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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (15 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—No; no soy mensajero de su marido. Actúo sin que él lo sepa. En estos momentos Luis Borraleda vaga por las calles sin rumbo cierto, maldiciéndose por su tontería; pero si usted conoce a su esposo, sabrá que tiene un grave defecto.

—¿Cuál?

—El de la testarudez. Cree que después de lo ocurrido ya no se puede presentar aquí. Insiste en convencerse de que debe pagar su culpa. Piensa que usted puede suponer que si vuelve a sus pies es porque otros pies le han rechazado. Y está dispuesto a martirizarse, a cargar con el castigo de su delito; castigo que se ha impuesto él mismo.

—¿Cómo puede pensar eso?

—No lo sé; pero lo piensa.

—No puedo admitir que después de su actitud de hoy me siga amando.

—Puede que en estos momentos Luis no piense nada. Debe de estar demasiado ocupado consigo mismo para pensar en usted; pero, en realidad, nunca ha dejado de quererla.

—¿Y si yo fuese en su busca y le pidiera que lo olvidásemos todo como se olvida un mal sueño? —preguntó Isabel.

—La rechazaría. Le diría que es usted demasiado buena para él; que no la merece, y… huiría de su lado. Pertenece a ese tipo de hombres que cuando han cometido una falta no rehúyen el castigo, y, por el contrario, encuentran en él, por muy doloroso que sea, un alivio para su atormentado espíritu. Así, cuando han sufrido mucho, piensan que ya están algo perdonados. Al fin y al cabo es la base fundamental del Purgatorio. Sufrir mucho para librarnos de nuestras culpas.

—¿Cómo conoce tan bien a Luis?

—Porque soy hombre como él y también tengo mis debilidades.

—Me ha dicho que debíamos separarnos —murmuró Isabel, como hablando con ella misma—. Que debíamos recurrir al divorcio. Que amaba a otra mujer y que no podía vivir a mi lado con ese secreto en el alma. Me dijo que si se anunciaba nuestra separación él perdería todas sus probabilidades de obtener el cargo de gobernador de California; pero estaba dispuesto a dejarme en libertad de proclamarlo y a sufrir el castigo de perder las elecciones, con tal de expiar un poco su falta. Yo le dije que callaría hasta después de las elecciones y… y que me alegraba de separarme de él.

—¿Por qué le dijo eso?

—Para salvar un poco mi orgullo.

—Es natural. Ahora lo que se debe hacer es hallar el medio de que Borraleda expíe su falta, se sepa libre de ella y pueda volver a usted.

—¿Cómo lograrlo… si es que es posible?

—Obligándole a luchar, a vencerse a sí mismo. Cuando lo haya conseguido será nuevamente dueño de su orgullo y podrá mirarla frente a frente.

—¿Y cómo se conseguirá?

—No se preocupe. Lo importante es que se consiga.

El Coyote
se acercó a su mesa. Luego, volviéndose hacia la mujer, que le miraba llena de asombro y desconcierto, dijo:

—Le ruego que confié en mí. Sólo deseo favorecerla.

—Pero… ¿es usted un caballero o un bandido?

—Una mezcla de ambas cosas. En este caso, aparte de querer ayudarla a usted, me interesa lograr que Luis Borraleda llegue a ser gobernador de California. Creo que él es el hombre que necesitamos para bien de todos.

Isabel permaneció durante unos momentos mirando a aquel extraño ser. Después dijo lentamente:

—Bien: no sé si obro con sentido común, pero estoy dispuesta a confiar en usted y a hacer lo que me indique.

Capítulo V: Las tribulaciones de Borraleda

Luis había abandonado su casa sin poderse librar de la penosa impresión que le había producido su conversación con Isabel. Repasando dicha conversación volvían a su memoria fragmentos de la misma. Sobre todo, recordaba la turbación y la inquietud que le habían dominado en todo momento. Isabel no podía dejar de haber advertido su estado de ánimo. Sin embargo, ella permaneció serena, fría, como si lo que él le estaba diciendo no le afectase lo más mínimo. Incluso había llegado a asegurar que se alegraba de la separación. Esto tal vez fuese mentira; pero lo que sí era verdad es que Isabel no se alteró lo más mínimo mientras él le confesaba sus propósitos. Le escuchó como si nada le importase, como si la noticia que debiera haberla sumido en llanto hubiese sido esperada anhelantemente.

Haciendo un esfuerzo, Luis alejó de su pensamiento lo referente a Isabel y comenzó a pensar en Irina. En algunos momentos se había insultado a sí mismo por aquella pasión; pero en realidad nada podía contra ella. Se le estaba introduciendo en el alma, le dominaba hasta hacerle olvidar lo que él mismo se decía que no debía ser olvidado.

Primero había sido una correspondencia casi trivial que, insensiblemente, se fue haciendo más y más íntima. A las palabras de admiración de la princesa hacia el político había replicado él con cortesías que fueron interpretadas como declaraciones de amor. Y cuando la correspondencia llegó a aquel punto, Borraleda ya no pudo resistir más. En su última carta a Irina Petrovna le había confesado su amor, su decisión de abandonarlo todo por ella. Era lo bastante rico para seguirla hasta donde fuese. Ni él amaba a su mujer, ni su mujer a él. No le importaba la política, ni el cargo de gobernador. Bastaba que ella dijese una palabra, para que él llegara a ser su esclavo.

La respuesta de Irina Petrovna fue clarísima. La había visto aquella tarde en el Capitolio. Irina le había tendido la mano y al estrechársela notó que Irina le entregaba una llave. Un momento después desdobló el papel que envolvía la llave y leyó en él:

Esta noche, a las ocho y media. Esta llave abre la puerta que da a la parte trasera del jardín y conduce a mis habitaciones. Sé reservado y prudente, amor mío.

Ahora la llave estaba en su bolsillo y él se dirigía hacia la casa de aquella mujer excepcional, acaso la única que había sabido comprenderle.

Avanzaba por las desiertas y oscuras calles de aquella parte de la ciudad, tan distinta de la más céntrica y animada. Había pensado en ir en coche; pero desistió de ello para evitar que el cochero supiese adonde le llevaba y, también, porque era pronto y deseaba que el fresco aire nocturno aclarase un poco sus ideas.

Había llegado ya a la vista de la hermosa casa de Irina, y se dirigió hacia la calle lateral a la que daba el jardín. Saltó la pequeña valla de madera y una vez dentro del jardín buscó la puertecita a que se refería Irina en su carta. La encontró, medio oculta por la enredadera que trepaba por el muro, y metiendo la llave en la cerradura la hizo girar. El bien engrasado mecanismo no emitió ningún ruido, ni tampoco lo emitieron los goznes al abrirse la puerta. Luis Borraleda encontróse en un reducido vestíbulo principal, al que daba la escalera de servicio. Subió tres escalones y al final de un largo tramo pasó junto a una puerta que comunicaba con el salón de la planta baja. Siguió adelante y empezó a subir la escalera de servicio, apoyándose fuertemente en la barandilla de hierro. Avanzaba entre tinieblas, procurando no hacer el menor ruido. Así llegó, por fin, al primer piso. Entreabrió la puerta que comunicaba con el pasillo que conducía al salón y a las habitaciones de Irina; pero apenas lo había hecho se detuvo como clavado en el suelo. Hasta él llegaban unas voces. Una de ellas era la de Irina. La otra, la de Víctor Kennedy.

Por un momento, Borraleda pensó en retirarse; pero la irritación de Kennedy le obligó a permanecer allí, escuchando ansiosamente.

—Antes de pagarlas quiero leer esas cartas —decía Kennedy.

—Ya le digo que son lo bastante comprometedoras para que me dé usted los cien mil dólares prometidos, señor Kennedy —replicó Irina—. Son unas cartas tan perfectas que la nave de Luis Borraleda se hundirá para siempre. No creo que pueda volver a navegar por los mares de la política.

Luis Borraleda sintió un vivo helor en la espalda. ¿Era posible que fuese cierto lo que estaba oyendo?

—Deme las cartas y en cuanto las haya leído… —empezó Kennedy.

—No. Deme el dinero y yo le entregaré las cartas.

—¿Y si se trata de cartas sin importancia, señorita Garson?

Un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Borraleda. ¿Qué significaba aquel nombre?

—¿Y si una vez tiene usted las cartas en su poder se olvida de pagarlas, señor Kennedy?

—Le entregaré los cheques firmados por usted. Es una garantía…

Irina soltó una viva carcajada.

—¿Quiere usted pagar mis servicios con unos cheques que ya han sido utilizados? —preguntó—. No, por Dios. Déjese de tonterías. Deme los cien mil dólares que me prometió a cambio de unas cartas que comprometiesen a Borraleda y le hicieran perder las elecciones. Eso fue lo convenido. Yo cumplí mi parte del trabajo. Ahora le toca a usted cumplir el resto.

—Puede tratarse de cartas sin valor…

—Debe usted correr ese albur.

—¿Y si no quiero correrlo? —preguntó Kennedy.

—Entonces guardaré las cartas y usted no podrá hundir al señor Borraleda. ¿Lo prefiere así? O tal vez decida yo acudir al señor Borraleda a ofrecerle por ciento cincuenta mil dólares las cartas que cometió la estupidez de escribir.

—No se atreverá a hacer eso.

—¿Por qué no? Él puede resultarme tan ventajoso o más que usted. Estoy segura de que pagaría ese dinero sin chistar.

—¿Sería capaz de ofrecer esas cartas al hombre que las ha escrito? —preguntó, incrédulamente, Kennedy.

—Claro que soy capaz. Y como él sabe lo que ha escrito, no me haría perder el tiempo con peticiones de lectura anticipada.

—Está bien. Usted gana, Odile Garson. Le daré los cien mil dólares…

—Y los cheques que puedan comprometerme —dijo Irina—. No olvide que los necesito. Son la única prueba de la trampa que me tendió, y no quiero que luego los utilice contra mí.

—Está bien, le daré también los cheques; pero si me engaña… ¡Ay de usted! América entera resultaría pequeña para ocultarla a mi venganza.

—Eso estaría muy bien en uno de esos melodramas a que los norteamericanos son tan aficionados; pero aquí resulta ridículo.

Luis Borraleda no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué la llamaba Kennedy Odile Garson en vez de Irina Petrovna…? Claro. Era una aventurera en cuyas manos había él caído. ¿Y aquellas cartas? La última, sobre todo, era terrible. Si llegaba a publicarse en los periódicos… su carrera habría terminado para siempre. Sin embargo, no cabía dudarlo: Irina se había burlado de él, le había hecho escribir cartas amorosas para vender luego dichas cartas a sus enemigos políticos. ¿Cómo podía existir tanta bajeza?

Borraleda iba ya a cerrar la puerta para salir de aquella casa, cuando una súbita idea le impelió a hacer todo lo contrario. Aunque no era aficionado a llevar armas de fuego, la más elemental prudencia le obligaba a ir siempre provisto de un revólver. Aquella noche también lo llevaba y, sacándolo del bolsillo, lo empuñó fuertemente y avanzó hacia el salón, donde sonaban las voces de Irina y Kennedy.

Éste había sacado ya un fajo de billetes y otro formado por los cheques de Irina; se los estaba tendiendo a la joven cuando un ruido que sonó en la puerta le hizo volverse y palidecer intensamente al ver ante él, empuñando un revólver y con el rostro lívido como el de un muerto, a Luis Borraleda.

—¡Oh! —Exclamó Irina—. ¿Qué hace usted aquí?

—He venido a buscar eso —replicó Borraleda, señalando con la mano izquierda el puñado de cartas que Irina tenía en la mano—. Son mías, ¿no es cierto?

—Claro… pero…

—No se mueva, Kennedy —dijo Borraleda, apuntando a Víctor—. Le juro que no me importaría matarle. No me importaría lo más mínimo, porque libraría al mundo de un canalla.

—No me moveré —replicó Kennedy—. Además, voy desarmado. Si me mata cometerá un asesinato.

—Estese quieto y no le ocurrirá nada. —Volviéndose luego hacia Irina, Borraleda continuó—: ¿Cómo ha podido usted prestarse a esto? ¿Por qué motivo lo ha hecho?

—Hay que vivir, señor Borraleda —sonrió Irina—. Usted no conoce las dificultades de la vida cuando no se dispone de una fortuna heredada de los abuelos. Una mujer sola tiene aún más dificultades que un hombre.

—Devuélvame las cartas…

—Con mucho gusto; pero antes haga que el señor Kennedy me entregue el dinero. Si no lo hace ahora, luego no querrá dármelo y… le aseguro que lo necesito para marcharme de aquí…

—¡Es usted odiosa! —Escupió Borraleda—. Lamento no haber traído un poco de oro para tirárselo a puñados a la cara. Kennedy, entréguele ese dinero.

—Como usted quiera —replicó, burlón, Kennedy—. Ya arreglaremos luego las cuentas. Tenga, señorita Garson, sus cien mil dólares y sus cheques. Casi estoy creyendo que todo ha sido una farsa preparada por usted y por el señor…

Luis Borraleda quiso lanzarse contra Víctor Kennedy; pero en aquel momento sintió un fortísimo golpe contra su cabeza, miles de lucecillas se encendieron y apagaron ante sus ojos, la mano que empuñaba el revólver aflojó su presión y el arma cayó al suelo. Las rodillas de Borraleda se doblaron y el político se desplomó de bruces, aunque sin perder totalmente el sentido.

—Buen trabajo —dijo Kennedy, dirigiéndose al mayordomo de Irina, que se encontraba de pie en la puerta del salón, empuñando el revólver con cuyo cañón había golpeado a Borraleda.

—Le vi entrar aquí —explicó el hombre—. Como empuñaba un revólver, supuse que no venía con buenas intenciones y subí a impedirle que las pusiera en práctica.

—Gracias —dijo secamente Irina—. Puede retirarse, Julio.

Pero el mayordomo no se movió.

—¿Qué espera? —preguntó, impaciente, Irina.

—Espera que yo se lo ordene —dijo Kennedy, acariciando los billetes y los cheques que aún sostenía.

—¿Qué tiene usted que ver con esto? —preguntó Irina.

—Nada más que yo soy quien paga el sueldo a su mayordomo, señorita Garson, y que, por lo tanto, es lógico que esté más a mi servicio que al suyo.

Irina empezó a comprender.

—¿Le tenía aquí para que me espiase? —preguntó.

—No —replicó Kennedy—. Sólo para que me entregara el dinero que yo pensaba pagarle por sus cartas, princesa.

—No entiendo…

—Es muy fácil de entender. Primero yo le hubiese dado los cien mil dólares a cambio de las cartas del estúpido señor Borraleda; luego me hubiese marchado y cuando usted se hubiera puesto a examinar su fortuna, hubiese entrado Julio y le habría quitado el dinero para devolvérmelo a mí.

—Ese hombre se está moviendo —dijo Julio, señalando a Borraleda, que empezaba a incorporarse.

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