Olympos (66 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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—¿Qué es lo que son? —preguntó Mahnmut—. ¿Algún tipo de servidores? ¿Robots?

—No lo sabemos —dijo Asteague/Che—. Pero esas criaturas están matando a los humanos antiguos en sus pequeñas comunidades repartidas por toda la Tierra.

—Eso es terrible, pero ¿qué tiene que ver con cancelar nuestra misión?

—preguntó Mahnmut.

—Comprendo —dijo Orphu de Io—. El tema es cómo llegar a la superficie para ver lo que está sucediendo. Y la pregunta es: ¿por qué no dispararon los leucocitos láser al sonie, para empezar? Era lo bastante grande para poder haber sobrevivido a la reentrada y suponer una amenaza para los que estaban en tierra. ¿Por qué no le dispararon?

Mahnmut pensó durante varios segundos.

—Había humanos a bordo —dijo por fin.

—O posthumanos —reconoció Asteague/Che—. La resolución no es lo bastante buena para aclararlo.

—Los leucocitos permiten que una nave con vida humana o posthumana a bordo entre en la atmósfera —dijo Mahnmut lentamente—. Sabéis esto desde hace más de ocho meses. Por eso me hicisteis secuestrar a Odiseo para esta misión.

—Sí —contestó Suma IV—. El humano iba a bajar a la Tierra con nosotros. Su ADN humano iba a ser nuestro salvoconducto.

—Pero ahora la voz de la otra isla orbital exige que le entreguemos a Odiseo —dijo Orphu con un profundo rumor que podría haber significado humor o indigestión.

—Sí —dijo Asteague/Che—. No tenemos ni idea de si nuestra nave lanzadera y vuestro sumergible tendrán acceso a la atmósfera terrestre si no hay ninguna vida humana a bordo.

—Siempre podemos ignorar la invitación de la ciudad-asteroide del anillo polar —dijo Mahnmut—. Llevar a Odiseo a la Tierra con nosotros, tal vez enviarlo de vuelta en la nave lanzadera... —Pensó unos segundos más—. No, eso no saldrá bien. Cabe la posibilidad de que la ciudad-asteroide nos dispare si la
Reina Mab
no se presenta a la cita.

—Sí, parece una posibilidad real —dijo Asteague/Che—. Es imperativo llevar a Odiseo a la ciudad orbital y las imágenes de una masacre de humanos en la Tierra por parte de criaturas no humanas son un factor añadido ya que planeamos vuestra incursión.

—Lástima que el doctor Hockenberry se marchara —dijo Mahnmut—

. Su ADN puede que haya sido reconstruido por los dioses del Olimpo o por quien sea, pero probablemente nos habría permitido pasar entre los leucocitos orbitales.

—Tenemos poco menos de once horas para decidir —dijo Asteague/Che—. En ese punto, entraremos en contacto con la ciudad orbital del anillo polar y será demasiado tarde para desplegar la nave lanzadera y el sumergible. Sugiero que volvamos a reunirnos aquí dentro de dos horas y tomemos una decisión definitiva.

Mientras los dos volvían al ascensor de carga, Orphu de Io colocó uno de sus grandes manipuladores en el hombro de Mahnmut.

Bueno, Stanley
, envió el ioniano,
nos has metido en otro buen lío.

46

Harman experimentó en tiempo real el ataque a Ardis Hall.

La experiencia del paño turín (ver, oír, observar desde de los ojos de otra persona invisible) siempre había sido una diversión dramática pero irrelevante. Aquella vez resultó un infierno en vida. En vez de la absurda y aparentemente ficticia Guerra de Troya, se trataba de un ataque a Ardis que Harman sentía (sabía) real, y que sucedía o bien de modo simultáneo a su visión o había sido grabado muy recientemente.

Harman permaneció bajo el paño, ajeno al mundo real, durante más de seis horas. Contempló a partir del momento en que los voynix atacaban poco después de medianoche hasta justo antes del amanecer, cuando Ardis ardía y el sonie huía al norte después de que su amada Ada, herida, sangrando e inconsciente, fuera arrastrada a bordo como un saco de sebo.

Harman se sorprendió al ver a Petyr allí en Ardis con el sonie (¿dónde estaban Hannah y Odiseo?), y gritó de dolor cuando vio cómo Petyr era alcanzado por una roca lanzada por los voynix y caía a la muerte. Tantos de sus amigos de Ardis muertos o moribundos: el joven Peaen caído; la hermosa Emma con el brazo arrancado de cuajo por un voynix y luego ardiendo hasta la muerte en una zanja con Reman; Salas muerta; Laman abatido. Las armas que Petyr había llevado desde la Puerta Dorada de Machu Picchu no habían conseguido frenar la marea de voynix descontrolados.

Harman gimió bajo el paño turín rojo sangre.

Seis horas después desactivó los microcircuitos bordados, las imágenes terminaron y Harman se levantó y apartó el paño.

El magus se había marchado. Harman entró en el pequeño cuarto de baño, usó el extraño inodoro, tiró del mango de porcelana que colgaba de la cadena de bronce, se echó agua en la cara y luego bebió copiosamente, engullendo a puñados el agua del grifo. Salió y buscó por toda la estructura de dos pisos del coche-cabina.

—¡Próspero! ¡PRÓSPERO!

Su grito resonó en la estructura de metal.

En el segundo piso, Harman abrió las puertas del balcón y salió al exterior. Saltó a los peldaños, indiferente a la larga caída que tenía debajo y subió rápidamente al techo de la cabina en movimiento, que ahora ascendía.

El aire era helado. Había pasado la noche bajo el paño turín y un sol frío y dorado asomaba apenas a su derecha. Los cables se extendían al norte y se elevaban. Harman permaneció en el borde del techo y miró hacia abajo, advirtiendo que tanto la cabina como la
eiffelbahn
debían haber estado escalando durante horas. Habían dejado atrás durante la noche la jungla y las llanuras y habían ascendido primero a los pies de las colinas y luego a las montañas.

—¡¡¡Próspero!!!!

El grito de Harman resonó en las rocas a docenas de metros por debajo.

Permaneció en lo alto de la cabina hasta que el sol estuvo a dos palmos sobre el horizonte, pero con el amanecer no llegó ningún calor. Harman advirtió que se estaba helando. La
eiffelbahn
lo llevaba a una región de hielo, roca y cielo: todas las cosas verdes que crecían habían quedado atrás. Miró por encima del borde y vio un enorme río de hielo (conocía la palabra por sus siglecturas: «glaciar») extendiéndose como una serpiente blanca entre la roca y los picos helados, con la luz del sol centelleando sobre él, la gran masa blanca salpicada de negras fisuras y horadada por rocas y peñascos que llevaba pendiente abajo.

Caía hielo de los cables que tenía encima. Las ruedas giratorias adquirieron un nuevo y frío zumbido. Harman vio que se había formado hielo en el techo de la bamboleante cabina, en los peldaños de la escalerilla que corría por la pared externa y en los cables mismos. Tras arrastrarse hasta el borde, las manos doloridas, el cuerpo temblando, bajó con cuidado por la escalerilla, pasó al balcón repleto de hielo y entró tambaleándose en la habitación caldeada.

Había fuego en la chimenea. Próspero estaba allí de pie, calentándose las manos.

Harman permaneció junto a las ventanas durante varios minutos, temblando tanto de ira como de frío. Resistió la urgencia de abalanzarse contra el magus. El tiempo era precioso; no quería despertar en el suelo al cabo de diez minutos.

—Lord Próspero —dijo por fin, obligando a su voz a ser dulce y razonable—, sea lo que sea que quieres que haga, estaré de acuerdo en hacerlo. Lo que quieras que sea, accedo a serlo... o lo intentaré lo mejor que pueda. Te lo juro por la vida de mi hijo no nacido. «Pero por favor permíteme regresar a Ardis ahora: mi esposa está herida, puede que esté muriendo. Me necesita.»

—No —dijo Próspero.

Harman corrió hacia el anciano. Golpearía la cabeza calva del viejo puñetero con su propio bastón. Le...

Esta vez Harman no se desmayó. El alto voltaje lo envió al otro lado de la habitación y lo hizo rebotar en el extraño sofá hasta caer a cuatro patas en la elaborada alfombra. Con la visión todavía cegada por círculos rojos, Harman gruñó y volvió a levantarse.

—La próxima vez te quemaré la pierna derecha —dijo el magus en un tono plano, frío, completamente convincente—. Si alguna vez vuelves con tu mujer, lo harás dando saltitos.

Harman se detuvo.

—Dime qué tengo que hacer —susurró.

—Siéntate... no, aquí a la mesa, donde puedas ver el exterior.

Harman se sentó a la mesa. La luz del sol era muy brillante y se reflejaba desde las paredes verticales de hielo y el glaciar; gran parte del hielo se había derretido en las ventanas. Las montañas se hacían más altas: una profusión de los picos más altos que Harman había visto jamás, mucho más dramáticos que las montañas cercanas a la Puerta Dorada de Machu Picchu. La cabina seguía una alta cordillera, un glaciar caía más y más lejos a su izquierda. En ese momento la cabina encontró otra torre de la
eiffelbahn
y Harman tuvo que agarrarse a la mesa mientras la cabina se agitaba, botaba, rozaba contra el hielo y luego continuaba chirriante su ascenso.

La torre quedó atrás. Harman se apoyó contra el frío cristal para verla perderse: aquella torre no era negra como las otras, sino de un resplandeciente color plateado que brillaba al sol. Sus arcos de hierro y vigas destacaban como una telaraña en el rocío de la mañana. «Hielo», pensó Harman. Miró hacia el otro lado, a su derecha, hacia donde ascendían los cables, y vio la cara blanca de la montaña más sorprendente que pudiera imaginarse... no, estaba más allá de la imaginación. Las nubes se acumulaban al oeste, congregándose contra una cordillera tan aserrada y de aspecto tan implacable como un cuchillo de hueso. La cara hacia la que ascendían estaba estriada con rocas, hielo, más roca, una cumbre piramidal de nieve blanca y brillante hielo. La cabina rechinaba y resbalaba en los cables helados siguiendo la cordillera al este de ese increíble pico. Harman vio otra torre en otra cordillera, más arriba, y los cables que conectaban esa cordillera con el pico más alto. Muy por encima (alrededor de la cumbre de la montaña imposiblemente alta) se alzaba la cúpula blanca más perfecta imaginable, su superficie teñida de un dorado suave por el sol de la mañana, su masa central rodeada por cuatro blancas torres
eiffelbahn
, todo el complejo dispuesto sobre una base abierta en la cara pelada de la montaña y conectada a los picos cercanos por al menos seis puentes de suspensión que se extendían hacia otros picos. Cada uno de los puentes era más alto, más esbelto y más elegante que la Puerta Dorada de Machu Picchu.

—¿Qué es este lugar? —susurró Harman.

—Chomolungma —respondió Próspero—. La Diosa Madre del Mundo.

—Ese edificio de lo alto...

—Rongbok Pumori Chu-mu-lang-ma Feng Dudh Kosi Lhotse-Nuptse Khumbu aga Ghat-Mandir Khan Ho Tep Rauza —dijo el magus—. Conocido localmente como el Taj Moira. Nos detendremos allí.

47

Los voynix no subieron la Roca Hambrienta a centenares ni a miles aquella primera noche fría y lluviosa que Daeman estuvo allí. Ni tampoco atacaron la segunda noche. Pero a la tercera todos los supervivientes estaban débiles a causa del hambre o seriamente enfermos con resfriados, gripe, neumonía incipiente o heridas: a Daeman le dolía la mano izquierda con un calor enfermizo allá donde el
calibani
de Cráter París le había arrancado de un mordisco dos dedos y se sentía mareado gran parte del tiempo. Pero los voynix siguieron sin venir.

Ada había recuperado la conciencia al segundo día en la Roca. Sus heridas habían sido numerosas (cortes, abrasiones, la muñeca derecha rota, dos costillas rotas en el costado izquierdo) pero las únicas cosas que habían amenazado realmente su vida habían sido una contusión seria y la inhalación de humo. Finalmente había despertado con un dolor de cabeza terrible, una tos bronca y recuerdos neblinosos de las últimas horas en la Masacre de Ardis, pero con la mente despejada. Con voz átona había repasado la lista de amigos cuyas muertes no estaba segura de haber visto o haber soñado, y sólo sus ojos reaccionaron cuando Greogi respondió con su letanía.

—¿Petyr? —dijo en voz baja, intentando no toser.

—Muerto.

—¿Reman?

—Muerto.

—¿Emme?

—Muerta con Reman.

—¿Peaen?

—Muerta. Una piedra le aplastó el pecho y murió aquí, en la Roca Hambrienta.

—¿Salas?

—Muerta.

—¿Oelleo?

—Muerta.

Y así dos docenas más de nombres antes de que Ada volviera a desplomarse sobre la sucia mochila que le servía de almohada. Su cara estaba blanca como el pergamino bajo las manchas de sangre y hollín.

Daeman estaba allí, arrodillado, con el Huevo de Setebos brillando oculto en su mochila. Se aclaró la garganta.

—Algunas personas importantes han sobrevivido, Ada —dijo—. Boman está aquí... y Kaman. Kaman fue uno de los primeros discípulos de Odiseo y ha sigleído todo lo que pudo encontrar sobre historia militar. Laman perdió cuatro dedos de la mano derecha defendiendo Ardis, pero está aquí y vive todavía. Loes y Stoman están aquí, además de algunas personas a quienes envié en mi expedición de advertencia: Caul, Oko, Elle y Edide. Oh, y Tom y Siris lo consiguieron también.

—Esto está bien —dijo Ada, y tosió. Tom y Siris eran los mejores médicos de Ardis.

—Pero ni el equipo médico ni las medicinas han llegado —dijo Greogi.

—¿Qué lo ha hecho? —preguntó Arda. Greogi se encogió de armas.

—Las armas que teníamos, pero no suficiente munición de flechitas.

La ropa que llevábamos. Unas cuantas mantas bajo las que hemos estado acurrucándonos las tres últimas noches de fría lluvia.

—¿Habéis vuelto a Ardis para enterrar a los que cayeron? —preguntó

Ada. Su voz era firme, a pesar de la ronquera y la tos.

Greogi miró a Daeman y luego desvió la mirada, dirigiéndola más allá del borde de la alta roca donde todos se apiñaban.

—No podemos —dijo, con fuerza—. Lo intentamos. Los voynix nos esperaban. Nos emboscaron.

—¿No pudisteis traer más cosas de Ardis Hall? —preguntó la mujer herida.

Greogi negó con la cabeza.

—Nada importante. La hemos perdido, Ada. Perdido.

Ada tan sólo asintió. Más de dos mil años de historia y orgullo de su familia habían ardido y habían desaparecido para siempre. Pero en aquellos momentos no pensaba en Ardis Hall, sino en la supervivencia de su gente herida, helada y aislada en aquella miserable Roca Hambrienta.

—¿Qué habéis estado comiendo y bebiendo?

—Hemos cogido agua de lluvia en hules de plástico y hemos podido abatir alguna presa de caza desde el sonie —dijo Greogi, obviamente contento de poder cambiar de tema—. Sobre todo conejos, pero ayer cazamos un alce. Todavía le estamos sacando las flechitas.

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