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Authors: Ken Follett

Papel moneda (10 page)

BOOK: Papel moneda
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Una furgoneta negra, sin marcas, fue a estacionarse entre las motocicletas y se detuvo con el morro hacia la puerta. Las ventanas laterales de su cabina tenían rejilla metálica en el interior y los dos hombres de dentro llevaban uniformes semejantes a los policiales con cascos de seguridad y visores transparentes. El cuerpo de la furgoneta no tenía ventanas a pesar del hecho de que dentro había un tercer hombre.

Dos motocicletas más de la Policía se acercaron por detrás a la furgoneta completando el convoy.

La puerta de acero que daba entrada al edificio se alzó suavemente, sin ruido, y la furgoneta entró. Se hallaba en un corto túnel, iluminado brillantemente con tubos fluorescentes. Su paso estaba bloqueado por otra puerta idéntica a la primera. La furgoneta se detuvo y la puerta de atrás se cerró. Los policías de las motocicletas permanecieron en la calle.

El conductor de la furgoneta bajó la ventanilla y habló a través de la rejilla metálica por un micrófono que había fuera, en un soporte.

—Buenos días —dijo alegremente.

En una pared del túnel había una gran ventana acristalada. Detrás de la ventana, que era a prueba de balas, un hombre de mirada avispada habló por otro micrófono. Sus palabras amplificadas resonaron en el limitado espacio.

—Palabra clave, por favor.

El conductor, que se llamaba Ron Biggins, dijo:

—0badiah. —El Controlador que hoy había preparado el recorrido era diácono de una iglesia baptista.

El hombre en mangas de camisa apretó un gran botón rojo que había en la pared blanca detrás de él, y la segunda puerta de acero se deslizó hacia arriba. Ron Biggins murmuró:

—Miserable cabrón… —E hizo avanzar la furgoneta. Nuevamente, la puerta de acero se cerró detrás de él.

Se hallaba ahora en una estancia sin ventanas en las entrañas del edificio. La mayor parte del suelo estaba ocupada por una placa giratoria. No había más en esa estancia. Ron se colocó cuidadosamente en las vías señaladas y desconectó el motor. La placa giratoria dio una sacudida y la furgoneta se movió lentamente ciento ochenta grados y después se detuvo.

Las paredes posteriores estaban ahora frente al ascensor, en la pared del fondo. Mientras Ron observaba por el espejo retrovisor, se abrieron las puertas del ascensor y salió un hombre con gafas vestido con pantalones a rayas y chaqueta negra. Llevaba una llave que sostenía delante de él como si fuese una antorcha o un arma. Abrió con la llave las puertas posteriores de la furgoneta y entonces se abrieron también desde dentro. El tercer guardia salió.

Del ascensor salieron dos hombres más cargando entre los dos una formidable caja metálica del tamaño de una maleta. La metieron en la furgoneta y regresaron en busca de más.

Ron miró a su alrededor. La estancia estaba vacía, aparte de sus dos entradas, tres hileras paralelas de luces fluorescentes y un respiradero para el aire acondicionado. Era pequeña y no totalmente rectangular. Ron suponía que pocas personas de las que trabajaban en el Banco sabían que aquella estancia existía. El ascensor seguramente subía tan sólo hasta la caja fuerte, y la puerta de acero de la calle no tenía relación aparente con la entrada principal, a la vuelta de la esquina.

El guardián que se había quedado dentro, Stephen Younger, se acercó al lado izquierdo de la furgoneta y el acompañante del conductor, Max Fitch, bajó su ventanilla.

—Uno gordo, hoy —dijo Stephen.

—Para nosotros es lo mismo —dijo Ron amargamente. Miró hacia atrás por el espejo. Habían terminado de cargar. Stephen le dijo a Max:

—A ese tío le gustan las del Oeste.

—Ah, ¿sí? —Max estaba interesado. No había estado allí anteriormente y el empleado con los pantalones a rayas no le parecía un fan de John Wayne—. ¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Tu obsérvalo. Aquí viene.

El empleado llegó junto a la ventana de Ron y gritó:

—¡A… delante!

Max estalló en una risa que intentó disimular; Stephen dio la vuelta hacia la parte de atrás de la furgoneta, y entró. El empleado le encerró dentro.

Los tres empleados del Banco desaparecieron en el ascensor. Durante dos o tres minutos no sucedió nada; después la puerta de acero se levantó. Ron conectó el motor y entró en el túnel. Esperaron a que se cerrara la puerta interior y se abriera la exterior. Antes de alejarse, Max habló por el micrófono:

—Hasta pronto, sonrisas.

La furgoneta salió a la calle.

La escolta de motocicletas estaba a punto. Tomaron sus posiciones, dos delante y dos detrás, y el convoy emprendió el camino hacia el Este.

En un cruce importante, al este de Londres, la furgoneta tomó la A11 Fue observada por un hombre corpulento que llevaba un abrigo gris con cuello de terciopelo, que inmediatamente se dirigió a una cabina telefónica.

—Adivina a quién acabo de ver —dijo Max Fitch.

—Ni idea.

—A Tony Cox.

La expresión de Ron era indiferente.

—¿Y quién es ése cuando está en casa?

—Fue boxeador. Era bueno. Le vi noquear a Kid Vittorio en Bethnal Green Baths, hará ahora unos diez años. Un muchacho formidable.

Max, realmente, quería haber sido detective, pero había fallado en el examen de inteligencia de la Policía y había entrado en seguridad. Leía muchas novelas de crímenes y por consiguiente trabajaba con la ilusión de que el arma más potente del departamento de investigación criminal era la deducción lógica. En casa hacía cosas como encontrar una colilla con manchas de carmín en el cenicero y anunciar solemnemente que tenía motivos para suponer que Mrs. Ashford, la vecina, había estado en casa.

Se agitó inquieto en su asiento.

—Esas cajas contienen billetes viejos, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Ron.

—Así que debemos dirigirnos a la planta de destrucción de Essex —dijo Max orgullosamente—. ¿No es cierto, Ron?

Ron miraba a los motoristas que iban delante de la camioneta y fruncía el ceño. Como miembro más veterano del equipo era el único a quien comunicaban el destino. Pero no estaba pensando en la ruta, ni en el trabajo, ni tan siquiera en Tony Cox, el ex boxeador. Estaba intentando imaginar por qué su hija mayor se había enamorado de un hippie.

12

La oficina de Felix Laski, situada en Poultry, no exhibía su nombre en ninguna parte. Era un viejo edificio, flanqueado por otros dos de diferente diseño. Si hubiera conseguido el permiso para derribarlo y construir un rascacielos, hubiera ganado millones. En vez de eso se alzaba como vivo ejemplo de la manera en que tenía bloqueada su fortuna. Pero confiaba que a largo plazo se anularían por simple presión las restricciones planificadoras; y él un hombre paciente en cuanto se refería a los negocios.

La mayor parte del edificio estaba subarrendada. La mayoría de los inquilinos eran bancos extranjeros menores que necesitaban de una dirección cerca de la calle Threadneedle, y sus nombres estaban claramente expuestos. La gente solía pensar que Laski tenía intereses en esos bancos y Laski mantenía ese error en todos los aspectos sin incurrir en una negativa directa. Además, él era el propietario de uno de los Bancos.

El mobiliario del interior era adecuado pero barato; antiguas y sólidas máquinas de escribir, muebles de archivo deteriorados, escritorios de segunda mano y una alfombra raída que cubría un mínimo espacio del suelo. Como todos los hombres maduros y prósperos, a Laski le gustaba explicar su éxito con aforismos; uno de sus favoritos era: «Nunca gasto dinero; lo invierto.» Era más cierto que la mayoría de dichos de este tipo. Su propia casa, una pequeña mansión en Kent, había estado subiendo de valor desde que la compró poco después de la guerra; sus comidas a menudo eran a cargo de la empresa y por motivos de negocio; e incluso las pinturas que poseía —guardadas en una caja fuerte, no colgadas de las paredes— habían sido compradas porque su especialista en arte le había dicho que se valorarían. Para él, el dinero era como los billetes de Banco, que se jugaban en el Monopoly; lo quería, no por lo que podía comprar con él, sino porque lo necesitaba para seguir en el juego.

A pesar de todo, su estilo de vida era cómodo. Un maestro de la escuela primaria o la esposa de un obrero del campo hubieran creído que Felix Laski vivía con un lujo imperdonable.

La habitación que utilizaba como despacho era pequeña. Había una mesa escritorio con tres teléfonos, una butaca giratoria detrás, dos butacas más para los visitantes, y un largo sofá tapizado arrimado a la pared. El estante junto a la caja fuerte sostenía montones de pesadas obras sobre impuestos y la ley empresarial. Era una habitación sin personalidad; no había fotografía de personas queridas sobre la mesa, ni cuadros en las paredes, recipiente ridículo de plástico regalado por un nieto bien intencionado, cenicero procedente de Clovelly o robado al «Hilton».

La secretaria de Laski era una muchacha eficiente, regordeta, que llevaba faldas demasiado cortas. Laski comentaba frecuentemente:

«Cuando estaban repartiendo el atractivo sexual, Carol estaba en alguna otra parte consiguiendo una ración extra de cerebro.» Era un buen chiste, un chiste inglés, de esos que los directores suelen contarse en la cantina de los ejecutivos. Carol había llegado a las nueve y veinticinco y encontró la bandeja de «salidas» de su patrón llena de trabajo que no había estado allí la noche anterior. A Laski le gustaba hacer cosas parecidas: causaba impresión en el personal y ayudaba a contrarrestar la envidia. Carol no había tocado los papeles hasta haberle preparado un café. También eso le gustaba a Laski.

Estaba sentado en el sofá, escondido detrás del Times, con el café cerca de él, en el brazo de la butaca, cuando entró Ellen Hamilton.

Ellen cerró la puerta silenciosamente y cruzó de puntillas la alfombra, de modo que Laski no la vio hasta que ella empujó el periódico hacia abajo y le miró por encima del papel. El repentino crujido le sobresaltó.

—¡Mr. Laski! —dijo ella.

—¡Mrs. Hamilton! —dijo él.

Ella se levantó la falda hasta la cintura y dijo:

—Dame un beso de buenos días.

Debajo de la falda llevaba medias al viejo estilo, sin bragas. Laski se inclinó y frotó con su cara el vello púbico, áspero y oloroso. El corazón le latió un poco más aprisa y se sintió deliciosamente pícaro, como se había sentido la primera vez que besó la vulva de una mujer.

Volvió a sentarse y alzó la mirada hacia Ellen.

—Lo que me gusta de ti es tu manera de hacer que el sexo parezca impuro —dijo. Dobló el periódico y lo dejó caer al suelo.

Ellen se bajó la falda y dijo:

—Es que algunas veces me siento cachonda.

Laski sonrió comprensivamente, y dejó que su mirada le recorriera el cuerpo. Ellen tenía casi cincuenta años, y era muy delgada, con pequeños pechos puntiagudos. Su complexión madura estaba disimulada por un bronceado profundo que ella nutría todo el invierno bajo una lámpara ultravioleta. Su cabello era negro, liso y estaba cortado; y los cabellos grises que de vez en cuando aparecían eran eliminados rápidamente en un lujoso salón de belleza de Knightsbridge. Llevaba un conjunto color crema muy elegante, muy caro y muy inglés. Laski pasó su mano subiendo por el interior del muslo de Ellen, por debajo de la falda de impecable corte. Con íntima insolencia hurgó con los dedos entre las nalgas de ella. Se preguntó si alguien creería que la solemne esposa del honorable Derek Hamilton andaba por ahí sin bragas para que Felix Laski pudiera sobarle el trasero cada vez que a él le apeteciera.

Ella se retorcía con deleite, y después se alejó ligeramente y se sentó al lado de él, en el sofá donde durante los últimos meses había complacido las fantasías sexuales más caprichosas de Felix Laski.

La intención de él había sido la de convertir a Mrs. Hamilton en un personaje menor dentro de su gran escenario, pero ella había resultado ser una prima muy agradable.

La había conocido en una fiesta. Los anfitriones eran amigos de los Hamilton, no amigos de Felix; pero consiguió una invitación fingiendo estar interesado en la compañía del anfitrión, una empresa de ingeniería. Ocurrió en julio, en un día muy caluroso. Las mujeres llevaban vestidos veraniegos y los hombres chaquetas de algodón; Laski llevaba un traje blanco. Con su figura alta y distinguida y su ligero aspecto de extranjero, causaba impresión, y él lo sabía.

Había croquet para los invitados maduros, tenis para los jóvenes y una piscina para los niños. Los anfitriones ofrecían champán inacabable y fresas con nata. Laski realizó su trabajillo con el anfitrión —hasta su afectación era minuciosa— y sabía que aquél difícilmente podía estar de acuerdo. Sin embargo, le habían invitado, de mala gana, solamente porque él lo había solicitado más o menos. ¿Por qué una pareja que tenía dificultades monetarias ofrecía una fiesta sin objeto para personas que no necesitaba? La sociedad inglesa le desconcertaba. Sí, conocía sus normas y comprendía su lógica; pero nunca sabría por qué la gente seguía el juego.

La psicología de las mujeres de mediana edad era algo que comprendía mucho más profundamente. Cogió la mano de Ellen Hamilton insinuando una inclinación cortés y vio una chispa en los ojos de ella. Aquello, y el hecho de que su marido fuese ordinario, mientras ella seguía siendo hermosa, fue suficiente para indicarle que ella respondería a un coqueteo. Una mujer como ella seguro que pasaba mucho tiempo pensando si todavía podía excitar el deseo en un hombre. También era posible que pensara si alguna vez volvería a conocer el placer sexual.

Laski se lanzó a desempeñar el papel del conquistador europeo como un viejo galán empalagoso. Le fue a buscar una silla, llamaba a los camareros para que le llenaran la copa, y la tocaba discreta pero frecuentemente; su mano, su brazo, sus hombros, su cadera. Presentía que no había motivo par la sutileza; si ella deseaba ser seducida, él podía enviar el mensaje de su disponibilidad con toda la claridad posible; y si ella no deseaba ser seducida, nada de lo que él hiciera la haría cambiar de opinión.

Cuando ella hubo terminado las fresas —él no comió ninguna: rehusar manjares sabrosos demostraba tener clase—, comenzó a guiarla alejándola de la casa. Fueron de un grupo a otro, deteniéndose allí donde la conversación les interesaba y dejando atrás rápidamente las murmuraciones de sociedad. Ella le presentó a algunas personas, y él pudo presentarla a dos agentes de Bolsa que conocía ligeramente. Contemplaron a los niños jugueteando en el agua y Laski le susurró al oído:

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