—Sí…
—Padre Anselmo, soy Catalina, la nieta del ex comisario Salas. ¿Puedo hablar con usted un momento?
No tenía ni idea de por qué había dicho lo que acababa de oír, pero funcionó y el cura respondió de inmediato.
—Dame un minuto, ahora salgo.
Kate se acercó a la pared. Seguía forrada de láminas con dibujos de los niños de la catequesis, sembrados de pesebres con el niño Jesús. Pero eran mucho más sofisticados que los de su época. Entonces, la única a la que le gustaba elaborar
collages
era a Dana, quien, para desconcierto de las catequistas y envidia del resto de los niños, pegaba en las cartulinas todo lo que encontraba y conseguía resultados espectaculares.
El sacerdote abrió la puerta y le ofreció la mano y una sonrisa demasiado amplia. Aún quedaban restos de migas en la pechera negra de su sotana y un par de manchurrones. Al acercarse, el olor a vino azotó a Kate como una bofetada. Ciertas cosas nunca cambian, pensó con una punzada de nostalgia que se forzó a ignorar.
—Padre Anselmo, necesito saber algo y me han dicho que sólo usted puede ayudarme.
Él se encogió de hombros y Kate tuvo la sensación de que el abultado abdomen del cura se elevaba unos centímetros.
—Pasa y sentémonos. No sé en qué podría ayudarte.
—Verá, necesito saber todo lo que pueda contarme sobre Marian Bernat.
Él se volvió sorprendido. Casi de inmediato bajó la vista hasta las manos, y empezó lentamente a frotárselas. Kate intuyó que no convenía dejarle meditar demasiado.
—Pensará que lo que le pido no tiene ni pies ni cabeza, pero deme un voto de confianza y dentro de unos días le contaré por qué necesito lo que le pido. Es por una buena causa…
El capellán tosió de nuevo y su abdomen se movió como la tapa de una tetera hirviendo.
—Marian era la hermana de Jaime —dijo—, una niña muy buena. En paz descansen los dos.
El viejo párroco bajó la mirada al suelo y se alisó la sotana sin fuerzas.
—Cuando empezó a encontrarse mal —continuó—, su padre la mandó a Barcelona con su tía Rosalía, para protegerla. La gente es cruel con esas cosas… Era una niña muy buena. Aún recuerdo aquel viaje en tren…
Se le habían humedecido los ojos.
—Yo la acompañé, ¿sabes?, con Jaime. Se pasó todo el viaje llorando, abrazada a la maleta como si fuese lo único que poseía en el mundo.
El cura hizo una pausa y Kate le vio tragar saliva. Eso la hizo temer que detuviese la historia y le alentó.
—Pero ¿por qué la mandaron a Barcelona si no quería?
Don Anselmo la miró con los ojos vidriosos y los labios apretados.
—Porque estaba… enferma.
El sacerdote volvía a detener la vista en algún punto del suelo con actitud de haber dicho cuanto tenía que decir. De repente Kate comprendió su problema.
—¿Quién era el padre?
Don Anselmo alzó la cabeza, sorprendido, y ella le sostuvo la mirada. Entonces, él cruzó las manos sobre el regazo y negó con la cabeza.
—No deberías remover el pasado. Las historias de familia son privadas.
Pero Kate no iba a darse por vencida.
—¿Y ella no volvió?
—No pudo.
—¿Por qué?
—Porque murió al poco de llegar a Barcelona.
Kate frunció el ceño. Eso era imposible… Según la caja de los Herrero, Marian Bernat había estado en Andorra hacía tan sólo unos meses.
—Padre, ¿está seguro de eso?
Don Anselmo la miró desconcertado.
—Naturalmente. Rosalía me llamó porque tenía problemas para enterrarla y tuve que interceder en el obispado. —Y mirándola a los ojos añadió—: Yo mismo oficié su entierro.
El sacerdote volvió a bajar la vista y habló para sí mismo.
—Era muy buena, demasiado. Una buena niña.
—¿Y cuándo dice que murió?
—Pues poco después de llegar a Barcelona. La ciudad no le sentó bien.
—Entonces, ¿está enterrada en Das?
Él negó con la cabeza.
—No lo entiendo. ¿Por qué no la trajeron de vuelta?
El padre Anselmo la miró como si dudase de sus intenciones, y Kate temió de nuevo que dejase de hablar.
—En fin, eso ya da igual. —Kate debía cambiar de tema para continuar la conversación—. Pero, dígame, ¿qué edad tenía?
El párroco parecía contar y era fácil darse cuenta de los esfuerzos que hacía para poner los números en orden. Al fin, asintió.
—Cuando se fue, creo que acababa de cumplir los dieciocho. Era muy buena, demasiado. El señor se lleva a los mejores, ¿verdad, hija? —lamentó con resignación.
A Kate se le encogió el corazón e intentó apartar a su padre de sus pensamientos.
—Entonces, ¿estaba con una tía suya?
La expresión del cura sufrió una ligera transformación antes de responder.
—Con Rosalía, la hermana de su padre.
—¿Y estaba casada?
Él negó con la cabeza.
—No, vivía en un piso sola, en la calle Aribau, delante de la pastelería La Coma. Trabajaba en Tabacos de Filipinas como secretaria de uno de los dueños.
El párroco permaneció en silencio.
—Y Marian fue a vivir con ella…
Él asintió.
—Entonces, el piso era de la tía…
Volvió a asentir. El cura se estaba quedando dormido y Kate aceleró.
—¿Y qué edad tendría?
Él la miró perplejo.
—El día dos hará veintidós años que murió.
—Lo lamento… ¿Era muy mayor?
La benevolencia iluminó la expresión del clérigo.
—Nos llevaba diez años, pero jamás lo pareció. Era una mujer con mucha clase. Parecía la hermana de Jaime en vez de la tía. El valle se le quedó pequeño —lamentó con resignación.
—¿Y qué fue del piso?
Don Anselmo se encogió de hombros, y Kate percibió que él empezaba a preguntarse de veras a qué venía tanta curiosidad.
—No comprendo por qué te interesa todo esto.
—Por nada. En cuanto pueda sacar algo en claro vendré a contárselo.
Kate se puso en pie y le tendió la mano. Él adelantó la suya. Era una mano flácida y desigual, la de un hombre vencido, pensó mientras le ofrecía su mejor sonrisa.
—Muchas gracias, padre Anselmo.
Él asintió con el ceño fruncido y la miró con desconfianza. Era fácil percibir sus dudas sobre las intenciones que podían haberla empujado a pedir esa información. Como también lo era ver en sus ojos el temor a haber hablado de más. Su consejo lo confirmó.
—Sé discreta con lo que acabas de saber. No sé si he hecho bien confiándote esa información. Si Jaime supiese lo que te acabo de contar…
Ella asintió.
—No se preocupe, lo usaré bien.
Después de unos minutos con el padre Anselmo en la densa atmósfera de la rectoría, el aire frío de la calle le pareció purificador. Kate respiró hondo hasta que el aire helado dejó de dolerle al entrar por la garganta. El termómetro rozaba los nueve bajo cero y las luces de las calles brillaban con la intensidad de llevar encendidas largo rato. Noviembre estaba resultando especialmente frío. Su estómago le recordó que necesitaba comprar comida y aligeró el paso preguntándose cómo se le había ocurrido ponerse una falda. De repente se alegró de volver al hospital con Dana. Volvió a respirar profundamente varias veces mientras avanzaba pensando en la sospecha que acababa de constatar: que Jaime Bernat los tenía subyugados a todos… incluso después de muerto.
Habitación 202, hospital de Puigcerdà
Algo cálido y húmedo le rozaba la cara. Estaba sumida en un estado de semiinconsciencia en el que apenas notaba su cuerpo, aunque sabía que estaba tumbada porque no notaba peso en los pies y tenía la cabeza apoyada. Intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y notaba algo áspero al intentar mover el ojo de izquierda a derecha. No había dolor, tampoco frío o calor, ni siquiera olores que pudiese identificar. Volvió a dejarse vencer por la inconsciencia. Pero, entonces, algo suave le rozó de nuevo la mejilla y quiso esforzarse por saber. Intentó abrir la boca pero no pudo, como tampoco fue capaz de mover las manos. Cansada, volvió a abandonarse al sueño.
Cuando volvió a ser consciente, algo le presionaba la mano. No estaba sola. Alguien la sujetaba fuerte y notó que tenía los ojos cubiertos por algo blando. Intentó abrir la boca, pero sus músculos no respondían a las órdenes. ¿Estaba muerta? Esa idea la despertó. Debía buscar a la abuela. De repente, empezó a notar cómo se acaloraba, pero no fue capaz de mover un músculo. Los sentidos. Debía centrarse en los sentidos. O puede que sus músculos no obedeciesen porque ya no los tenía… Entonces, ¿qué era?, ¿en qué se había convertido? ¿En un espíritu?
De nuevo notó esa humedad cálida en la mejilla. Era ella, puede que ella estuviese intentando despertarla en el más allá. Háblame, dime algo, abuela. Dime lo que debo hacer. Y de pronto oyó el susurro. La voz que le hablaba era la que calentaba de forma intermitente la cara, la parte de la cara que estaba al descubierto.
—Tengo que irme, lo siento, volveré mañana. Te hablaré cada día hasta que despiertes. La finca va bien, yo me ocupo. Descansa. Mañana volveré.
Entonces fue cuando lo notó. El contacto cálido, húmedo y blando que se hundía en su mejilla para dejarla luego al descubierto. ¿Quién era?
Entonces, no estaba muerta…
Esa idea la hundió en el desánimo. Nada de lo que la acechaba, ninguno de sus problemas, había desaparecido. No había escapado y ni siquiera sabía dónde estaba.
Lo último que recordaba era la casona, el despacho, lo que había escondido en la mesa. Ya no tenía los sementales. Sólo quedaba de ellos un sobre escondido en la mesa. Notó el hormigueo, preludio de las lágrimas, y cientos de agujas que le perforaban los ojos. Cálmate. Pero el banco, el proveedor del forraje, todos sus problemas seguían allí. El dolor en los ojos era insoportable y quiso moverse, pero no lo consiguió. Intentó volver a la inconsciencia, abandonarse y flotar en la nube, pero ya no pudo. La certeza de lo que acababa de perder la mantuvo consciente, cada vez más consciente.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando volvió a notar que alguien le cogía la mano. De nuevo la misma voz, un susurro cada vez más claro, un sonido cada vez más nítido. Le pareció que conseguía tragar saliva. Pero no podía estar segura de nada…
—Yo te protegeré. No dejaré que se te acerque. Y nadie sabrá que volviste a la era, de noche. No me importa lo que buscases, tu secreto está a salvo conmigo.
Entonces comprendió la terrible realidad: era Chico.
Y eso la hacía permanecer allí, atrapada en la vida, con sus deudas, sin sus caballos. De pronto, su mente empezó a caminar más de prisa y cambió de objetivo. Pensó en Kate: ella no estaba. Una presión extraña y persistente en el pecho al pensar en ella le hizo recordar la discusión. Tampoco contaba con eso. Puede que si se esforzaba consiguiese morir. Desaparecer. Intentó cerrar los ojos con fuerza y concentrarse en ello, pero el escozor era insoportable.
Eso no es propio de una Prats.
Visualizó a la abuela.
Nosotras luchamos, hasta el final.
¿Y acaso no es esto el final? ¿Es que no te das cuenta de que ya no hay nada por lo que luchar? ¿Qué se supone que voy a hacer cuando el banco o los Bernat se queden con la finca? Eso no debe pasar. Ya, pero resulta que tengo el hacha sobre el cogote desde hace meses y ya no puedo más. Como una niña mimada, así es como te estás comportando, Dana. Y no vas a morirte, estás lejos de eso, espabila.
Intentó moverse, pero su cuerpo era un bloque de hormigón y contuvo el impulso de llorar. Entonces probó a presionar la mano que sujetaba la suya, se esforzó y se concentró en ello para que él notase que estaba allí. Luego esperó atenta una reacción. Nada. Lo intentó varias veces, muchas, siempre esperando una señal, algo, lo que fuese. Hasta que el cansancio la venció. Otra vez.
Plaza Santa María, Puigcerdà
¡Joder!, ya era mala suerte haberse encontrado precisamente con él… Santi cruzaba la plaza en dirección al parking. Avanzaba con decisión, como si el mundo debiese saber que iba a tomar medidas por lo que acababa de ocurrir.
Había visto salir al ex comisario y poco después a la nieta, así que pensó que ése era el momento. Pero, por lo visto, no pensaban dejarla sola ni un minuto. Y él quería saber cómo estaban las cosas. En realidad, lo único que quería era enterarse de si estaba tan mal, pues en tal caso, no habría de qué preocuparse. Pero si no estaba grave había que tomar una determinación antes de que abandonase el hospital, porque una vez que estuviese en la finca todo sería más complicado. Además, estaba seguro de que, en cuanto se le hubiese pasado el calentón del momento, la abogada volvería a su trabajo y él podría resolver qué hacer. En el fondo no podía quejarse. Con ella en el hospital la finca empeoraría, y eso favorecía sus intereses.
Pero pensar en Chico le calentó la sangre. El maldito Masó estaba hasta en la sopa, y eso podía ser un problema.
Pulsó el mando con demasiada fuerza y las luces de la
pick-up
pestañearon. Abrió la puerta y, antes de subir, sujetó el ticket con los labios y sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón para coger la tarjeta. Entró, lo dejó todo en el salpicadero y pegó un portazo. Al verle salir de la habitación había intentado disimular y pasar de largo con la coartada del vendaje. Pero lo que había dicho sonaba tan falso como la excusa de un crío… Santi maldijo al recordarlo y puso la primera con rabia. Notar claramente en sus ojos que no le había engañado le puso casi tan furioso como verle dar la vuelta y volver a entrar en la habitación, retándole a seguirle, a meterse en la cueva de los lobos. El muy cabrón le conocía demasiado bien, y también conocía sus intenciones.
Santi pasó la tarjeta por la máquina y volvió a guardarla en la cartera en el momento en el que se abría la valla de la rampa. Puso la segunda y arrancó tan rápido que dejó una nube oscura tras él. Había llovido mucho desde que él y Chico jugaban juntos en la finca de los Masó.
Fue hasta que pasó aquello con la gallina de su madre y ella le echó de allí. Desde entonces no había vuelto. Primero por vergüenza, luego por rabia, al final por miedo a que una mujer volviese a echarle de sus propias tierras. Por primera vez en su vida alguien pareció no respetar quién era su padre y él no se atrevió a replicar por miedo al bastón. Luego, durante años estuvo convencido de que era un maldito cobarde y nunca se atrevió a hablar con nadie de lo que había pasado. Hasta que un día su padre le enseñó que para vengarse había que saber esperar y decidió que, cuando él fuese el amo, les quitaría a los Masó las tierras que su padre les tenía arrendadas. Así fue como se quedó sin compañero de juegos. Pero le daba igual, pues su padre tampoco le dejaba demasiado tiempo para distracciones y no le iba a echar en falta. Además, Chico era muy pequeño para comprender que la muerte de una gallina no era el fin del mundo y que él tenía razón cuando afirmaba que esos bichos eran capaces de andar decapitados durante un buen rato. De hecho, aquélla no era la primera gallina que Santi mataba, porque su padre le había advertido de que uno sólo podía apostar cuando estaba seguro de ganar.