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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (20 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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En aquel preciso momento, cuando Borraleda se disponía a subir a su dormitorio, sonó una llamada en la puerta. Luego se oyó como si dejaran algo en el suelo y, un instante después, el galope de un caballo que se alejaba.

—¡No abras! —Pidió Isabel—. Pueden haber colocado una bomba.

—Sería el colmo del entusiasmo —sonrió Borraleda—. Elegirme después de un discurso que no pronuncié y volarme luego para celebrar mi triunfo. Creo que podemos abrir.

Fue hacia la puerta y, al abrirla, vio que no había nadie. Tan sólo en el umbral se veía una caja de madera con una tarjeta en la cual leyó el nuevo gobernador:

Para don Luis Borraleda

De parte del

Coyote

Cogiendo la caja cerró la puerta y dirigióse al despacho, seguido por Isabel.

—¿Qué es? —preguntó la mujer.

—Un mensaje del
Coyote
—replicó su marido, cuyas temblorosas manos no atinaban a deshacer el cordel que sujetaba la caja. Al fin lo consiguió y al ver el contenido de la caja lanzó un grito de asombro.

Perfectamente ordenados aparecían varios montones de billetes de banco, y encima de ella una carta y un rollo de papeles atados con una cinta.

—Es el dinero del… del rescate —tartamudeó Borraleda—. Los doscientos veinticinco mil dólares.

—Fue
El Coyote
quien me aconsejó que me dejase secuestrar y fuera a Dos Ríos —explicó, entonces, Isabel—. Me dijo que era la única forma de que tú pudieses probarme tu amor.

—¿Y supiste, siempre, que era él?

—Claro. Por eso no tenía miedo. Mi único temor era que tú no acudieses. Creo que entonces me habría muerto de pena.

—Pero estuvo a punto de hacerme perder las elecciones —protestó Borraleda, cogiendo la carta que iba encima de los billetes.

—¿Qué es eso? —preguntó Isabel.

Su marido palideció. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, logró contestar:

—Es la carta que le escribí a aquella mujer. Es una carta terrible.

Pero, no obstante, se la tendió a Isabel.

Ésta la cogió y, sin vacilar, empezó a rasgarla.

—¿No la quieres leer? —preguntó Luis.

—No. Estoy por encima de las locuras de un momento. Para mí vale mucho más nuestro pasado y lo que hiciste por mí cuando creíste que estaba en peligro.

Mientras hablaba, Isabel dejada caer en la chimenea los fragmentos de la carta.

—Examina esos papeles —dijo luego—. Deben de ser interesantes.

Borraleda deshizo el lazo y al alisar los documentos y empezar a leerlos, lanzó un grito:

—¡Es mi discurso! —exclamó.

—¿Qué discurso?

—El que pronuncié anoche. Es el original…

Volvió velozmente las páginas hasta llegar a la última. Entonces leyó en voz alta:

Espero que le habrá gustado el discurso que me tomé la libertad de pronunciar en su nombre. Me costó un poco imitar su voz; pero, según creo, nadie se dio cuenta de la sustitución. El imitar su aspecto me costó menos, aunque sudé tanto que al terminar empezaba a derretirse el maquillaje. Le ruego me perdone por el viaje tan precipitado que le obligué a hacer. Le devuelvo el dinero del rescate, del cual he descontado doce mil dólares por gastos de alquiler de la casa de Dos Ríos y por otras pequeñeces sin importancia. A cambio, le devuelvo la carta que faltaba en su colección. Aprovecho esta oportunidad para saludarle y felicitarle por su triunfo.

EL COYOTE

—Entonces… ¿fue él quien habló? —preguntó Isabel.

—Sí —tartamudeó Luis—. Ese hombre es el mismo demonio. En realidad debiera ser el gobernador de California. Le indultaré…

—Lee la posdata —interrumpió Isabel. Se ve que lo ha previsto.

Borraleda tomó de nuevo el papel y lo leyó:

Si ha pensado en indultarme, no lo haga. Ayer rechacé también el indulto que me prometió el señor Dun.

—¿Por qué no querrá que le indulten y vivir tranquilo? —preguntó Borraleda.

Isabel encogióse de hombros.

—No sé. Cualquiera sabe las reacciones de ese hombre. Debe de odiar la tranquilidad. Por cierto que esto me recuerda a un amigo tuyo que es la contrafigura del
Coyote
.

—¿A quién?

—A don César de Echagüe. Ha enviado un telegrama felicitándote por tu éxito y prometiendo que vendrá a hacernos una visita. Casi me alegro de que venga. Cuando se marchó, hace más de un mes, yo me sentía muy desgraciada y le dije unas cosas que ahora me alegraré de poder retirar.

—¿Le hablaste mal de mí? —preguntó Borraleda.

—Un poco. Estaba tan apiadada de mí misma que no pude resistir la tentación de explicarle algunas de mis penas. Ahora será agradable contarle mis alegrías.

—Es curioso que haya salido a relucir don César en esos momentos. ¿No sabes que por dos veces le han confundido con
El Coyote
?

—¡Qué barbaridad! Don César se parece tanto al
Coyote
como una marmota a un león. Antes sospecharía que
El Coyote
eres tú.

—Por lo menos
El Coyote
ha pasado por Luis Borraleda. Claro que no es lo mismo.

Sentándose en un sillón y echando hacia atrás la cabeza. Borraleda murmuró:

—¡Don César de Echagüe! ¡Ése sí que es un hombre feliz! Vive tranquilamente, sin apuros ni preocupaciones…

—Se necesita estar loco para confundirle con un ser tan activo como
El Coyote
. ¿Le dirás lo que ha ocurrido?

Luis Borraleda movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—. Eso ha de quedar secreto entre tú, yo y
El Coyote
. Ni don César ni nadie ha de saber nada.

—Haces bien. Sospecho que el señor De Echagüe no debe de ser muy reservado. Me hace el efecto de que no sabe guardar un secreto y es amigo de llevar chismes.

—Claro —dijo Luis—. Hace tanta vida de sociedad que no le queda otro remedio que comadrear un poco. Además, eso es propio de Los Ángeles.

—Sin embargo, conmigo don César se portó bien y fue muy comprensivo. Va a ser difícil callarse —suspiró Isabel—. ¡Es todo tan maravilloso…! Pero lo más maravilloso ha sido el volver a encontrar nuestra felicidad.

—Eso es lo que más le agradezco al
Coyote
—dijo Borraleda.

—¿Más que el cargo de gobernador?

—Mucho más, porque ya estaba dispuesto a cambiar ese cargo por tu cariño y tu perdón —replicó Luis, inclinándose hacia los labios de Isabel.

Capítulo X: En el jardín de Capistrano

Cuando
El Coyote
detuvo su caballo junto a las arcadas de la misión de San Juan de Capistrano sintióse invadido de nuevo por la infinita paz que reinaba en aquel sagrado recinto que sesenta años antes aún había estado lleno de la alegría de los indios que allí encontraban sustento y trabajo. Un franciscano de remendado hábito acudió a tenerle el caballo.

—Fray Jacinto está en el jardín —explicó.

El Coyote
se quitó el sombrero y entró en la misión. Cruzó los frescos corredores y salió al florido jardín. Fray Jacinto, como adivinando su llegaba, iba ya hacia él. Después de besar el crucifijo del franciscano,
El Coyote
incorporóse y preguntó:

—¿Está aquí?

—No —respondió fray Jacinto—. Se marchó ayer por la mañana.

—¿Irina?

—Nos dijo que se llamaba Odile.

—Ése es su verdadero nombre. Le dije que me aguardara.

—No se atrevió a hacerlo.

—¿Por qué, hermano?

—Me dijo que si se quedaba hasta que tú llegases sufriría mucho.

—¿Sufrir mucho?

—Sí. Ella te ama. Y si tú la hubieras dejado marchar sin hacer nada por retenerla, su dolor hubiera sido muy grande. En cambio, marchándose por su propia voluntad, siempre podrá alimentar la esperanza de que tal vez tú la hubieses retenido.

—Es muy hermosa. ¿Hacia dónde fue?

—Ya debe de haber cruzado la frontera mejicana. Llevaba un buen guía. ¿Jugaste con su corazón?

—Involuntariamente.

—Ha sido un bien que se haya marchado.

—Tal vez; pero yo me siento culpable. No me porté bien con ella.

—¿Y Guadalupe? —preguntó fray Jacinto.

—No sé… no sé. Hay momentos en que pienso en ella como la única mujer con quien yo podría rehacer mi vida. En cambio, en otros momentos echo de menos algo…

—¿Qué posee Odile Garson? —preguntó el fraile.

—Sí. Es algo más que hermosa, fray Jacinto. Es inteligente y… y me ama.

—Ella sólo ama al
Coyote
. No lo olvides.

—Yo soy
El Coyote
.

—Pero también eres don César de Echagüe. Y Guadalupe os ama a los dos.

—Es cierto; pero… ¿qué más le dijo Irina?

—Dijo que siempre pensará en ti…, en
El Coyote
, y que no sabe si tendrá valor para vivir lejos. Dijo también que deseaba volver pronto, antes de que los años marchiten su belleza.

—A veces creo que
El Coyote
debiera morir.

El fraile asintió.

—Yo también lo creo.

—Pero no puedo hacerlo. Siendo sólo don César de Echagüe, acabaría muriéndome de aburrimiento.

—Quien ama el peligro perecerá en él, hijo mío.

—Si perezco por una causa noble, no me quejaré.

—Debes pensar en tu hijo. Tienes que enviarlo a España, a que estudie como estudiaste tú, como estudiaron tus abuelos.

—Mi hijo es californiano. No necesita ir a España.

—Es que allí aprenderá a amar más a su tierra. Debes enviarlo.

—No sé. Se está construyendo ya una Universidad de California. Yo he dado dinero para ella. Mi hijo estudiará allí, y, en todo caso, mientras tanto, le enviaré un año o dos a La Habana.

—¿Y qué será entonces de Guadalupe? No estando el niño en el rancho, ella no puede seguir allí.

—Ya encontraremos una solución —replicó
El Coyote
—. ¿Cree que Odile habrá cruzado ya la frontera?

—Sí, hijo mío. Y debes olvidar a esa mujer.

—Temo que me sea muy difícil lograrlo.

—Si no lo consigues sufrirás mucho.

—En ocasiones el sufrimiento es felicidad. A veces, llorando se siente alegría.

—Ella prometió volver —dijo, como a disgusto, fray Jacinto—. Yo te lo dije.

—Sí… Y si vuelve… no la deje marchar. Avíseme en seguida.

—¿Debo avisar a don César o al
Coyote
?

—Al
Coyote
. Para ella siempre seré
El Coyote
.

—Entonces… ¿qué piensas?

—¿Por qué?

—Te pregunto qué piensas.
El Coyote
es la mentira de tu existencia. ¿Quieres seguir siendo para ella una mentira?

—Sí. Usted, hermano, renunció hace años a la vida, a, sus emociones y a sus alegrías. Esa mujer me hace sentir otra vez la ilusión de mis primeros dieciocho años. Y yo no he renunciado a la vida ni a ninguno de sus dones.

—Tienes razón. Vemos el mundo con distintos ojos; pero eres libre y no puedo criticarte. Cuando esa mujer vuelva a Capistrano, yo avisaré al
Coyote
.

Las verdosas campanas de San Juan de Capistrano iniciaron el toque del Ángelus y sus ecos llevaron hasta el otro lado de la frontera de Méjico el mensaje del
Coyote
.

Y aunque sus oídos no podían oírlo, Irina se interrumpió en el momento en que se estaba despidiendo del guía que le proporcionara fray Jacinto. Escuchó ansiosamente; porque tenía la impresión de estar oyendo una voz que pronunciaba su nombre. Al fin, gritó:

—Volvamos. Quiero volver a Capistrano.

—Pero… —El guía miró, desconcertado, a aquella hermosa y extraña mujer—. Pero si usted parecía huir de allí…

—Huía de mí misma; pero ya sé que es imposible huir. Debo volver. Él me espera.

—¿Quién? —preguntó el guía.

—Él —contestó Irina—. Él.

El Coyote

Está vacía la canana de don César de Echagüe y aúllan todos los coyotes de las praderas americanas. Amarillean, con el híspido pelo de esa especie de lobo feroz, las páginas de las ciento noventa y dos novelas que relatan las peripecias del héroe invulnerable. El padre de la valerosa criatura ha dimitido voluntariamente de la vida. Lo ha matado —a él, que mataba a varios en cada capítulo— el Winchester de la soledad o, vaya usted a saber, la tristeza de sus muchos Colt 45.

Es muy fácil y un tanto pedante despachar un fenómeno editorial como el que representaba José Mallorquí con el rótulo de «subgénero literario». La secreta o pública envidia de los minoritarios acostumbra a regatearles todo a los escritores populares, pero no siempre: sólo cuando ganan dinero en proporciones considerables. La valoración de su obra se hace inflexible, y cualquier piernas se irrita y esgrime juicios que sólo podrían tolerarse en Proust, en Rilke o en criaturas por el estilo. En la llamada república de las letras se dan unos desprecios feroces y acaparan muchos de ellos la «literatura de quiosco». Se conoce que es difícil confesar que todos hemos leído en alguna época a esos autores que nunca les preguntarán a nuestros hijos en el bachillerato, y también se conoce que no es fácil reconocer que lo que jamás hemos leído es
El paraíso perdido
.

Delatar la simulación de los ávidos lectores de solapas de libros no significa que uno postule la literatura de «evasión», los seriales, ni las novelas del Oeste ni las rosas o las verdes. Creo que el empeño es algo fundamental en la creación literaria, y estoy convencido de que el primer paso para hacer algo verdaderamente grande es proponerse una meta grande. Lo que repudio es la crueldad y el desdén con que suelen ser tratados los que triunfan económicamente escribiendo algo que los empleados de las aduanas literarias no dejan entrar en el sagrado recinto. Hasta el mismo Simenon ha sufrido mucho este regateo de los Aristarcos. Tuvo que decir André Gide que «Simenon es Balzac» para añadir al abrumador plebiscito de sus lectores la aquiescencia de la crítica. Cruza este pariente del Zorro que es
El Coyote
por la infancia de muchos que luego hemos tomado bastante en serio eso de leer clásicos. No lamento en absoluto, cuando tenía doce años, el hecho de no profundizar en la obra de Kierkegaard. En cambio, me alegró aquel tiempo un «Superman» llamado Doc Savage, y me acompañaron una serle de personajes indestructibles y bondadosos que apabullaban a los malos de un modo que jamás he visto repetido en la vida real. Aquel Pete Rice zanquilargo y sobrio, al que la estrella de «sheriff» le salvó más de una vez de un balazo dirigido al corazón desmesurado. Y La Sombra, que se reía para amedrentar a los «gangsters» en las callejas tenebrosas. ¿Qué se le va a hacer? Como no hay más que una infancia, no hay más que unos héroes infantiles. Mejores o peores, pero los nuestros: Pedrín, Roberto Alcázar y El Guerrero del Antifaz; lo que ocurre es que sus malvados enemigos eran de capirote. A esa genealogía de los modestos Amadises de nuestra niñez perteneció
El Coyote
, y lo menos que se puede es ser agradecido. Los «autores para niños» no suelen ser los que recomiendan los papas ni los cultos pedagogos, sino los que los niños eligen. Ha muerto de soledad y de tristeza un escritor muy laborioso llamado Mallorquí. Desde la muerte de su mujer no quería vivir, y ya están solos el antifaz, la cartuchera y los caballos mejores. Ha sido el final de la aventura. El hombre que ideara tantas muertes airadas ha tenido una muerte romántica. No sé si merece el laurel sereno de eso que llaman gloría Pero yo me quito unos años y llevo a la tumba de don César José de Echagüe y Mallorquí unas simbólicas, humildes flores de Méjico o de Las Ramblas.

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