Paciente cero (12 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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En dos minutos el pequeño, húmedo y pegajoso cuerpo salió y se dejó caer sobre el suelo cubierto de paja. Inmediatamente la madre luchó por ponerse de pie y comenzó a lamerlo, limpiándole el hocico, la boca y los ojos a su bebé.

—Es una hembra, padre —dijo Eqbal girándose para mirarlo, pero al ver su expresión se quedó helado y confundido. En lugar de alivio o alegría, su padre lo miraba con lo que parecía era una máscara retorcida de conmoción y terror.

—¿Padre…?

Entonces Eqbal vio que su padre no lo estaba mirando a él… sino lo que había detrás de él.

Eqbal se giró pensando que era uno de los hombres del grupo talibán que había en las cuevas del sur o un reclutador de las granjas de amapolas que había venido a buscar a alguien para llevarse a trabajar a los campos. Eqbal estaba estirando la mano para alcanzar su cayado de pastor cuando se quedó de piedra; y entonces pudo sentir como su propia cara se contorsionaba formando una expresión de espanto.

Había un hombre detrás de él.

No…, un hombre, no. Una cosa. Estaba vestido como un hombre, pero con ropa rara: pantalones de color azul claro y una camiseta de manga corta y cuello de pico. Eqbal había visto la tele, había estado en la clínica de Balkh, sabía lo que eran los trajes de quirófano, pero nunca los había visto por ahí. Este hombre llevaba uno y estaba sucio, rasgado y manchado con una sangre oscura, brillante y algo púrpura. Estaba cubierto de sangre. Tenía sangre en la ropa, en las manos, en la cara. En la boca. En los dientes…

Eqbal oyó gritar a su padre y luego todo su mundo se convirtió en dolor y en un auténtico disparate teñido de rojo.

2

El Mujahid estaba cómodamente sentado en el sillín de su quad, recostado sobre los gruesos cojines, con sus fuertes brazos cruzados sobre el pecho. Desde los trescientos metros de altura a los que estaban, los gritos ya comenzaban a desvanecerse y observaban como moría el último de los aldeanos. No sonrió, pero sintió una extraña alegría ante tanta muerte. Todo había salido muy bien y muy rápido. Mucho más rápido que la última vez. Cuatro sujetos, ochenta y seis aldeanos. Comprobó el reloj: dieciocho minutos.

Sonó su walkie-talkie. Pulsó el botón y lo acercó a la boca.

—Está hecho —dijo su teniente, Abdul.

—¿Estás siguiendo a los cuatro sujetos?

—Sí, señor.

—¿Y los aldeanos?

—Cinco de ellos ya han revivido —dijo Abdul, y el Guerrero creyó detectar un ligero temblor en la voz del hombre—. Pronto todos estarán en pie.

El Guerrero asintió para sí mismo, feliz al saber que Seif al Din, la espada sagrada del fiel, ya estaba en marcha y nada podría oponerse a la voluntad de Dios.

En el pueblo, los tiroteos salpicaban el aire como si fuesen música.

23

Baltimore, Maryland / Martes, 30 de junio; 9.11 a. m.

El resto de la noche y toda la mañana siguiente no aparecieron agentes federales para echar abajo mi puerta. Los días que me había pasado buscando información sobre el DCM, Javad y el señor Church no habían servido para nada. Ahora tenía demasiada información útil sobre la encefalitis espongiforme, incluida la enfermedad de las vacas locas y el insomnio familiar fatal, pero no había llegado a ningún sitio. Qué grande soy.

Me di una ducha caliente, me puse unos chinos y una camisa hawaiana lo suficientemente grande como para esconder la 45 que llevaba sujeta al cinturón y luego me dirigí a mi cita con Rudy. Pero primero tenía que parar en el Starbucks y recoger su estúpida bebida.

—Lo siento, Joe —dijo Kittie, la recepcionista, cuando llegué a la oficina de Rudy—, pero el doctor Sanchez no regresó de la comida. Lo he llamado al móvil y a casa, pero salta directamente el buzón de voz. Y tampoco está en el hospital.

—Vale, Kittie, te diré lo que voy a hacer… voy a pasarme por su casa, para ver qué pasa. Te llamaré si averiguo algo. Llámame si se pone en contacto contigo.

—De acuerdo, Joe —dijo mordiéndose el labio—. Pero está bien, ¿verdad?

Le sonreí.

—Claro…, será cualquier cosa. Seguro que está bien.

Al salir al pasillo mi sonrisa desapareció. Seguro, había muchas cosas que podrían explicar esto.

¿Cómo qué?

Al bajar en el ascensor empecé a marearme un poco. Este no era un buen momento para que Rudy desapareciese de repente. Pensé en el mensaje que probablemente le había enviado a Church a través de mis búsquedas de Internet y comencé a sentir algo muy desagradable en el estómago.

Salí de su edificio y miré el aparcamiento. Su coche no estaba, aunque no esperaba verlo. Así que fui hacia el mío, le quité el seguro y abrí la puerta.

Y me quedé de piedra.

Saqué el arma incluso antes de comprender lo que estaba viendo. Me di la vuelta y registré todo el aparcamiento con la pistola bajada, pegada a la pierna. Mi corazón latía como una locomotora. Había más de cincuenta coches y media docena de personas caminando hacia sus vehículos o bien hacia el edificio. Todo parecía normal. Volví a darme la vuelta para mirar el asiento delantero. En el lado del conductor había un paquete de galletas Oreo. Habían roto ligeramente el plástico y faltaba una galleta. En su lugar había una de las tarjetas de visita de Rudy. Enfundé la pistola, cogí la tarjeta y le di la vuelta. En la parte de atrás había una nota. Nada complicado, nada de amenazas. Solo una dirección que conocía muy bien y una palabra. La dirección era el almacén del muelle donde había matado a Javad la primera vez.

La única palabra que aparecía era «Ahora».

Segunda parte

Héroes

«Desgraciado el país que necesita héroes.»

—Bertolt Brecht

24

Baltimore, Maryland / Martes, 30 de junio; 2.26 p. m.

Me llevó veinte minutos llegar al muelle y tenía ganas de matar a alguien.

Cuando llegué a la entrada del aparcamiento reduje la velocidad hasta pararme y miré atentamente. Aquel lugar había cambiado muchísimo durante los últimos días. Había una reja principal muy resistente y totalmente nueva que no estaba allí cuando el día de la redada y también había una cerca de malla metálica con alambre de espino en la superior. Había una segunda cerca interior que parecía inocua, de no ser por los carteles cada doce metros que decían: «Peligro. Alto voltaje». Vi cuatro guardias de seguridad armados, todos con vestimentas similares que, claramente, no eran uniformes no militares. Todos tenían un ensayado aspecto militar. Existen ciertos niveles de entrenamiento que no se pueden ocultar con una americana de poliéster y pantalones chinos.

Tengo que admitir que pensé en entrar directamente derribando a todos estos tíos y aparecer ante Church de la nada…, pero no lo hice. Era un pensamiento agradable, pero probablemente nada bueno y no le haría ningún bien a Rudy ni a mí. Así que conduje hasta la verja y les permití que me viesen bien la cara.

—¿Me puede mostrar alguna identificación, señor?

No armé jaleo, solo les enseñé la placa y el carné. El guardia apenas lo miró. Ya sabía quién era. Me hizo un gesto con la mano para que aparcase junto a la entrada de personal, situada en el lado opuesto. Seguí las instrucciones, consciente de que me estaban observando, y por el espejo retrovisor vi a un guardia caminando por el perímetro del tejado. Caminé hacia la puerta tomándome solo el tiempo suficiente para observar las nuevas características del lugar, como la cámara de seguridad que había sobre la puerta y la cerradura con tarjeta. Pero no necesité ninguna llave porque la puerta se abrió antes de que me diese tiempo a llamar. Dentro había una de las mujeres más impresionantes que jamás había visto. Tenía los ojos marrones con reflejos dorados y una figura atlética que parecía ser firme en los lugares donde tenía que serlo y blanda en los lugares donde tenía que serlo. Tenía el pelo corto y llevaba un pantalón de faena negro y una camiseta gris sin marcas. En la parte delantera no decía «DCM» ni nada por el estilo. Tampoco nada que indicase su rango, pero su porte era el de un oficial.

Se veía claramente. Llevaba una Sig Sauer de calibre nueve en una cartuchera y el mango parecía desgastado de tanto uso.

—Gracias por venir, detective Ledger —dijo con acento londinense. Su rostro mostraba falta de sueño y fatiga nerviosa y sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiese estado llorando. Podría haber sido alergia, pero en estas circunstancias no lo creía. Me preguntaba qué había ocurrido para que estuviese disgustada. ¿Sería lo mismo por lo que Church me había enviado aquella invitación? Fuese lo que fuese no había que ser un genio para averiguar que no era bueno.

La mujer no me dijo su nombre, no me saludó ni me dio la mano. Tampoco me pidió que le entregase el arma.

Así que pregunté:

—¿Church?

—Le está esperando.

Me condujo por una serie de pasillos cortos hasta la sala de conferencias, donde mi equipo se había topado con los terroristas. La misma sala en la que Javad me había atacado por primera vez durante la redada. La gran caja azul había desaparecido y la mesa de conferencias acribillada había sido sustituida por la típica mesa de despacho con ordenadores. Una pantalla plana de televisión ocupaba gran parte de una pared. A pesar del cambio en la decoración, aquella sala me daba escalofríos. Todavía podía sentir el cardenal donde me había mordido Javad, en el antebrazo, que seguía allí gracias al Kevlar.

La mujer hizo un gesto con la cabeza señalando una silla de oficina con ruedas que estaba en una esquina.

—Siéntese, por favor. El señor Church estará con usted en…

—¿Quién es usted? —le dije, interrumpiéndola.

Ella contó hasta tres antes de decir:

—Comandante Grace Courtland.

—¿Comandante? —pregunté—. ¿Del Servicio Aéreo Especial?

Aquello provocó en ella un leve parpadeo y abrió los ojos durante un segundo, pero se recuperó rápido.

—Póngase cómodo, detective Ledger —dijo, y se fue.

Di una vuelta de ciento ochenta grados para ver la habitación y encontré tres microcámaras. Parecían caras y de un tipo que nunca antes había visto. Apostaría el sueldo de un año a que Church estaba sentado en otra sala observándome. Tuve la tentación de rascarme las pelotas. Todo aquello estaba sacando el adolescente rebelde que llevaba dentro y tenía que observarlo. Si cedes a cualquier tipo de pequeñez te desinflas muy rápido.

Así que me dediqué a recorrer la sala y recabar toda la información que pude, aun con el Monstruo de las Galletas observándome. En el otro extremo de la sala había una segunda puerta, era mucho más pesada y parecía totalmente nueva (recordé que antes era una puerta de oficina normal). Cuando la inspeccioné me fijé en el trabajo de carpintería reciente y sentí el olor a pintura fresca. Le di un golpecito. Enchapado de madera sobre acero y pondría la mano en el fuego por que la pared también había sido reforzada.

Oí la puerta tras de mí y al girarme vi al señor Church entrando en la sala seguido de la mujer inglesa. Llevaba un traje gris oscuro, zapatos brillantes y las mismas gafas tintadas. No hizo ningún comentario sobre mi inspección de la sala, simplemente cogió una silla y se sentó. La comandante Courtland se quedó de pie con cara de desaprobación.

Di un paso hacia él.

—¿Dónde coño está el doctor Sanchez?

Él se sacó una pelusa de la corbata. Si se sentía amenazado por mí, en algún sentido, lo estaba disimulando muy bien, porque no lo demostró. Courtland se puso a su lado con los brazos cruzados a la altura del estómago, perfectamente colocada para coger rápidamente su arma.

—¿Sabe cuáles son las razones por las que está usted aquí, señor Ledger?

—Tengo mis sospechas —dije—, pero se las puede meter usted por el culo. ¿Dónde está Rudy Sanchez?

Church torció la boca en lo que me pareció un intento por no sonreír.

—¿Grace? —dijo.

Courtland se acercó a la pared que tenía la pantalla de televisión y pulsó un botón. De repente apareció una imagen que mostraba una oficina con una mesa y una silla. Había un hombre sentado en la silla con las manos esposadas a la espalda y tenía los ojos tapados. Era Rudy. Un segundo hombre estaba detrás de él y estaba apuntando la nuca de mi amigo con una pistola.

La ira rugía en mi cabeza y el corazón me latía en la garganta como intentando escapar. Me costó todo lo que tenía y más permanecer allí de pie y morderme la lengua.

Después de un rato, Church dijo:

—Dígame por qué no debería ordenarle al sargento que le meta dos balas en la cabeza al doctor Sanchez.

Me obligué a mí mismo a no mirar a la pantalla.

—Si él muere, usted también —dije.

—Me aburro —dijo—. Inténtelo de nuevo.

—¿Qué ganaría su organización matándolo? Es inocente, es un civil.

—Dejó de ser un civil cuando usted le habló del DCM y de nuestro paciente cero. Usted le puso esa arma en la cabeza, señor Ledger.

—Eso no es más que mierda y lo sabe. Puede que el 11-S haya debilitado el respeto a la Constitución, pero no lo destrozó.

Church estiró las manos.

—Le repito mi pregunta. Dígame por qué no debería hacer que le disparasen al doctor Sanchez. Somos una organización secreta y estamos arriesgando al máximo. Nada, ni siquiera la Declaración de Derechos, importa más de lo que estamos haciendo. Y no exagero en absoluto.

Yo no dije nada.

—Señor Ledger, si los terroristas tuviesen un camión lleno de maletines con bombas nucleares en su interior y detonasen una de ellas en veinte ciudades del país, haría mucho menos daño a Estados Unidos en su conjunto y a su gente que si otro portador como Javad se mezclase con la población. Si se inicia una plaga de este tipo sería imposible detenerla. El índice de infección y el factor de agresión la harían incontrolable en minutos —dijo. Mascó chicle durante un minuto y luego repitió la última palabra—: Minutos.

Yo me mordí la lengua.

—Si no podemos contar con su total lealtad y cooperación entonces no nos sirve de nada. No me serviría de nada. —Podía sentir la fuerza de su mirada incluso detrás de sus gafas tintadas.

—¿Qué es lo que quiere?

—Tenemos muy poco tiempo, así que esto es lo que hay, señor Ledger: necesitamos poner en marcha un nuevo equipo táctico cuanto antes. Los militares normales e incluso nuestras fuerzas especiales estándar no son apropiados para esto por razones que discutiremos más tarde. La comandante Courtland ya tiene un equipo listo para salir; nuestro otro equipo está en la costa oeste trabajando en algo casi de igual importancia. No nos basta tener solo un equipo aquí. Necesito un tercer equipo. Necesito que sea riguroso y corre prisa. También necesito que alguien lidere ese equipo en el campo. He reducido la lista a seis candidatos. Otros cinco y usted.

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