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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (12 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—Creo que debe de ser más fácil escuchar la charla de unas damas estúpidas que interesarse por la política.

Don César lanzó un suspiro.

—Cuando nos encastillamos en nuestras opiniones y las consideramos las únicas ciertas y sabias, anulamos la posibilidad de remediar nuestros males.

—Luis no hace tampoco nada por complacerme.

—En tal caso obra mal; pero si su reacción se debe a que usted no hace ningún esfuerzo por comprenderle, en cierto modo está justificada. Usted no siente interés por la política. Bien. Entonces él no sentirá interés por lo que a usted pueda interesarle. Es su venganza.

—Y yo continuaré con la mía.

—Si cada uno tira de un lado, sin ceder nunca, el lazo que les une acabará rompiéndose.

—Que se rompa.

Don César movió negativamente la cabeza.

—Usted no cree ni desea eso que dice; pero no olvide que California ya no es lo que fue. Existen nuevas leyes, nuevas religiones. El lazo de su matrimonio se puede deshacer legalmente.

—¿Cree que Luis sería capaz de recurrir al divorcio?

—No lo considero imposible.

—¿Por qué?

—Porque podría surgir alguien que se interesara por la política y en quien el futuro gobernador de California hallara lo que tanto desea.

—¿Otra mujer? —preguntó, fríamente, Isabel.

—Acaso.

—¿Sabe usted algo?

—No; pero cuando se ve a un sediento, casi se puede dar por seguro que anda buscando agua.

Isabel se mordió los labios. Al cabo de un momento, replicó:

—Fui educada de una manera y hasta hoy no he comprendido que mi educación fuese equivocada.

—Fue usted educada por su padre, y los varones no son buenos educadores de mujeres, aunque ellos crean lo contrario. De haber vivido su madre, ella le hubiese explicado acerca de los hombres más de lo que podría haberle dicho su padre. Las mujeres suelen conocernos mejor que nosotros mismos.

—Don César: soy una mujer orgullosa. No me rebajaré nunca ante mi marido. ¿Cree que mi amor propio es criticable?

—Lo creo equivocado, nada más. Y ahora, con su permiso, marcharé a dar un paseo por las calles de Sacramento y a visitar a algunos amigos.

Don César abandonó la casa de Luis Borraleda y dirigióse hacia uno de los populares restaurantes que se encontraban en las inmediaciones del Capitolio. Allí se enteró de que aquella tarde se celebraría sesión y Luis Borraleda defendería una enmienda al plan presentado por el Gobierno respecto a la colonización del valle de Gloria.

Mientras los diputados se iban acomodando en sus escaños, don César observó atentamente a las personas que se estaban instalando en los asientos destinados al público. Un murmullo, seguido de un movimiento general entre los espectadores, atrajo su atención hacia la puerta situada a su espalda, por donde acababa de entrar, elegantísimamente vestida, la princesa Irina. Don César se levantó en seguida y saludó ceremoniosamente a la mujer, que, después de arquear un momento las cejas, como si no recordase al hombre que estaba ante ella, exclamó:

—¡Oh! Pero ¿es usted, don César? No le sabía en Sacramento.

—Llegué ayer. ¿Puedo ofrecerle el asiento inmediato al mío?

—Desde luego —replicó Irina, sentándose—. Precisamente quiero hacerle muchas preguntas.

La princesa se sentó junto a don César, y mientras aguardaba el comienzo de la sesión, inquirió:

—¿Qué ocurrió ayer en San Francisco? Creo que hubo disturbios y que
El Coyote
hizo acto de presencia.

—¿De veras? —Don César se encogió de hombros—. No sé nada. Si algo ocurrió, debió de ser después de haber salido yo de allí.

—¡Es cierto! Fue durante la noche. ¿No sabe que me siento muy interesada por
El Coyote
?


El Coyote
es un ser muy afortunado y muy de envidiar —sonrió César—. Por conseguir su interés, princesa, yo sería capaz de convertirme en
El Coyote
.

La risa de Irina llenó la amplia sala de debates, atrayendo hacia ella la atención de cuantos se encontraban allí.

—¡Por Dios, don César! —exclamó luego—. Usted es la persona menos indicada para hacer de
Coyote
.

—¿Debo tomarlo como una ofensa? —preguntó César de Echagüe.

—¡No, no! No es que yo le considere a usted un cobarde incapaz de tomar ninguna decisión audaz; pero me han contado algunas cosas de usted y, sobre todo, de su carácter. Usted es un escéptico.

—Por segunda vez en el mismo día oigo en labios de una mujer ese calificativo dedicado a mí.

—¿Quién opina igual que yo?

—La esposa de don Luis Borraleda —contestó César, haciendo como si buscara con la mirada al diputado que aquel día promovería el debate en la Cámara.

Tal vez por ello no vio el gesto de disgusto que por un momento hizo la princesa Irina. Sin embargo, cuando César volvióse hacia ella, Irina sonreía plácidamente y comentó:

—Me alegro de coincidir con una dama tan importante.

—En cambio, yo lamento que dos damas inteligentes y hermosas coincidan en considerarme un escéptico.

—¿Por qué ha de lamentarlo? Al fin y al cabo es un título que le eleva por encima de la vulgaridad. Pocos son los afortunados que poseen una visión tan exacta de las cosas. Los escépticos son casi los únicos que tienen esa suerte.


El Coyote
no es un escéptico, ¿verdad? —preguntó César.

Con perceptible apasionamiento, Irina replicó:

—No. Él es un hombre que no se preocupa de la bajeza o grandeza de los demás. Se ha trazado un plan de acción y lo sigue sin vacilar.

—¿Cómo lo sabe?

—Ya le he dicho que me he informado acerca del
Coyote
.

—No me lo ha dicho —protestó César.

—Bueno; tal vez no; pero es así. Me ha interesado
El Coyote
y he averiguado muchas cosas… Pero creo que debemos dejar para luego la continuación de esta charla. Va a empezar el debate. ¿Es importante la enmienda del señor Borraleda?

El señor Echagüe aseguró, gravemente:

—Mucho. Casi se puede decir que es vital.

—¿Por qué?

—Porque el plan elaborado por el Gobierno del Estado de California es perfecto.

—¿Y con la enmienda lo será más?

—Probablemente la enmienda lo estropeará un poco.

—Entonces, ¿cómo puede ser vital la enmienda?

—Por eso, porque para nuestro interés lo estropeará.

—Entonces, ¿cree usted que no será aprobada?

—Al contrario, la aprobarán. Un plan perfecto llevado a la práctica perfectamente, es algo nunca visto. Mi amigo, el señor Borraleda, introducirá en el plan algunos defectos, y así será aprobado. Luego, cuando él llegue a gobernador, pedirá la revisión del plan, corregirá el defecto o defectos introducidos por él mismo, y entonces tendrá la gloria de haber perfeccionado un plan incompleto salido de las manos del Gobierno anterior al suyo.

—Eso no es del todo verdad —sonrió Irina.

—Al contrario. Es mucho más verdad de lo que usted imagina; sólo que yo lo presento un poco irónicamente. Se hablará mucho, se tergiversarán conceptos, se cambiará la letra del plan, y, a última hora, se enredarán tanto las cosas, que ya nadie sabrá lo que deseaba hacer el Gobierno. Además, intervendrán otros diputados que en vez de arreglarlo complicarán aún más el proyecto y, al fin, éste será una vaga sombra de lo que fue.

—Silencio; va a hablar el señor Borraleda —dijo Irina.

—Veo que se interesa usted mucho por nuestra política —sonrió César, entornando los ojos y aspirando el perfume de Irina—. Como seguramente no se va a preocupar lo más mínimo de mi persona, si al terminar el debate me encuentra dormido, no se extrañe ni se ofenda.

Pero Irina no le escuchaba. Había sacado de su monedero una libreta con tapas de cuero repujado y un lapicero de plata. De cuando en cuanto anotaba algo en la libreta. Casi siempre eran frases que provocaban aplausos entre los diputados del partido de Borraleda.

Don César, al cabo de un rato, apoyó la frente en una mano y pareció sumirse en hondas cavilaciones relativas al curso del debate; pero los que se hallaban cerca de él tenían la convicción de que César de Echagüe estaba profundamente dormido.

Capítulo II: En casa de la princesa

Víctor Kennedy se detuvo frente a la joven. Ésta se hallaba sentada en un gran sofá y observaba irónicamente a Kennedy. Estaban en el salón de la casa de Irina y por las abiertas ventanas entraba el suave aire nocturno perfumado de madreselva. La pequeña terraza que quedaba más allá de las ventanas aparecía llena de plantas en flor.

—¿Cómo va el asunto con Borraleda? —preguntó, al fin, Kennedy.

—Bien. Hoy le he escuchado en la Cámara. Habla muy bien.

—No pierda el tiempo en eso y consiga algo más importante —aconsejó Kennedy.

—¿De veras cree que halagar la vanidad de un hombre escuchando sus discursos es perder el tiempo? —preguntó, burlonamente, Irina.

—Si sólo hace eso, claro que perderemos el tiempo. Necesitamos pruebas comprometedoras.

—Ya empiezo a tenerlas.

—¿Dónde están? —Preguntó Kennedy—. ¿Ha recibido cartas?

—A su primera pregunta debo contestar que las pruebas están en sitio seguro. Y en cuanto a la segunda, prefiero no contestar. Eso es, también, lo más seguro.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que he dicho; que si yo me reservo mis triunfos y evito que mis adversarios los vean, tengo más probabilidades de ganar.

—Yo no soy su adversario —aseguró Kennedy.

—Ese punto es muy discutible. Hace algún tiempo alguien me previno contra usted.

El rostro de Kennedy se había ensombrecido.

—¿Quién? —preguntó.

—Un buen amigo mío.

—Creí que no tenía amigos en California, señorita Garson.

Irina entornó los ojos y echó hacia atrás la cabeza.

—No me llame Odile Garson. Si se acostumbra a hacerlo, algún día lo hará en público y estropeará todo su plan. Y en cuanto a lo de mi amigo… Sí, tengo un amigo en California. Aunque algunos quizá le considerasen un enemigo.

—¿Quién es?

—¡Por Dios, señor Kennedy, no quiera descubrir mis secretos!

—Déjese de bromas. ¿Qué ha averiguado acerca de Borraleda? ¿Qué pruebas tiene?

—Cuando las tenga todas se las daré a cambio del dinero que me prometió. Hasta entonces prefiero conservarlas. Además… sospecho que usted ha hecho algo como para salir del paso sin necesidad de pagar mis servicios.

—¿Quién le ha dicho esas tonterías?

—Nadie; pero he captado algunos rumores. Y ahora, señor Kennedy, tenga la bondad de marcharse; espero una visita del señor Borraleda.

—¿Le invitó a cenar?

—Sólo a beber una copa de Jerez, y, si mis oídos no me engañan, en estos momentos don Luis está llegando. Creo que será mejor que salga usted por la puerta de servicio. Me resultaría embarazoso explicar su presencia en mi casa.

—Bien… pero en cuanto tenga cartas comprometedoras, démelas. No podemos perder tiempo… Y si piensa en hacernos traición… rectifique. Quien me traiciona no vive lo suficiente para enorgullecerse de su acto.

—Váyase, el señor Borraleda está entrando en casa.

Kennedy dirigióse a la puerta del salón y en lugar de ir hacia la escalera principal marchó hacia la puertecita que comunicaba con la escalera de servicio. Unos minutos después era anunciada a Irina la visita de don Luis Borraleda.

Éste entró en el salón y fue a besar la mano que le tendía la princesa.

—Estuvo usted magnífico, señor Borraleda —dijo Irina—. ¡Magnífico! ¿Cómo puede decir esas cosas tan interesantes?

Borraleda sentóse frente a la joven y sonrió, como queriendo quitar importancia a lo que decía la dueña de la casa.

—No creo que mis palabras le hayan podido interesar mucho, princesa —dijo.

—Pues se equivoca: me interesaron profundamente. Incluso algunas de las frases las recuerdo de memoria. Por ejemplo, aquella que decía: «Porque de nosotros depende que las futuras generaciones de californianos nos levanten monumentos o nos entierren en el olvido». Es una frase hermosísima. Y muy oportuna.

Por el cerebro de Borraleda cruzó un veloz pensamiento. Fue tan fugaz su paso, que sólo advirtió los efectos del mismo. En su mente quedó vibrando esta idea. «Isabel nunca ha asistido a ninguna de mis actuaciones, ni se ha interesado jamás por la política». Mas como en aquellos momentos no deseaba pensar en Isabel, esforzóse en olvidar lo que pensaba. Pero no lo olvidó del todo.

—Es usted muy inteligente —declaró Luis—. Es raro encontrar en nuestro medio social una mujer inteligente.

—Muchas gracias, señor Borraleda. Creo que eso ya me lo ha dicho en una de sus cartas.

—Y lo repetiré siempre —replicó Borraleda. Súbitamente se había puesto grave y continuó—. La vida juega con nosotros: Nos niega la felicidad mientras la buscamos y, cuando ya nos hemos resignado y aceptamos lo que nos parece lo mejor a falta de la felicidad, de nuevo se burla de nosotros enseñándonos, materializado al fin, aquel ideal que tan en vano perseguimos.

—Es una historia muy vieja —replicó Irina—. Se busca durante años y más años la dicha, el ideal supremo, y al fin uno se desengaña, cree que no puede existir semejante ideal y renuncia a la busca; y cuando es demasiado tarde, vemos el ideal que en vano anduvimos persiguiendo. Y lo vemos al alcance de la mano, dándonos cuenta de que si no hubiéramos desfallecido, nos habría bastado un paso más para alcanzarlo. Pero también es cierto que a veces no se desfallece y se persigue en vano, durante toda una existencia, la felicidad.

—Yo la hubiese perseguido en vano durante muchísimos años —replicó Borraleda—; pero ahora la habría encontrado ya. Y «ahora» es quizá demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde —sonrió Irina—. Siempre nos queda un camino para huir de nuestra desgracia. Lo único que se necesita es valor.

—Sí, sólo se necesita valor; pero un valor muy grande.

—No mayor que la felicidad ambicionada —sonrió Irina—. Cuando se desea algo muy importante, el esfuerzo que se realiza para conseguirlo resulta, en comparación, muy pequeño. Y ahora le voy a dar a probar el jerez de que le hablé en mi carta. Dicen que es el mejor de los mejores.

Irina se puso en pie y acercóse a una mesita donde, sobre una bandeja, se veía una negra botella y varios vasitos de cristal. Con un sacacorchos de plata destapó la botella. Al momento se extendió por toda la estancia un aroma seco y penetrante, propio de los vinos jerezanos.

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