Olvidado Rey Gudú (48 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Pero criatura -se impacientó Ardid. La sacudió suavemente por los hombros, viendo cómo su cabeza se inclinaba lentamente, para que no se durmiera allí mismo-, explícame de qué está hecho, cómo crece, dónde se encuentra...

—Muy sencillo -dijo una vez más Tontina, sin poder evitar, ahora, un cabeceo cada vez más significativo-. Está hecho de Juegos, crece de los Juegos y se encuentra en los Juegos...

Sus ojos se cerraron, y apoyó suavemente la cabeza en las rodillas de la Reina. Pero la Reina, tomándola de la barbilla, la izó nerviosamente e insistió:

—¿Y para qué sirve, y cuál es su semilla, y por qué sabe crecer donde nada crece, y alcanzar alturas sin que por ello se vea alzarse, y extender sus ramas, sin que nadie aprecie cómo se alarga?...

—Señora -dijo Tontina, con un bostezo ahora totalmente desprovisto de disimulo-, preguntadle al Trasgo, que os lo dirá mejor que yo...

Volvió a apoyar la cabeza en las rodillas de Ardid, y esta vez quedó profundamente dormida.

—¿Qué es lo que he oído? -murmuró Ardid, consternada-. ¿Acaso puede verte, Trasgo?...

El Trasgo seguía allí, sentado a sus pies, aunque ella no había reparado en él. Y le oyó decir:

—Me sorprende que no lo supieras, Ardid. Es del todo natural que así sea: aunque, por supuesto, sólo puede verme un instante antes del sueño. Una vez despierta, me olvida hasta el próximo sueño.

—¿Y cómo es eso? -Ardid notaba cómo un temor difuso se apoderaba de ella-. ¿Ha estudiado, como yo, en el libro de algún sabio maestro, y tiene así contaminados sus ojos, como yo?

—No -dijo el Trasgo-. No es extraordinaria, es de una especie corriente. Sólo antes del sueño, hasta el despertar: y olvida, hasta el próximo sueño. Además, algún día también dejará de verme aun antes del sueño, y nunca más nos recuperará: ni a mí ni al Sueño.

—¿Cómo es posible, Trasgo?... No entiendo nada: ¿algún día la Princesa se verá privada del placer del sueño? ¿Qué maleficio es ése?

—No se trata de ningún maleficio -dijo el Trasgo, con voz cansada-. Parece mentira, Ardid, que no lo entiendas. Es una cosa corriente, en una criatura muy corriente. El Sueño a que yo me refiero no tiene nada que ver con la gente que duerme, ni con la gente que descansa... Pero en fin, ya que no podremos ponernos de acuerdo, olvida estas cosas, querida niña, y duerme tú, que tanta falta parece hacerte. No te atormentes, que no ocurre nada de importancia ni de interés particular, ni motivo de inquietud alguno, por descontado, en esta Princesa Tontina. Llévala a la cama, y ocúpate de tu hijo Gudú, que a buen seguro es ya hora de que se halle aquí... Ay -añadió el Trasgo; y unas lágrimas terribles, grandes y brillantes como gotas de alguna lluvia antigua y triste resbalaron de sus ojillos de pimienta-, ojalá que él hubiera podido verme, si tan siquiera fuera de forma tan vulgar y rudimentaria como Tontina. Pero él es (y sospecho que en esto nada tienen que ver nuestras manipulaciones) una criatura extraordinaria. No así esta pobre y vulgar Tontina, que no debe dar motivos de inquietud a nadie.

Dicho lo cual, secó con ambas manos aquellas sus primeras lágrimas, tan oscuramente premonitorias, y desapareció entre los rescoldos, aún vivos y centelleantes, de la chimenea.

Luego, el Trasgo, como cada noche, como tantas veces, como hacía siglos, horadó un caminillo para que el Sueño de Tontina tuviera buen conducto; junto a otros innumerables caminillos, subterráneos y modestísimos, que a su vez conducían a otros tantos Sueños de otros tantos Tontinas y Tontines: tal como ocurría desde el primer día del mundo y seguirá ocurriendo, acaso, mientras la tierra exista. Éstas, en verdad, eran cosas vulgares, sin maravilla alguna para él. Ni siquiera merecía la pena hablar de ellas, y jamás pensó que, aunque por una sola vez, lo haría con un ser a todas luces tan agudo, tan sabio y extraordinario como la Reina Ardid. «Así son de complicadas y misteriosas -se dijo, una vez más- las humanas criaturas.»

A pesar de que con mucha frecuencia interrogó a Almíbar, y a la misma Tontina, qué era lo que les entretenía durante todo el día, cuál era el lenguaje que hablaban -puesto que, a pesar de estar compuesto de las mismas palabras que el suyo, resultaba indescifrable su sentido- y de dónde venían realmente, tanto ella como Once, como todos sus acompañantes, incluidos los impávidos soldados -que a decir de los atemorizados soldados de Olar y de toda la servidumbre, jamás hablaban, ni comían ni parecían dar muestras humanas-, sólo le contestaban con tan vagas y enrevesadas formas -incluido Almíbar-, que acabaron por irritarla y hastiarla.

—Almíbar -decía ella, a menudo, usando de todas sus Argucias-, dime al menos cómo supiste quién era Once, y qué cuento es ése de unos hermanos que no acabo de entender.

—Si está muy claro -contestaba Almíbar-. Está escrito, y lo he leído.

—¿Dónde? -insistía Ardid.

—En alguna parte -decía él, plácidamente. Y ninguna otra cosa en claro consiguió. Al menos, por entonces.

Poco a poco, fue resignándose a aquella ignorancia, y deseó que la boda se realizase de una vez. A menudo se consolaba -y mucho- recordando los bien guardados cofres repletos de maravillosas piedras que le había traído su futura nuera. Y por nada del mundo hubiera deseado desprenderse de tan fructíferos presentes, a los que, mentalmente, había ya dado su adecuado destino. De tal manera que, entre cálculos y más cálculos, y puntualizando en su Libro de Posibilidades -que tan al día llevaba, y con tanto escrúpulo-, se decía que el Reino de Olar sería el más grande y poderoso de la tierra, a poco que su hijo Gudú no la defraudara. Aunque alguna amargura le correspondiera en tales manejos, estaba segura de haber puesto todos los medios a su alcance para conseguirlo; y a fe -se decía- que había elegido con tino, cuidándose de privar a Gudú de la más perniciosa de las maldiciones: la capacidad de amar.

Así las cosas, espiaba, si bien por pura y simple costumbre, los innumerables juegos a que se dedicaban Tontina, Once, y su extravagante séquito. Y unas veces jugaban a la Máxima Pobreza, de suerte que, descalzos, fingían hallarse en una isla donde debían labrar la tierra para comer, y edificar sus propias viviendas, y en tan estúpidas diversiones se desollaban las manos y se herían; o a la Máxima Riqueza: en que, coronándose unos a otros con flores -y tenían especial predilección por las humildes margaritas, que crecían en la ya muy avanzada, espléndida y precoz primavera-, en profusas hileras en torno al recinto, saltaban los muros con agilidad y frecuencia pasmosas.

Un día, Ardid pensó que debía intervenir en sus ¡res y ven¡res, ya que, cosa sorprendente, ni una sola vez Tontina se interesó por la presencia o ausencia de Gudú. Así pues, la llamó, y dijo:

—Tontina, seguramente estás extrañada por la larga ausencia del Rey, tu futuro esposo y Señor. Creo que debo explicarte las circunstancias, en verdad importantes, que le retienen aún lejos de Olar.

—Bien -Tontina adoptó un aire de seriedad, a todas luces fingido: era la misma seriedad que adoptaba en los juegos, cuando éstos lo requerían-. En verdad, madre, no tengo prisa para jugar a la boda. Ya jugaremos a eso cualquier día...

—Nada de jugar -interrumpió Ardid, conteniendo su irritación-. Se trata de una boda real y verdadera, y espero que no lo tomes como cosa de juego.

Entonces, Tontina la miró intensamente. Y de pronto, sus ojos se inundaron de la profunda seriedad del primer día, aquella que era real y no fingida, aquella que a todos les estremeció sin saber exactamente por qué. Impresionada a su pesar, dijo Ardid:

—No te alarmes, hija mía, que la cosa no es motivo para ello. Simplemente, deseo hacerte comprender la gravedad de un paso como éste: pues sé por experiencia que ser Reina, y por añadidura Reina de Olar, no es cosa de juego, ni para tomar a la ligera.

Tontina seguía mirándola tan profundamente, que la Reina sintió crecer su malestar. Ante aquellos ojos, tan lúcidos, transparentes y a un tiempo intensos, algo zozobraba en quienes los contemplaban. Algo quizá conocido, muy remotamente inquietante que no se deseaba desentrañar al tiempo que llenaba de curiosidad. Por lo que ante su silencio, añadió:

—Espero no haberte asustado, Princesa Tontina.

Sólo entonces, la Princesa pareció desprenderse de aquella mirada, de aquel indescifrable mundo de luz y de abismo en que parecía inmersa: sus ojos volvieron a lucir con la leve y placentera sonrisa que a menudo jugueteaba en ellos. Y dijo:

—¿Cómo decís, madre? Perdonad, no os atendía.

—Pues ¿qué otra cosa atendíais? dijo, o casi gritó bruscamente Ardid. Estaba francamente irritada, y no trató de disimularlo. Tontina, entonces, frunció ligeramente las cejas, y con aire de cansancio, dijo:

—Oh, madre, os lo ruego, no pongáis esa cara, porque al veros con tales ojos y oíros con tal voz, me recordáis demasiado a la fastidiosa Aya Basilisa, que tanto me importunó allí y tan contenta estoy de haber dejado atrás, en el Reino de mi padre.

—¿El Aya Basilisa?, ¿quién era el Aya Basilisa? -la confusión y cierto temor vago, ambiguo, invadieron a Ardid. Jamás nadie le había dicho algo semejante, y optó por guardar silencio, en espera de las necedades que seguramente oiría a seguido.

Frotándose ligeramente la nariz con el dedo índice -gesto a todas luces poco elegante, aunque provisto, como todo lo que la caracterizaba, de un particular e inexplicable encanto-, dijo Tontina:

—Si queréis saber en qué pensaba, os diré que me llama la atención el brillo tan raro que luce en el centro de vuestros ojos: sólo vi algo semejante en las ardillas o en los gnomos.

La Reina se sobresaltó: ningún ser humano había visto, antes de Tontina, la semilla del centro de sus ojos, las gotas de luna. Sonrió azaradamente y dijo:

—Hijita, esos ojos se adquieren con los años: es la vejez.

—¿La vejez? -se extrañó Tontina-. No os veo vieja, sino joven y hermosa. Tal vez -admitió tras un titubeo, con ligera condescendencia-, si es que llegara a vieja algún día, no me importaría mucho parecerme a vos.

Tan convencida estaba de semejante imposibilidad, que la Reina pensó, con suave ternura: «Pues descuida, que más pronto de lo que deseas, esto sucederá». Sin embargo, aunque lista y sabia, ignoraba que las palabras de la Princesa no eran petulancia infantil ni ignorancia de niña estúpida, sino que respondían a una verdad tan profunda, que no era posible ser comprendida por simples oídos humanos. Así pues, Ardid añadió:

—Vería con mucho agrado que, en vez de dedicaros todo el día a juegos complicados y en verdad fuera de la realidad, pensarais de vez en vez en la proximidad de vuestra boda, que os hicierais cargo de que ello ocurrirá más pronto de lo previsible y que debéis reflexionar mucho, y prepararos para tan importante suceso. Creo que si todos los días platicáramos las dos un rato, algunas enseñanzas sobre el particular podré iros inculcando para que, llegado el día de la boda, hagáis el buen papel que todos esperamos de vos.

—Ay -contestó Tontina con voz de fastidio-, esto no es lo convenido: mi padre me aseguró que, si me casaba, acabarían para siempre las aburridas lecciones. Pero, según veo, no era cierto: ¿debo, pues, volver a aquel aburrimiento, a los deberes que retrasan la hora de jugar, a los castigos cara a la pared, a las interminables frases «No he prestado atención debida a mi maestro» que me imponían como penitencia? Os lo ruego, no lo hagáis, porque creo que no podría soportarlo.

—No se trata de eso -dijo Ardid, con la paciencia que ya iba adquiriendo para hablar con la Princesa-. Son simples conversaciones, de madre a hija. Y no habrá castigos ni lecciones de ésas, os lo puedo asegurar. Las lecciones, simplemente, se desprenderán de los ejemplos y enseñanzas que yo os haga saber: como historias hermosas.

—Ah bueno -dijo Tontina-. Siendo así, podemos probar. Y os prometo, entonces, interesarme y pensar más en la boda.

Así, las cosas se cumplieron de esta forma. O al menos, así lo creyó Ardid. Pues si la Princesa atendía con mucha atención y curiosidad a lo que ella, lo más suave y arteramente, intentaba inculcarle, lo cierto es que sus palabras producían un efecto bastante distinto en la mente de la muchacha. Y si cumplió lo prometido en cuanto a pensar en la boda, pronto tuvo ocasión Ardid de comprobar qué es lo que había entendido Tontina tras sus largas explicaciones, y cuál la forma que tenía de meditar sobre ellas.

Tontina sólo se había interesado por la ceremonia que componía una boda real -cosa que le maravillaba y divertía a partes iguales, puesto que a partes iguales le parecía solemne y ridícula-. Y su forma de meditar sobre ello fue incorporarla a sus habituales juegos. Muy favorito era, ahora, el «Juego de la Boda». De suerte que el juego de la ceremonia -interpretado de muy particular manera, como en sus disimuladas vigilancias pudo comprobar Ardid- era llevado a cabo con todo lujo y pormenor de detalles: unos aprendidos, otros mal entendidos, otros deformados, otros inventados por ella misma. Y así, casáronse todos infinidad de veces y de las más variadas formas: Tontina y Once, Once y un paje, dos pajes y una paloma, la misma Tontina y tres pajes, un paje y dos muchachas, una muchacha y una codorniz..., hasta un sinfín de variaciones que hacían hundir en el desánimo a Ardid. Pero considerando que de alguna manera, la idea del matrimonio -aún por peregrina que fuese- ocupaba algún espacio en el pensamiento de tan desesperante e increíble criatura, se conformó diciéndose que algo era algo: y algo, siempre era más que nada.

Y así se hallaban las cosas en la Corte de Olar, el día en que el Príncipe Predilecto y el anciano Hechicero, con escasa escolta y ánimo turbado por la difícil encomienda con que les enviara Gudú, emprendieron el regreso hacia la ciudad.

XII. UNA PIEDRA EN DOS MITADES

Desde el momento en que su hermano Predilecto partió, el Rey Gudú se sintió azotado por una espera impaciente. Habían llegado al linde de las estepas: allí donde la tierra del Rey Gudú se detenía, como temerosa de unas extensiones que no parecían tener fin. Y aunque lo habían visto, y muchos hablaban del Gran Río, lo cierto es que nadie quería adentrarse, y tan sólo Yahek y sus duros ex mercenarios sentían especial interés por tal empresa. Existía desde los tiempos del Rey Volodioso, una guarnición exigua que de tarde en tarde se relevaba. Los pocos hombres que de allí regresaban a Olar, lo hacían totalmente embrutecidos y aniquilados por una soledad sin límites. Apenas reconocían a sus familias ni a sus amigos. A medida que el tiempo les mantuvo en el confín del Reino, de cara a las estepas, sus ojos, sus miradas, parecían atacados por alguna suerte de ceguera especial: la contemplación, acaso, de la tierra sin fin, de la vastísima llanura que sólo rompía el viento, el lejano aullido de los lobos, el reverberar de un sol que, en ocasiones, enloquecía. Si bien en los últimos tiempos, raras fueron, y de escasa importancia, las incursiones a tierra olarense llevadas a cabo por dispersos o solitarios guerreros de las Hordas, otro enemigo mucho más cruel y maligno les aniquilaba: la espera y la proximidad de lo desconocido; la ignorancia y la vastedad de una soledad a la que apenas se asomaban y que parecía no tener fin.

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