las ideas se les terminaron, Laski hizo una llamada telefónica y llegó otra mujer para descubrirles toda una nueva serie de permutaciones. Ellen lo hacía todo con la minuciosidad encantada de un niño en una feria donde de repente todas las atracciones son gratuitas.

Laski la miraba, sentada a su lado en el sofá de su oficina, mientras recordaba; y se sintió invadido por un sentimiento que pensó que la gente probablemente llamaría amor.

—¿Qué es lo que te gusta de mí? —le preguntó. —¡Vaya una pregunta egocéntrica!

—Yo te he dicho lo que me gusta de ti. Vamos, satisface mi ego. ¿Qué es?

Ella bajó la vista al regazo de él.

—Te doy tres oportunidades.

Laski se echó a reír.

—¿Quieres tomar café?

—No, gracias. Voy a ir de compras. Solamente he entrado para un rápido manoseo.

—Eres una vieja maleta desvergonzada.

—Qué expresión tan rara.

—¿Cómo está Derek?

—Es otra cosa rara que me lo preguntes. Está deprimido. ¿Por qué te interesa?

Laski se encogió de hombros.

—Ese hombre me interesa. ¿Cómo ha podido poseer un premio —como Ellen Hamilton y permitir que se le escapase entre los dedos?

Ella desvió la mirada.

—Habla de otra cosa.

—De acuerdo. ¿Eres feliz?

Ella sonrió de nuevo.

—Sí. Sólo espero que dure.

—¿Y por qué no habría de durar? —dijo él ligeramente.

—No lo sé. Te he conocido y estoy jodiendo como… como…

—Como una coneja.

—¿Qué?

—Joder como una coneja. Ésta es la adecuada expresión inglesa.

Ella abrió la boca y después se echó a reír.

—Viejo tonto… Te quiero cuando eres tan prusiano y tan correcto. Sé que lo haces solamente para divertirme.

—Muy bien, así es: nos conocimos y jodemos como conejos y tú no crees que esto pueda durar.

—No puedes negarme que todo este asunto tiene cierto aire transitorio.

—¿Te gustaría que fuese de otra manera? —preguntó él cuidadosamente.

—No lo sé.

Era la única respuesta que ella podía darle. Laski se daba cuenta.

—¿Te gustaría a ti? —preguntó ella.

Laski escogió con cuidado su respuesta:

—Ésta es la primera vez que he tenido ocasión de reflexionar sobre la permanencia o la fugacidad de nuestra relación.

—Deja de hablar como el Informe Anual del Presidente.

—Sólo si tú dejas de hablar como la heroína de una novelita romántica. Y hablando de los Informes del Presidente, supongo que por eso se sentirá deprimido Derek.

—Sí. Él supone que es su úlcera lo que le hace sentirse mal, pero yo sé que es otra cosa.

¿Crees que vendería la empresa?

—Me gustaría que lo hiciera.

—Miró fijamente a Laski—. ¿La comprarías tú?

—Puede ser.

Ella se quedó mirándole un largo momento. Laski sabía que ella estaba valorando lo que él había dicho, sopesando posibilidades, considerando sus motivos. Era una mujer inteligente.

Ellen decidió dejarlo correr.

—Debo irme —dijo—. Quiero estar en casa a la hora del almuerzo.

Se levantaron. Laski la besó en la boca y pasó las manos por el cuerpo de ella, con una familiaridad sensual. Ella le puso un dedo en la boca, y él lo chupó.

—Adiós —dijo ella.

—Te llamaré —le dijo Laski.

Cuando ella se hubo marchado, Laski se dirigió al estante y se quedó mirando fijamente, sin verlo, el lomo de The Directory of Directors. Ella había dicho sólo espero que dure, y él necesitaba pensar en ello. Ellen tenía un modo de decir las cosas que le hacía pensar. Ellen era una mujer sutil. ¿Qué querría ella entonces… matrimonio? Le había dicho que no sabía lo que quería y, aunque difícilmente hubiera podido decirle otra cosa, Laski tenía el presentimiento de que Ellen era sincera. De modo que, ¿qué es lo que yo quiero?, pensó. ¿Quiero casarme con ella?

Se sentó a su escritorio. Tenía mucho que hacer. Presionó el interfono y le dijo a Carol.

—Llama por teléfono al Departamento de Energía en mi nombre y descubre exactamente cuándo…, quiero decir a qué hora, piensan anunciar el nombre de la empresa que ha ganado el permiso para el campo petrolífero Shield.

—Muy bien —dijo ella.

—Después llama a «Fett y Compañía». Quiero hablar con Nathaniel Fett, el patrón.

—Bien.

Apretó el interruptor hacia arriba. Y pensó nuevamente: ¿quiero casarme con Ellen Hamilton?

Repentinamente supo la respuesta y quedó atónito.

DIEZ DE LA MAÑANA
13

El editor del Evening Post se hacía la ilusión de pertenecer a la clase dominante. Hijo de un empleado de ferrocarriles, había ascendido en la escala social muy rápidamente, en veinte años desde que acabó los estudios. Cuando necesitaba seguridad, se recordaba que era director de «Evening Post Ltd.» y un forjador de opiniones, y que sus ingresos le colocaban entre el grupo más alto del nueve por ciento de los cabezas de familia. No se le había ocurrido pensar que nunca se habría convertido en un forjador de opiniones a no ser que sus propias opiniones coincidieran exactamente con las del propietario del periódico; ni que su puesto de editor estaba a merced del propietario; ni que la clase dominante se definía más por su riqueza que por sus ingresos. Y no tenía ni idea de que su traje de confección, de Cardin, su acento afectado y tembloroso y su hogar de ejecutivo con cuatro habitaciones en Chislehurst le señalaba claramente, ante los envidiosos ojos de cínicos como Arthur Cole, como un pobre chico llegado a más: con mucha más evidencia que si hubiera llevado una gorra de paño y clips de ciclistas en los pantalones.

Cole llegó a la oficina del editor a las diez en punto, la corbata derecha, los pensamientos en orden y la lista mecanografiada. Al instante se dio cuenta de que aquello era un error. Hubiera debido irrumpir con dos minutos de retraso, en mangas de camisa para dar la impresión de que se había arrancado de su importante asiento en el centro de energía del periódico con el propósito de dar a conocer a miembros menos esenciales del personal un breve y rápido resumen de lo que ocurría en los departamentos realmente vitales. Pero siempre se le ocurrían esas cosas demasiado tarde: no servía para llevar una buena política en la oficina. Sería interesante observar cómo hacían su entrada los otros ejecutivos para asistir a la conferencia de la mañana.

La oficina del editor era elegante, moderna. Su escritorio era blanco y las butacas procedían de «Habitat». Las persianas venecianas verticales protegían la alfombra azul de la luz del sol y la librería de aluminio y melamina tenía puertas de cristal ahumado. En una mesita auxiliar había ejemplares de los periódicos de la mañana y una pila de las ediciones del Evening Post del día anterior.

El editor estaba sentado detrás del escritorio blanco, fumando un cigarro delgado y leyendo el Mirror. Al verle, Cole sintió el deseo de fumar un cigarrillo. Como sustituto, puso en su boca una pastilla de menta.

Los otros entraron en grupo: el jefe de ilustración, con la camisa ajustada y el cabello largo hasta los hombros, que muchas mujeres envidiarían; el cronista deportivo, con una chaqueta de tweed y camisa lila; el columnista, con su pipa y su ligera mueca permanente, y el encargado de circulación, un hombre joven, vestido impecablemente con un traje gris, que había comenzado vendiendo enciclopedias y se había encumbrado a este alto puesto sólo en cinco años. La dramática entrada en el último momento la hizo el coordinador, que preparaba el diseño, un hombre bajo, con el cabello muy corto, que usaba tirantes. Llevaba un lápiz detrás de la oreja.

Cuando todos estuvieron sentados, el editor arrojó el Mirror encima de la mesa auxiliar y acercó más su butaca al escritorio.

—¿No hay primera edición todavía? —preguntó.

—No. —El coordinador miró su reloj—. Hemos perdido ocho minutos por interrupción de la red.

El editor pasó la mirada al encargado de circulación. —¿En qué os afecta?

El hombre estaba mirando también, su reloj.

—Si solamente son ocho minutos, y si se puede compensar en la próxima edición, podemos soportarlo.

—Parece que cada día tengamos que pasar por una puñetera interrupción —dijo el editor.

—Es a causa de, este periódico decadente que publicamos —dijo el coordinador.

—Bueno, tendremos que soportarlo hasta que empecemos otra vez a sacarle beneficios. —El editor cogió la lista anotada de noticias que Cole había dejado sobre su escritorio—. Aquí no hay nada para darle un buen empujón a la venta, Arthur.

—Ha sido una mañana tranquila. Con suerte, a mediodía tendremos una crisis de gabinete.

—Han perdido interés por este condenado gobierno. —El editor siguió leyendo la lista—. Me gusta esta noticia del Stradivarius.

Cole revisó la lista de arriba abajo, refiriéndose breve—mente a cada uno de los puntos. Cuando terminó, el editor le dijo:

—Nada espectacular entre todo esto. No me gusta desembocar todo el día en política. Se supone que hemos de cubrir todas las facetas de la vida londinense, según nuestra propia publicidad indica. ¿No podríamos convertir este Stradivarius en un violín de un millón de libras?

—Es una buena idea —dijo Cole—. Pero no creo que llegue a ese precio. De todos modos, podemos intentarlo.

—Si no funciona en esterlinas podemos intentarlo con el violín de un millón de dólares —dijo el coordinador—. O, mejor todavía, el fiddle de un millón de dólares. (Fiddle: término coloquial para designar un violín)

—Bien pensado —dijo el editor—. Busquemos en la biblioteca una fotografia de un fiddle parecido, y entrevistas con tres violinistas famosos sobre cómo se sentirían si perdieran su instrumento predilecto. —Hizo una pausa—. También quiero un buen artículo sobre el permiso del campo de petróleo. La gente está interesada por ese petróleo del mar del Norte; se supone que va a ser nuestra salvación económica.

—El anuncio se hará a las doce y media —dijo Cole—. Entretanto ya tenemos preparado un borrador.

—Cuidado con lo que se dice. Nuestra propia compañía madre es uno de los aspirantes, por si no lo sabíais. Recordad que un pozo de petróleo no significa riqueza inmediata… Significa algunos años de grandes inversiones en primer lugar.

—Seguro —dijo Cole asintiendo.

El encargado de circulación se dirigió al coordinador.

—Preparemos unas fotos de la calle para esa historia del violín, y ese fuego en el East End…

La puerta se abrió ruidosamente y el encargado de circulación dejó de hablar. Todos alzaron la mirada y vieron a Kevin Hart de pie en la puerta, excitado y enrojecido. Cole gruñó interiormente.

—Siento interrumpir —dijo Hart—, pero creo que ésta es la gorda del día.

—¿Qué es? —preguntó suavemente el editor.

—Acabo de recibir una llamada de Timothy Fitzpeterson, un funcionario del…

—Sé quién es —dijo el editor—. ¿Qué te ha dicho? —Declara que dos personas llamadas Laski y Cox le están haciendo chantaje. Parecía muy excitado. Ha… El editor le interrumpió nuevamente.

—¿Conoces su voz?

El joven periodista parecía confuso. Obviamente había esperado un pánico repentino y no un interrogatorio.

—Nunca había hablado anteriormente con Fitzpeterson —dijo.

Cole intervino:

—Esta mañana alguien me ha llamado para darme una fea información sobre ese hombre. Lo comprobé después con él, y la ha negado.

El editor hizo una mueca.

—Huele mal —dijo.

El coordinador asintió con la cabeza. Hart parecía alicaído.

—Muy bien, Kevin —dijo Cole—, ya lo discutiremos cuando salga.

Hart salió y cerró la puerta.

—Un tipo excitable —comentó el editor.

—No es estúpido —dijo Cole—, pero todavía ha de aprender mucho.

—Pues enséñale —dijo el editor—. Vamos a ver qué tenemos preparado para el hueco.

14

Ron Biggins estaba pensando en su hija. No era correcto en aquel momento: hubiera debido estar pensando en la camioneta que conducía, en su cargamento de varios centenares de miles de libras en billetes; papel moneda; sucios, rotos, doblados, con anotaciones, y dignos solamente para ser destinados a la planta de destrucción del Banco de Inglaterra en Loughton, Essex. Pero quizá su distracción era perdonable: para un hombre es más importante su hija que los billetes de Banco: y cuando, además, es su única hija, la chica es una reina; y cuando, además, es hija única, no tiene hermanos, bueno, en ese caso la hija llena toda su vida.

Después de todo, pensaba Ron, uno ha pasado la vida educándola, con la esperanza de que cuando sea mayor de edad pueda confiarla a un tipo seguro, de confianza, que cuidará de ella como antes lo había hecho su padre. No a un borracho, sucio, de pelo largo, fumador de droga, un jodido vagabundo sin empleo…

¿Qué? —dijo Max Fitch.

Ron volvió repentinamente al presente.

—¿He dicho algo?

—Estabas murmurando —le dijo Max—. ¿Te preocupa algo?

—Puede que sí, hijo —dijo Ron. Puede ser que quiera matar a alguien, pensó, pero sabía que no lo decía en serio.

Aceleró ligeramente para mantener la distancia reglamentaria entre la camioneta y los motoristas. Sin embargo, ya casi había agarrado a ese joven cerdo por el pescuezo cuando él le había dicho:

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