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Authors: Dan Simmons

Olympos (32 page)

BOOK: Olympos
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No había cadáveres.

Exploró otros tres domis antes de hacer acopio de valor para entrar en el de su madre. En cada domi encontró sangre derramada, muebles destrozados, cojines rasgados, tapices rotos, mesas volcadas, muebles desparramados por todas partes... sangre sobre plumas blancas y sangre sobre pálida gomaespuma, pero ningún cadáver.

La puerta de su madre estaba cerrada. Las viejas cerraduras de pulgar habían desaparecido tras la Caída, pero Goman había sustituido el cierre automático por un simple cerrojo y una cadena que a Daeman le habían parecido siempre demasiado débiles. Ahora demostraron serlo. Después de llamar varias veces sin obtener respuesta, Daeman dio tres fuertes patadas y la puerta se quebró y se salió de sus goznes. Entonces Daeman se internó en la oscuridad, la ballesta por delante.

La entrada olía a sangre. Había luz en las habitaciones del fondo que daban al cráter, pero casi ninguna en el vestíbulo, el pasillo, ni la antesala pública. Daeman avanzó lo más silenciosamente que pudo, con el estómago revuelto por el hedor de la sangre y el chapoteo que sus pies producían al pisar charcos invisibles. Apenas veía lo suficiente para asegurarse de que nada o nadie le estuviera acechando y de que no había cadáveres en el suelo.

—¡Madre! —Su propio grito lo alarmó. Otra vez—. ¡Madre! ¿Goman? ¿Hay alguien?

El viento sacudía los voladores de la terraza, y aunque el cráter y la ciudad estaban oscuros, los destellos de los relámpagos iluminaban la zona principal del habitáculo. Los tapices de seda azules y verdes, que nunca le habían gustado pero a los que había acabado por acostumbrarse, habían ganado vetas y salpicaduras rojizas y marrones. El sillón nido que siempre reclamaba cuando estaba en casa (un vientre ergonómico de papel corrugado) estaba hecho pedazos. No había ningún cadáver. Daeman se preguntaba si estaba dispuesto a ver lo que tenía que ver.

Manchas y huellas de sangre procedentes de la terraza llevaban del salón común al comedor donde a Marina le encantaba disfrutar de la sobremesa. Daeman esperó al siguiente relámpago (la tormenta se había desplazado al este y transcurrían más segundos entre cada destello y el trueno subsiguiente), volvió a llevarse la ballesta al hombro y entró en el gran salón comedor.

Tres relámpagos sucesivos le mostraron la sala y su contenido. No había cadáveres, pero en la mesa de caoba de seis metros de su madre una pirámide de cráneos se alzaba hasta el techo, dos metros por encima de la cabeza de Daeman. Docenas de cuencas vacías lo miraban. El blanco de los huesos era como una imagen retinal entre cada relámpago.

Daeman bajó la pesada ballesta, puso el seguro y se acercó a la pirámide. Había sangre en toda la habitación, excepto sobre la mesa, que estaba impoluta. Delante de la pirámide de cráneos sonrientes y boquiabiertos había un viejo paño turín desplegado, con sus circuitos bordados centrados en línea con el cráneo superior.

Daeman se subió a la silla donde se sentaba siempre cuando estaba a la mesa de su madre y luego se subió a la mesa misma hasta situar el rostro a la altura del cráneo más alto de aquel centenar de cráneos. Con los destellos blancos de la tormenta que se alejaba, vio que todos los cráneos estaban mondos, eran puro blanco sin ningún resto carnoso de sus víctimas. El cráneo superior no estaba tan limpio. Le habían dejado varios rizos de pelo rojo; los habían dejado deliberadamente, como un moño.

Daeman tenía el pelo rojizo. Su madre tenía el pelo rojo.

Saltó de la mesa, abrió la ventana pared, se tambaleó hasta la terraza y vomitó al ojo rojo y único del cráter de magma que se hallaba a setenta kilómetros directamente por debajo. Vomitó de nuevo y otra vez y varias veces más, aunque no le quedaba nada que vomitar. Finalmente se dio la vuelta, dejó la pesada ballesta en el suelo de la terraza, se lavó la cara y la boca con agua de la vasija de cobre que su madre colgaba de cadenitas de adorno como bebedero para los pájaros y luego se desplomó, de espaldas a la barandilla de tribambú y contempló la ventana-puerta deslizante y abierta del comedor.

Los relámpagos eran cada vez más débiles y menos frecuentes, pero a medida que los ojos de Daeman se acostumbraban, el brillo rojo del cráter iluminó las paredes curvas de los incontables cráneos. Pudo ver el pelo rojo.

Nueve meses antes Daeman hubiese llorado como el niño de treinta y siete años que era. Ahora, aunque tenía el estómago revuelto y una negra emoción se cerraba como un puño en su pecho, trató de pensar con frialdad.

No tenía ninguna duda sobre quién o qué había hecho aquello. Los voynix no se alimentaban ni se llevaban los cadáveres de sus víctimas. No se trataba de violencia al azar. Era un mensaje para Daeman, y sólo una criatura en toda la oscura creación podía enviar un mensaje semejante. Todos los habitantes de la torre domi habían muerto y habían sido fileteados como peces, sus cráneos amontonados como cocos blancos, para entregar el mensaje. Y por el hedor fresco de la sangre, había sucedido sólo horas antes, quizás incluso menos.

Dejando la ballesta donde había caído de momento, Daeman se apoyó en las manos y las rodillas y se puso en pie (sólo porque no quería mancharse más las manos con la sangre que cubría el suelo de la terraza). Luego entró de nuevo en el comedor, rodeó la larga mesa, se subió por fin a ella para recoger el cráneo de su madre. Le temblaban las manos. No quería llorar.

Los humanos habían aprendido hacía poco a enterrar a sus semejantes. Siete habían muerto en Ardis en los ocho meses anteriores, seis a manos de los voynix, una joven por una misteriosa enfermedad que se la había llevado tras una noche de fiebre. Daeman no sabía que era posible que los humanos antiguos contrajeran males o enfermedades.

«¿Debería llevármela de vuelta conmigo, realizar alguna ceremonia funeraria junto a la muralla donde Nadie y Harman nos indicaron que creáramos el cementerio para nuestros muertos?»

No. Marina siempre había amado sus domis de Cráter París más que ningún otro lugar del mundo faxeable.

«Pero no puedo dejarla aquí con todos estos otros cráneos —pensó Daeman, sintiendo cómo lo recorría una oleada tras otra de emoción indescriptible—. Uno de estos otros cráneos es del cabrón de Goman.»

Llevó el cráneo a la terraza. La lluvia se había hecho mucho más intensa, el viento había caído y Daeman permaneció un buen rato junto a la barandilla, dejando que las gotas le mojaran la cara y limpiaran el cráneo. Por fin arrojó el cráneo por encima del borde de la barandilla y lo vio caer hacia el ojo rojo que había abajo hasta que la diminuta mancha blanca desapareció.

Recogió la ballesta y se dispuso a marchar, de vuelta cruzando el comedor, la zona comunitaria, el pasillo interior. De repente se detuvo.

No a causa de un sonido. El golpeteo de la lluvia era tan fuerte que no hubiese podido oír a un alosaurio a tres metros de distancia. Había olvidado algo. ¿Qué?

Daeman volvió al comedor, tratando de evitar las miradas acusadoras de las docenas de cráneos. «¿Qué podría haber hecho yo?», preguntó en silencio. «Morir con nosotros», le respondieron ellos de igual modo. Daeman recogió el paño turín.

Él, aquella cosa, había dejado el paño allí por algún motivo. El paño y la mesa eran las únicas cosas del complejo domi que no estaban manchados ni salpicados de sangre humana. Daeman se guardó el paño en el bolsillo del anorak y salió de aquel lugar.

La escalera que conducía a la explanada estaba oscura y aún más oscura la escalera cerrada que continuaba quince pisos por debajo de ésta. Daeman ni siquiera alzó la ballesta para estar preparado. Si eso, él, le estaba esperando, que así fuera. Sería una lucha de dientes y uñas y furias.

Nada lo esperaba.

Daeman había recorrido la mitad del camino hasta el faxpabellón del hotel Inválidos caminando decididamente por el centro del bulevar bajo la fuerte lluvia cuando sonaron un crujido y un chasquido tras él.

Se dio media vuelta, se apoyó en una rodilla y se llevó al hombro la pesada arma. No era su sonido: él era silencioso, con sus pies palmípedos de talones amarillos.

Daeman alzó el rostro y miró, boquiabierto. Algo que giraba había aparecido en la dirección del cráter, entre él y la torre domi de su madre. La cosa tenía varios cientos de metros de diámetro y giraba velozmente. Una especie de relámpago chisporroteaba a su alrededor como una corona de espinas eléctricas, y rayos de luz dispersos brotaban de la esfera. El aire húmedo estaba lleno de ruidos que hacían que las aceras se estremeciesen. Cambiantes diseños fractales llenaron la esfera hasta que ésta se convirtió en un círculo y el círculo se hundió, destrozando un edificio mientras se asentaba en el suelo y luego parcialmente bajo tierra.

La luz brotaba del círculo, pero no era una luz jamás vista en la Tierra. El círculo dejó de hundirse cuando una cuarta parte se clavaba en el suelo como un gigantesco portal. Sólo estaba a dos manzanas de distancia, llenando el cielo al este. El aire corría hacia él desde detrás de Daeman a velocidades huracanadas, casi derribándolo en su fuerte y ululante arrebato.

Había un mundo iluminado visible a través de los tres cuartos de círculo aún vibrante: un mundo de un mar azul en calma, suelo rojo, rocas y una montaña... no, un volcán que se alzaba a alturas imposibles delante de un cielo azul desleído. Algo muy grande y rosado y gris y húmedo emergió de aquel mar tranquilo y pareció correr hacia el agujero abierto sobre patas de ciempiés que a Daeman le parecieron manos gigantescas. Luego el aire delante de esa visión se llenó de escombros y polvo cuando los vientos arreciaron, se mezclaron, fueron absorbidos y murieron.

Daeman se quedó allí un momento más, mirando a través del polvo oscurecedor, con la mano alzada para cubrirse los ojos de la luz difusa pero aún cegadora que brotaba del agujero. Los edificios del Cráter París situados al oeste del agujero (y los muslos de hierro y el vientre vacío de la Puta Enorme) brillaron con la fría y extraña luz y luego desaparecieron en la nube de polvo. Otras partes de la ciudad permanecieron visibles y mojadas, envueltas en la noche.

Entonces se oyó el corretear de los voynix, urgente, con muchas patas, procedente de las calles situadas al norte y al sur.

Dos voynix salieron de un oscuro callejón en el bulevar de Daeman y se abalanzaron hacia él a cuatro patas, haciendo castañetear sus hojas asesinas.

Él los siguió con el visor de la ballesta, apuntó, disparó la primera flecha a la capucha correosa del segundo voynix, que cayó, y luego la segunda al pecho del primero. El voynix cayó pero siguió acercándose.

Daeman sacó con cuidado dos flechas aserradas de hierro de la bolsa que llevaba al hombro, volvió a cargar, apuntó y disparó ambas flechas al bulto nervioso central de la cosa, a una distancia de tres metros. Dejó de arrastrarse.

Más sonidos al oeste y al sur. La luz rojiza del agujero revelaba todo lo que había en la calle. El escondite que la oscuridad proporcionaba a Daeman había desaparecido. Algo gritó desde aquella nube de polvo, emitiendo un ruido que no se parecía a nada que Daeman hubiera oído jamás: profundos, malignos, los gruñidos incomprensibles parecían un terrible lenguaje gritado al revés.

Sin prisa, Daeman volvió a cargar, miró una última vez por encima del hombro la montaña roja visible a través del agujero en el cielo y el paisaje del Cráter París y luego corrió hacia el oeste, sin dejarse llevar por el pánico, hacia el hotel Inválidos.

25

Nadie se estaba muriendo.

Harman entró y salió de la pequeña sala de la planta baja de Ardis Hall, que habían convertido en una enfermería improvisada y bastante inútil. Había libros donde podían encontrar dibujos anatómicos e instrucciones para realizar operaciones sencillas, reparar huesos rotos y demás, pero únicamente Nadie tenía la habilidad suficiente para ocuparse de las heridas graves. Dos de los hombres enterrados en el nuevo cementerio, cerca del extremo noroeste de la empalizada, habían muerto después de días de dolor en esa misma enfermería.

Ada se quedó con Harman. Estaba a su lado desde que había entrado tambaleándose por la puerta norte más de una hora antes, y a menudo le acariciaba el brazo o le tomaba la mano como para convencerse de que estaba realmente allí. A Harman le habían curado las heridas en el camastro situado junto al de Nadie; sólo eran arañazos profundos que habían requerido unos cuantos puntos dolorosos y la administración aún más dolorosa de sus burdas versiones caseras de los antisépticos, incluido el alcohol puro. Pero las terribles heridas del brazo y el cuero cabelludo del inconsciente Nadie eran demasiado graves para tratarlas con sólo estas pocas medidas inadecuadas. Lo habían lavado lo mejor posible, le habían dado puntos en el cuero cabelludo y aplicado sus antisépticos en las heridas abiertas (Nadie ni siquiera recuperó el sentido cuando le vertieron alcohol sobre ellas). Pero el brazo estaba demasiado destrozado, conectado a su torso sólo por hilos entrecortados de tejido y hueso roto. Habían cosido y vendado, pero las vendas habían vuelto a empaparse de sangre.

—Se va a morir, ¿verdad? —preguntó Hannah, que no había salido de la enfermería ni siquiera para cambiarse de ropa. Se habían ocupado de los cortes de su hombro izquierdo y ella no había apartado ni un momento los ojos de Nadie mientras le daban los puntos y le aplicaban los antisépticos.

—Sí, eso creo —contestó Petyr—. Sí. No sobrevivirá.

—¿Por qué sigue inconsciente? —preguntó la joven.

—Creo que como resultado de la conmoción, no de las heridas de las garras —dijo Harman. Maldijo el hecho de que sigleer un centenar de volúmenes de neuroanatomía no le hubiera enseñado cómo abrir un cráneo y aliviar la presión del cerebro. Si lo trataban con sus actuales instrumentos, tan burdos, y su casi inexistente experiencia como cirujanos, Nadie sin duda moriría antes que si dejaban las cosas en manos de la naturaleza. En cualquier caso, Odiseo-Nadie iba a morir.

Ferman, el encargado habitual de la enfermería, que había sigleído más libros sobre el tema que Harman, dejó de afilar una sierra y un cuchillo que preparaba por si decidían amputar el brazo.

—Tendremos que decidirnos pronto respecto a ese brazo —dijo suavemente, y siguió trabajando con su piedra de afilar.

Hannah se volvió hacia Petyr.

—Lo he oído murmurar unas cuantas veces mientras lo llevabas a hombros, pero no he entendido lo que decía. ¿Tenía sentido?

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