Olvidado Rey Gudú (50 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Añadió bayas silvestres, helechos y alguna que otra fruslería al trenzado de su larga cabellera. Y así, a la tarde, puede asegurarse que el mismo Gudú quedó paralizado de asombro ante la belleza y esplendor de tan agreste como delicada criatura.

—¿Cuál es tu nombre? -le preguntó, al fin, aquella noche. Pero Ondina había olvidado consultar este detalle al Trasgo, y como su inteligencia no llegaba a tanto, se limitó a sonreír, con lo que al Rey se le antojó gran encanto y misterio, y en verdad no era otra cosa que profunda estupidez.

—Bien, en tal caso te llamaré Sonrisa -dijo. Y como la cuestión en sí no revestía excesiva importancia, Sonrisa la llamó aquel día y los restantes, hasta que se cumplió el décimo de su encuentro. Y entonces Sonrisa desapareció sin dejar rastro.

Mandó buscarla el Rey por los alrededores y él mismo batió el bosque en su busca: pues, comparadas con Ondina, las demás muchachas le producían profundo hastío sólo mirarlas. Sin embargo, bastante contrariado, hubo de resignarse a su pérdida. Y casi la había olvidado cuando Ondina, deseosa de repetir tan divertidas y curiosas experiencias, tomó un nuevo aspecto femenino: y esta vez optó porque sus cabellos fueran del color del cobre batido y tuvieran sus ojos la espesa y lenta dulzura de la miel, y su mismo tono dorado. Había aprendido algo más de las costumbres humanas, de forma que tejióse ella misma una túnica de musgo y plantas acuáticas, que tenía el tacto del más suave tejido. Y así, entró ella misma en la tienda del Rey aquella noche. Y éste quedó maravillado de su aparición y de su diligencia y buen ánimo por complacerle. Por lo que, pensó, no podía decirse que fuera un ser desafortunado.

Y como tampoco esta vez la mujer dijo su nombre, decidió, por cuenta y decisión propia, llamarla Dorada. Y nada hubieron de objetar a ello, ni la muchacha ni cualquier otro (como, por otra parte, era de esperar).

Así sucesivamente, Ondina fue tomando variados aspectos que, espoleada por la imaginación de cuanto veía y oía, le producían gran diversión y regocijo. Y como, en cierta ocasión, a punto estuvo de que el Rey descubriera sus orejas puntiagudas -cosa, al parecer, inevitable, contra la que no existía, ni existe, elixir alguno-, atinó a trenzar su cabello y cubrirlas con dos rodetes, tal y como viera hacer a alguna mujer del campamento. Y con espinos silvestres los sujetó, de forma que se sintió más cómoda y segura, al tiempo que, en verdad, bonita y aseada en extremo.

Pero Ondina era tan caprichosa como el propio Gudú, y si bien el joven Rey no le desagradaba en absoluto -incluso le tenía por hermoso y atractivo-, lo cierto es que sus ojos fueron posándose aquí y allá: y halló jóvenes de aspecto muy saludable y prometedor entre los soldados. Así que, de vez en vez, y a escondidas, a ellos se presentó también. Y, cuidando de no ser vista por el Rey en estas ocasiones -rápidamente habría despojado al beneficiario, de la presa y de la vida a un tiempo-, probó otras nuevas y divertidas aventuras con muy distintos muchachos. Y hasta con granados y curtidos soldados: que sus nuevos conocimientos le abrían caminos de gran contento, antes insospechados. Y se decía que, si aquello era lo que su abuela, la Dama del Lago, despreciaba, como peligrosos caminos de humana contaminación, bienvenida fuera la tal contaminación, que tan placenteras ocasiones daba para adquirir sensaciones infinitamente más sustanciosas que las ingrávidas caricias y helados besos -agua por medio- de los gráciles y ya a todas luces insoportables tritones. Tal como el Trasgo se había dicho en un tiempo, la contaminación -si es que llegaba- bien valía lo que daba a cambio. Pues en verdad, jamás Ondina se había divertido tanto, ni de tan variada y agradable manera. Los hombres -pensaba, al regresar al manantial, cumplido el trato de los diez días- no eran en modo alguno tan despreciables como durante cuatrocientos años su abuela habíase esforzado en hacerle comprender. «Pobre abuela -se dijo-. Más le valdría abandonar un poco tanta pureza, tanto poder y tanta sabiduría y probar de cuando en cuando un sorbito, aunque fuera, de las muchas y encantadoras delicias que puede ofrecer la humana y mortal naturaleza. Cuántas cosas ignora, la pobre, desde su inmenso saber.»

Por todo ello no es extraño que, al poco tiempo, cundiera entre los soldados la idea de que era aquélla una región poblada de complacientes y hermosísimas muchachas: cosa que, cuando llegaron allí por primera vez, estaban todos -Rey incluido- muy lejos de sospechar.

2

Todavía no había llegado Predilecto -cuyo viaje se demoraba, dadas las muchas paradas que requerían la debilidad y vejez del Maestro-, cuando la Reina Ardid tuvo motivos para un nuevo y esta vez, más grave sobresalto.

Estaba en su cámara, rodeada de sus doncellas y acicalándose para la comida, cuando fue avisada urgentemente por Almíbar de que algo muy peligroso les amenazaba.

—Es el caso -dijo el Príncipe, consternado- que la Princesa Tontina ha decidido súbitamente que este Castillo es aburrido y monótono, que está cansada ya de jugar a la Boda con Gudú y que se dispone a marcharse, con todo su séquito. Para que no dudéis de lo que digo, podéis comprobarlo vos misma, pues con gran ajetreo y órdenes contradictorias (como es su costumbre) está haciendo el equipaje, ha mandado enganchar la carroza y sus mudos e impávidos soldados (eso sí, irreprochablemente y sin una mota de polvo en sus atuendos) ya se disponen a partir.

—¿Qué estáis diciendo? -se consternó Ardid.

El Trasgo, que permanecía sentado sobre la cómoda, opinó:

—Nada de esto es extraño, querida niña: en vano os he dicho que Gudú debía haber regresado ya, y si este matrimonio se hubiera llevado a cabo, poco podría hacer ella en otro sentido. Pero escasa autoridad demostráis hacia vuestro hijo, que, aunque Rey, hijo vuestro es al fin y al cabo: y según lo que he aprendido entre vosotros, este asunto parece ser de cierta importancia.

—¿Y qué puedo hacer yo, si mi hijo no acude? -dijo Ardid-. Tres emisarios le he enviado ya, y con escasa fortuna. Como no le lleve yo misma la Princesa al campamento, cosa que no juzgo delicada ni pertinente, no veo otra forma de que esa boda se lleve a cabo. Y si no se lleva a cabo, deberemos devolver los tesoros que trajo en dote, y emprender nuevamente la búsqueda de otra Princesa tan libre de toda sospecha de entronques viles, como ésta; y será difícil, pues harto trabajo nos dio al Maestro y a mí hallarla. Y como mi amado Maestro permanece retenido por Gudú, creedme si os digo que, yo sola, desconfío de hallar alguien tan conveniente y beneficioso como ella. ¿Por qué, Trasgo mío, no podía reunir la Princesa, además de belleza y linaje, un poco de cordura? Triste es reconocer que de lo último anda tan escasa como el más necio de los pájaros.

—No creo lo mismo -dijo el Trasgo-. No es en modo alguno estúpida. Lo que ocurre, querida niña, es que en estas tierras os regís por criterios muy dispares a los de las remotas Regiones de los que Nunca Pasan. Y de esta forma, poco entendimiento puede haber entre vosotros.

—Sea como fuere, la cosa es que estamos en un aprieto -dijo Ardid, prendiéndose presurosa en el cabello la última aguja-. Ea, vayamos y veamos qué puede hacerse.

Así diciendo, salió de la estancia. Y no tardó en convencerse de cuanto su querido amigo le decía. Las habitaciones de Tontina eran un puro hormigueo de pajes y muchachos que, portando cofres sin ton ni son, de aquí para allá, desbarataban más que ordenaban, con las prisas del viaje. Lo que no dejaba de ser una suerte.

Todos los muñecos aparecían alineados, vestidos con sus mejores galas, junto a las codornices, las palomas, las ardillas y los cachorros, que, al parecer, eran quienes mostraban mayor formalidad, orden y sensatez. Pero las muchachas discutían sobre los trajes que debían vestir, y la misma Princesa estaba sumida en la perplejidad, pues había perdido un zapato y no sabía dónde ni cuándo. Por esta causa, se afanaba buscándolo debajo de la cama. Y como llevaba en brazos un cachorro y sobre su espalda correteaba una codorniz y un par de ardillas tironeaban juguetonamente de aquellas trencitas tan curiosas que le enmarcaban suavemente el rostro, la Reina se dijo que ya no estaba para semejantes trotes. Se agachó a su vez y, asomando bajo el lecho principesco su rostro, sofocado por el esfuerzo, clamó:

—Os ruego, Princesa, que salgáis inmediatamente de ahí debajo y escuchéis lo que tengo que deciros.

A pesar del protocolario «os ruego», había un tono tan peculiar en su voz, que Tontina, mirándola como en ocasiones parecidas mirara a su Aya Basilisa, se aprestó a obedecer. Mientras sacudía migas y desprendía del vestido de Tontina algunos madroños dorados, díjole Ardid:

—Estoy en verdad desolada y os confieso que altamente irritada por el absurdo rumor que ha llegado a mis oídos: alguien que pretende malquistaros en mi afecto ha osado propagar el embuste de que pensáis partir, dejando plantado (como vulgarmente se dice) nada menos que al Rey.

—No es embuste -dijo Tontina con aplomo-. Es verdad, Señora.

—Pues no creo que estéis en vuestro sano juicio -dijo la Reina, revistiendo sus palabras de aquella severidad que tanto afectaba a Tontina-. Y así quiero que os conste.

—No hay para tanto -dijo Tontina, con candor-. Al fin y al cabo, en todas partes quieren que nos vayamos: mi augusto padre, el Rey, por ejemplo, se puso muy contento al recibir vuestra petición, porque, según dijo, estaba harto y medio loco de soportarnos. Por tanto, os aseguro, Señora, que vais a quedaros más contenta que ahora, cuando nos hayamos ido.

—Ésta es una opinión que se aparta del meollo de nuestro asunto -dijo Ardid, comprendiendo con todo su corazón al Rey Padre-. Pero habéis hecho una promesa, y como Princesa de sangre intachable, sabéis que vuestro honor os impide una desconsideración semejante. Y no lo dudéis: esta ofensa no será olvidada por el Rey, de cuya severidad tal vez habréis oído hablar.

—¿Qué Rey? -dijo Tontina, en verdad más atenta a las dos ardillas que a la conversación-. ¿Mi padre? Oh, no es severo. Más bien es algo blanducho.

Al oír esto, todo el séquito de la Princesa -animales incluidos, y esto lo podía apreciar bien la Reina Ardid, ducha en descifrar el lenguaje de las aves y de toda clase de habitantes de los bosques- pareció muy regocijado.

—No tengo el honor de conocer a vuestro padre, que estimo y respeto -prosiguió Ardid, con el mayor dominio de su voluntad, pues desde hacía mucho rato deseaba propinar un par de bofetones a Tontina-. Me refiero a mi hijo y futuro esposo vuestro, el Rey Gudú.

Tontina hizo un gesto parecido a aquel, tan vago y enigmático, de cuando preguntó qué clase de piedrecitas eran las que lucía Ardid en su broche. Luego, arrugó levemente la nariz, síntoma en ella de profundo fastidio, y añadió:

—Oh, si os referís a esa historia de la boda y todo eso, ¡bah, Señora, ya me cansé de jugar a casarme con el Rey Gudú! Ahora tenemos otros proyectos -y sonrió con una malicia que, realmente, era la máxima expresión de candor presenciada por Ardid. Esta sonrisa fue coreada con exclamaciones de entusiasmo por la insoportable chiquillería. Y Ardid tuvo que revestirse nuevamente de Basilisa para decir:

—No se trata de ningún juego. Es algo muy serio, muy grave y en verdad muy peligroso. Por tanto, no me obliguéis a propinaros un castigo que estoy lejos de desear.

La Princesa se encogió de hombros, con aire resignado. Parecía, de pronto, la imagen de la desolación.

—Creí que me había librado de estas cosas -murmuró-. Pero, como siempre, me han engañado.

—Vos sois, y lamento decíroslo, quien nos ha engañado: a mí, a este país y al Rey. Pues si una Princesa promete algo (así me lo inculcaron en mi infancia, y no lo he olvidado), debe cumplirlo hasta la muerte.

—¡Qué aburrimiento! -dijo Tontina, pensativa-. ¡Qué aburrimiento tan grande!

Y como estas palabras no las esperaba Ardid, las tomó por abandono. Así, sentándose frente a la Princesa y tomando sus manos entre las de ella, dijo más suavemente:

—Querida hija, reflexiona lo insensato de este viaje, que... Pero Tontina levantó la cabeza, sorprendida:

—¿Insensato el viaje? Oh, Señora, no sabéis de lo que estáis hablando. -Y volviéndose a sus acompañantes, añadió, con aire de gran divertimiento-: Dice la Reina que nuestro viaje es insensato. ¡Nada en el mundo es más divertido y cuerdo! Mucho más que jugar a bodas un día tras otro, con el Rey, si viene, o con quien sea. En verdad, Señora, tenéis ocurrencias muy graciosas.

—Pues espero ver la cara de vuestro padre cuando os vea regresar -dijo Ardid, tan desconcertada como ofendida-. No creo que le oigáis decir nada divertido cuando os vea, por «blanducho» que lo juzguéis.

—¿Volver con el Rey, mi padre? -se asombró candorosamente Tontina-. Señora, decís cosas muy ocurrentes. En modo alguno volveremos con él. Además, temo que ni siquiera nos abriría la puerta de su palacio. No, de ninguna manera. Nos vamos a muy distinto lugar, ¿verdad, Once? -dijo, volviendo la cara, iluminada de ilusión, hacia la ventana.

Allí descubrió Ardid, entonces, al primo de la Princesa, el extraño Príncipe Once, que, según comprobara Ardid, de tan peregrina forma protegía a la muchacha.

—¿Pues dónde, si puede saberse, pensáis dirigiros? -exclamó Ardid con tono de incrédula altanería.

Once balanceaba las piernas, según su costumbre, y con su mano libre -la otra permanecía siempre bajo el manto- mordisqueaba una manzana.

—Nos vamos «Por ahí» -dijo-. ¿No oísteis hablar de ese lugar? Es raro, todo el mundo una vez, al menos, desea irse «Por ahí».

El entusiasmo con que estas palabras fueron recibidas impidieron ya hacer audible la voz de la Reina. Por mucho que ésta buscase desesperadamente el tono de la fementida Basilisa, nadie le hizo caso, y menos que nadie, Tontina. Ni sus ruegos ni sus amenazas eran atendidas, de forma que, al cabo de un rato, creyó haber perdido la voz o estar hablando con espectros.

Abandonó la habitación y se retiró a reflexionar, de muy mal talante.

Cuando, al parecer, todo el equipaje de la Princesa estaba cargado en el carrito y ésta, arrojando besos sin ton ni son con la punta de los dedos, se disponía a subir a la carroza, la Reina tuvo una súbita inspiración: prescindiendo de todo protocolo y ceremonia, bajó corriendo la escalera y, antes de que el cochero azuzara a los caballos, lanzóse a la carroza, abrió la puerta y, jadeando, dijo:

—Princesa, mucho me temo que cometéis un error. De ninguna manera devolveré a vuestro padre los cofres de vuestra dote. Tened por seguro que conmigo los guardaré, y no dudéis de que la ira de mi hijo y mi propio despecho os hallarán en parte cualquiera donde esté ese «Por ahí».

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