Olvidado Rey Gudú (51 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Podéis quedaros con ellos, Señora: vuestros son -dijo Tontina con encantadora sonrisa-. Yo sólo me llevo mi íntimo y precioso tesoro secreto.

En efecto, sobre sus rodillas descansaba aquel cofrecillo menudo, el único que no había podido abrir Ardid. Los ojos de la Reina relampaguearon de tal forma que la Princesa y todos los componentes de su séquito -exceptuando, por supuesto, a los impávidos y mudos soldados- quedaron con la boca abierta de pasmo.

—Oh, Señora, qué bonito -dijo al fin Tontina-. Volvedlo a hacer, os lo ruego. Por ir detrás de todos, mi primo Once no ha visto cómo podéis lanzar relámpagos con la mirada.

En vista de que la Reina parecía petrificada, Tontina añadió:

—Señora, bendecidnos y besad a mis muñecos, pues no os habéis despedido de ellos y están muy desconsolados.

Eligió dos de aquellos que, en profusión, cubrían los almohadones de su carroza. Los aproximó a las mejillas de la Reina, al tiempo que, ella misma, fingía un beso con un suave chasquido de sus sonrosados labios.

—Adiós, adiós, queridos todos -dijo Tontina, volviéndose a saludar con la mano a los estupefactos y lívidos soldados del Castillo-. Adiós, hermanitos, que seáis muy felices, os caséis y tengáis muchos hijos.

Dicho lo cual, la comitiva partió. Y el puente levadizo se abrió por sí solo y la Princesa Tontina, sus muñecos, cachorros, palomas, perdices y codornices, sus ardillas, sus impávidos soldados y su tranquilo primo, el Príncipe Once, salieron del Castillo de Olar en dirección a un lugar tan peregrino como era «Por ahí».

Sólo entonces los entumecidos resortes de la Reina revivieron. Con la mayor rapidez mandó enjaezar su propio caballo y, con una pequeña escolta de soldados -bastante deslucida, en verdad-, emprendió su persecución. jamás hubiera imaginado que aquella extraña carroza, si bien no parecía perder la compostura en lo más mínimo, consiguiera alcanzar tamañas velocidades: así cruzó la ciudad, entre los vítores y la admiración del pueblo, a los que la Princesa, desde la ventanilla de su carruaje, correspondía enviando los acostumbrados besos con la punta de los dedos. jadeando, Ardid vio cómo, al paso de la extraña carroza de Tontina, los centinelas se convertían en impávidas estatuas y las puertas se abrían sin necesidad de resortes.

Al verles traspasar la muralla Este de la ciudad, espoleó su caballo y, seguida con dificultad por su achacosa Guardia, alcanzó a ver cómo la comitiva llegaba al Lago -al parecer con mucha parsimonia, pues sus siluetas, en tonos resplandecientes, de forma muy hermosa, se reflejaban en el agua.

Estaba ya a punto de alcanzarles y ordenar su arresto -si bien con inquietud, a la vista de una Guardia mucho más joven y nutrida que la suya-, cuando algo llenó de esperanza auténtica y gozo inenarrable su atribulado ánimo. Si su cansada vista no la engañaba -y confiaba en que así fuera-, apareció frente a la comitiva de Tontina, como un deseo hecho realidad, y en dirección opuesta -de forma que cortábales la retirada-, un grupo mucho más reconfortante: eran soldados de Olar, y a su frente iba el Príncipe Predilecto seguido -tal y como su corazón le indicó, más que sus mismos ojos- por un asnillo a cuyos lomos cabalgaba, torpe y cansinamente, su queridísimo Maestro.

—¡Benditos seáis, por los siglos de los siglos! -murmuró Ardid. Y espoleando su montura, allí se dirigió, el peinado deshecho, las trenzas sueltas y al viento, tal como, hacía muchos años, el Trasgo y el Hechicero la vieran galopar por aquellas mismas colinas.

Sólo cuando todo aquello había pasado, mucho tiempo después, rememorando los hechos de aquella curiosa y extraordinaria tarde, Ardid sentía un estremecimiento de alivio y espanto a partes iguales. Y así, el escondido afecto que guardó siempre para el Príncipe Predilecto, reverdecía y se intensificaba en su corazón al evocar tan oportuna aparición y sus felices resultados.

Cuando rápidamente, informado de la situación por la Reina -y ayudado por sus propios ojos y la rapidez de su inteligencia-, Predilecto mandó rodear la carroza con sus guardias -que, si bien desenvainaron sus espadas, parecían tan impávidos y parsimoniosos como si de un juego se tratara-, el Príncipe Once se acercó a la carroza y, abriéndola, dijo con insólita alegría:

—¡Qué divertido, Tontina! ¡Nos persiguen!

Un grito de alegría surgió de allí dentro, y Tontina saltó al suelo. Perdiendo el otro zapato, como tenía por costumbre, y riendo a grandes carcajadas, echó a correr por la suave pendiente, seguida en alborozada carrera de todos los demás muchachos, aves y animalillos. El sol brillaba de tal forma sobre el Lago, que los ojos de Predilecto sufrieron una repentina y deslumbrante ceguera: sin ver a la Princesa, sólo tuvo noticia de ella por aquella precipitada huida. A galope, se dispuso a seguirla, pues sólo su manto, blanco y luciente como si estuviera cubierto de la más reverberante nieve, flotaba entre la verdura intensa de aquella primavera ya madura. Iba a alcanzarla cuando la Princesa tropezó y rodó por el suelo hacia el Lago. Pero entonces, el Príncipe Once espoleó su montura y, espada en alto, se interpuso entre ellos. Con gran sorpresa, Predilecto vio a un jovencito, casi un niño, que llevaba una corona de oro sobre los rubios cabellos, y cuyos ojos brillaban tan alegremente como si todo aquello formara parte de un lance muy divertido. Quedó, pues, sorprendido, a su vez la espada en alto.

En aquel momento un pequeño grito de auténtica desolación surgió de la garganta de Tontina: en su rodar, se había detenido a causa de unos arbustos, allí donde empezaba a florecer la rosa salvaje. Muy satisfecha, contemplaba a los dos príncipes, cuando, aquel cofre, íntimo y precioso tesoro secreto, se deslizó de su falda y rodó, a su vez, en dirección a las aguas del Lago. Ardid, que todo lo contemplaba anhelante, espoleó su caballo hacia aquel cofrecillo, presa de gran excitación. El cofre, dando tumbos contra las piedras, se abrió; un sinnúmero de objetos que, a la distancia que la separaba de ellos, no podía distinguir, relucieron al sol, desparramándose sobre la hierba. La Reina detuvo su montura. Descabalgó, y con el pecho agitado y las mejillas rojas -como en un tiempo lejano que ahora, súbitamente, renacía en ella y en torno a ella-, se precipitó sobre aquellos relucientes objetos que, unos, se perdían entre la hierba y, otros, se hundían en el Lago. Mucho tiempo después, a veces -con lágrimas en el fondo de sus ojos- lo recordó: aquella tarde la empujaba más una curiosidad remota, gozosa y exaltada, que auténtica codicia.

Sólo cuando se agachó, y uno a uno, entre las tímidas flores silvestres, bajo las zarzas y las ortigas, recogió aquello que componía el íntimo y precioso tesoro secreto de Tontina, un suave abandono la hizo sentarse sobre la hierba. Y, con una decepción que, curiosamente, la llenaba de melancolía, alineó en su falda piedrecitas de río, cuentas de vidrio de tonos irisados, un diente infantil... Levantó los ojos y vio a Tontina como jamás la viera, ni jamás pudo suponerla: sentada, a su vez, bajo el arbusto, tapada la cara con las manos, sollozaba inconsolablemente.

Lentamente, Ardid se levantó y se acercó a la Princesa. La rodeó con sus brazos, la meció suavemente en ellos, le secó las lágrimas con su propio pañuelo y, mientras ordenaba sus revueltos cabellos y enjugaba sus lágrimas, la besó en las mejillas como no había hecho nunca, quizás -o tal vez sí lo hizo, en un tiempo perdido-. Y así, la iba consolando y llevándola con ella, mientras decía:

—No llores, hijita; volvamos a casa -dijo casa y no Olar por primera vez en su vida-, y te prometo que, si eres buena, recuperaremos el tesoro. Te aseguro que te daré muchas más cosas tan preciosas como éstas, y las podrás guardar ahí. Te juro, por mi honor, que nadie te las arrebatará.

—¿Decís verdad, madre? -dijo Tontina, al parecer, consolada entre sus lágrimas. Y pensó Ardid que de nuevo la llamaba madre, en vez de Señora.

—Yo cumplo lo que prometo -dijo Ardid-. Tendréis prueba de ello.

Y mientras los muchachos recogían y guardaban, entre lloros y risas mezclados, lo que quedaba de aquel íntimo, precioso y ya no secreto tesoro, todos habían olvidado el viaje. Y mansamente regresaron al Castillo.

Sólo Predilecto, estupefacto y temeroso, se retrasó. No había contemplado el rostro de Tontina, pero sí oído su voz, lejana y rara: una voz que no era de muchacha, ni de muchacho, ni de niña ni de niño. Una voz honda y leve, estremecedora y ligera como la brisa que, súbitamente, agitaba la superficie de las aguas. Y antes de que el sol desapareciera en el Lago, algo brilló sobre la hierba. Predilecto se detuvo y, desmontando, se agachó para recogerlo. Aquél era el último vestigio del tesoro de Tontina. Al tenerlo en la palma de su mano, el corazón de Predilecto se estremeció, y un viento fino y oscuro se detuvo en él. Pues aquélla era la mitad exacta de la piedra azul, horadada en el centro, que cierto día le regalara -como también preciado tesoro- la Reina Ardid. Y conmocionado, se aprestó a devolverla al cofre secreto.

3

Aquella noche, apenas llegaron al Castillo, todos los muchachos -y la Princesa- subieron a acostarse rápidamente. Estaban visiblemente cansados y casi se dormían por el camino.

Entonces, la Reina abrazó con lágrimas de felicidad a su viejo Maestro. Y, contemplándole, una espina pareció clavarse en su corazón: de pronto le veía tan atropellado y enjuto, tan verdaderamente viejo, que su corazón se llenó de pena. «Viéndole todos los días -se dijo-, no me doy cuenta de lo anciano que es... Yo ¿también estoy envejeciendo, sin darme cuenta? ...» La Reina le hizo servir la comida y bebida en su propio aposento, y llamando al Trasgo, se entregaron los tres a la dulzura del reencuentro, y a colmarse de expresiones afectuosas.

—Ay, querida niña -dijo el Hechicero, algo más repuesto-. Si en algo me estimáis aún, rogad al Rey que no vuelva a llevarme a la guerra: no lo resistiría.

Entonces dijo el Trasgo:

—Si es así, querido Maestro, creo que podré ayudaros: jamás pude suponer que el Rey precisara de vuestros dibujitos. En adelante, podréis proporcionárselos sin que requiera de vuestra compañía. Desde aquí mismo se los haréis llegar.

—¿Y cómo? -dijo el anciano, conteniendo su llanto-. Semejante descubrimiento no se me puede achacar, y muy difícil lo juzgo, aun contando con que me reste vida para llegar a disfrutarlo.

—No os aflijáis -dijo el Trasgo-. Como la tierra que cubre nuestras excavaciones es transparente techo sobre nuestras cabezas de trasgos, conozco el contorno y configuración de los terrenos mejor aún que si los contemplara desde el aire. Así, desde ahora grabaré en mi espalda tales contornos, como sabéis puedo hacer. Y vos, por vuestra parte, los trasladaréis a pergaminos. De suerte que, una vez acabados, podamos enviárselos.

—¿Pero cómo? -dijo Ardid, sospechando que el Trasgo, si no por vejez, al menos por contaminación, empezaba a dar muestras de su decadencia-. No veo la manera de que lleguen a su poder, con la rapidez oportuna, si se halla lejos de nuestro Castillo.

—¿No os dije alguna vez -el Trasgo parecía fatigado por la incomprensible falta de visión de la Reina- que, aunque los tengo por vanidosos y de inconsciencia suprema, conservo cierta amistad con los silfos? Me deben favores sin cuento, ya que su vanidad e inconsistencia les ponen a menudo en trances apurados: máxime si se considera que el poder de estas criaturas es el mínimo concedido a nuestra especie. Así que, no dudo, cabalgarán raudamente en el viento, a lomos de la brisa y de cuantas corrientes aéreas dispongan -y son muchas-, para transportar y depositar, con la necesaria prontitud, en la tienda del Rey tales dibujos.

—Ah, Trasgo querido -dijo el Hechicero, abrazándolo-. Sois un amigo de excepción.

Y esperanzado con la ilusión de poder terminar su vida en su cómoda -al menos para él- mazmorra de las Adivinaciones, el Hechicero y sus amigos se retiraron a sus lechos hasta el nuevo día.

Como tenía por costumbre, apenas éste alumbró, Ardid se levantó. Dispuesta a no dejar ni un solo cabo suelto, y conociendo, como creía ya iba conociendo, las reacciones de la Princesa, llamó a su presencia al Príncipe Predilecto.

—Príncipe querido -le dijo, con la solemnidad y dulzura tan cara a ella, recobrada tras los últimos desconcertantes sucesos-, no se os ocultan las graves dificultades que he tenido que arrostrar durante la ausencia de mi hijo, y la dificultad que supone tratar con una Princesa auténticamente real, sin entronques sospechosos... Es por ello que estoy inquieta por la tardanza de mi hijo, y espero tener noticias de su regreso cuanto antes. Pues, si la boda no se realiza en muy breves días, temo surja otra nueva complicación, a todas luces imprevisible, dado el carácter de la futura Reina, que Dios guarde.

Muy azorado, Predilecto dio a conocer a la Reina los planes —a su juicio temerarios y de todo punto desaconsejables- que se proponía llevar a cabo el Rey Gudú. Y más azorado aún, explicó a la Reina la encomienda que el Rey mismo le hiciera: casar a la Princesa rápidamente, aunque representando él, en su nombre, el papel del novio. Así -según Gudú-, podía llevar a cabo sus proyectos, sin prisas embarazosas; y la Princesa, en cambio, quedaba legalmente sujeta al Reino y a su misma persona.

La Reina escuchó con mucha atención estas cosas. Y cuando habló al fin, comprobó Predilecto, con sorpresa, que aquellas cosas no le parecían tan descabelladas. Muy al revés, pareció aceptarlas como buenas -o al menos, dadas las circunstancias, como las mejores-. Y dijo:

—Entonces, lo más urgente es que la boda se celebre en seguida. Y en cuanto a la idea de penetrar en las estepas, difícil será disuadirle de ello. Parece constituir la obsesión familiar de la dinastía que con tanto esfuerzo estamos labrando. Haga, pues, Gudú lo que le parezca, ya que por el momento no ha dado muestras de llevar las cosas a la ligera, y sus razones tendrá para haber decidido la cuestión de su boda en esos términos.

Con lo que el asombrado Predilecto llegó a la íntima conclusión de que más le importaba a Ardid retener en Olar a la Princesa que abrazar de nuevo al hijo cuyas ideas, sin duda, gozaban de toda su confianza.

—¿Habéis visto ya a la Princesa? -dijo entonces la Reina, más familiar y abandonando el protocolo. Su tono, ahora, se revestía de intimidad y deseos de compartir impresiones.

—No, Señora -dijo Predilecto-. Apenas pude verla de espaldas, cuando corría hacia el Lago...

—Pues os confieso, querido Predilecto -dijo Ardid; y esta vez el tono confidencial alcanzó un puntito de cotilleo, si bien discreto y moderado-, que albergo una ligera duda: tal vez mi hijo no se equivocó cuando, al oír su nombre, torció el gesto; y tal vez me equivocaba yo, cuando le dije que en su tierra esa palabra no significaba lo mismo que en la nuestra.

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