—¿Y qué puede tener que ver en eso Manuel? —Ahora su expresión era de perplejidad.
—Las pruebas muestran que su vecino murió envenenado.
Isabel enarcó las cejas, incrédula.
—¿Y piensan que ha sido Manuel?
J. B. negó con un gesto.
—No, en absoluto. Hemos venido para investigar un envío que recibieron ustedes hace unos meses.
A Isabel le cambió la cara, pero el sargento continuó.
—Se trata de una caja con dos botellas de brandy.
Al instante, la mujer levantó altiva la cabeza y clavó sus ojos claros en el sargento.
—Si lo que quiere decir es si la hemos recibido, sí, es verdad. Y sigue aquí, porque el hombre que la trajo no quiso volver a llevársela. La tengo escondida en el cobertizo de las gallinas.
—¿Podemos verla?
—¿Verla? Llévensela y no vuelvan por aquí. Hay que ser muy mala persona para mandarle algo a Manuel en su nombre cuarenta años después. Estoy segura de que fue él, no conozco a nadie tan mezquino. Menos mal que estaba sola cuando trajeron el paquete, porque si llega a verlo Manuel no sé lo que hubiese podido pasar. Después de tantos años no sé a qué viene esa clase de broma pesada.
Isabel negó de nuevo y siguió hablando:
—Desde luego, era un malaje. Y que Dios me perdone, pero si lo han matado, me alegro. En esta casa nos alegramos de que alguien con un par acabara con él. Ese hombre era una mala persona y murió como se merecía. Ya lo decía mi madre: el que a hierro mata…
Y tras una leve pausa añadió:
—Hasta su mujer tuvo que irse. ¿Por qué creen que se llevó a la niña? Y al otro porque no pudo, la pobre. Ustedes son muy jóvenes, pero tendrían que haber visto cómo tenía al chaval cuando ella se marchó. Daba una lástima… No le había dado yo huevos a escondidas y bocadillos que le dejaba en el banco de piedra… —reconoció señalando hacia el pueblo—. Pero al final se volvió como él. Todo lo malo se pega. Ese viejo usurero y roñoso se merecía morir donde lo encontraron, en un estercolero, porque eso es lo que era: un puerco.
Isabel había entrado en una espiral de irritación a medida que los argumentos contra Bernat salían de su boca. Ahora, los miraba a ambos encendida, con gesto de estar esperando una respuesta. Kate intentó procesar todo lo que acababa de oír, lo de la mujer de Bernat, lo de la niña y lo del pequeño, que debía de ser Santi. Pero el sargento estaba interesado en otra cosa.
—Isabel, ¿dice que fue el propio Jaime quien les mandó el brandy?
—¿Quién si no podía quererle tanto mal a Manuel? Él, que el pobre no ha hecho daño a nadie en su vida…
—¿Podemos ver la caja?
Isabel se metió las manos en los bolsillos del delantal y les hizo señas para que la siguiesen. Al fondo del patio había un cobertizo de madera de unos seis o siete metros cuadrados. La mujer se dirigió hacia allí y justo antes de llegar les indicó que esperasen. En cuanto entró, los cacareos aumentaron.
El sargento esperó sin perder de vista el cobertizo. Kate permanecía un paso por detrás y le observaba de soslayo. La conocida melodía de
El padrino
empezó a sonar y él miró la pantalla. Descolgó. La primera letra del tatuaje asomaba por encima de su camisa, una letra gris y potente sobre una piel oscura y suave. Y, mientras Kate se fijaba en ese detalle, él emitió un escueto luego te llamo, colgó y se volvió hacia ella.
Kate frunció el ceño molesta por la interrupción y sus ojos se encontraron.
—¿Cómo sabías que tenía problemas con Bernat?
El sargento levantó una ceja.
—Manuel Herrero es el sexto nombre en una de las listas que me diste. Creía que los abogados tenían mucha memoria…
Cuando iba a contestarle oyeron a Isabel trasteando la puerta de alambre del cobertizo con una caja y J. B. se acercó para ayudarla. Cogió la caja con suavidad, como si fuese algo muy valioso. Kate no pudo evitar la sensación de
déjà vu
al verle usar las manos. Había algo desconcertante en los movimientos del sargento.
—Ni siquiera la he abierto. No sé lo que hay dentro. Si encuentran algo podrido no me culpen…
—Necesito que me firme un consentimiento. ¿Le parece bien que pase mañana?
Isabel se frotó las manos e hizo amago de volver a meterlas en los bolsillos, pero se las volvió a frotar.
—No, ya me acerco yo el sábado, que voy al mercado de Puigcerdà. Iré a las nueve, antes de hacer la compra. Si Manuel se enterase de esto, le haría más mal que bien.
—¿Quiere que la abramos por si hay algo que le interesa, una tarjeta o algo así? —propuso Kate.
Había visto asomar la esquina de un sobre cuando la caja había cambiado de manos y temió que él no le dejase ver lo que ponía. Notó la mirada indignada que el sargento le lanzaba, pero se centró en la reacción de Isabel. La mujer pareció dudar un instante, pero luego negó con la cabeza.
—No, sólo puede ser algo con mala intención y no necesito volver a pasar un mal rato. Ya pasé bastante escondiéndosela a Manuel. Llévensela —zanjó mirando al sargento.
—Bien, pues la espero en comisaría el sábado por la mañana.
J. B. apenas aguardó su respuesta y dio media vuelta sin perder tiempo.
Kate le seguía un paso por detrás pensando en la tarjeta. Al fin y al cabo, si estaban allí era gracias a ella; no podía negarse a dejársela leer. De pronto recordó que se había marchado del hospital sin recibir la confirmación de que Miguel iba a relevarla y se le humedeció la espalda. Buscó la BlackBerry y marcó su número.
—…
—¿Dónde estás?
—…
—¿Es que no lees los
whats
? Te he mandado uno para que fueses al hospital y ahora lleva una hora sola. ¡Eres un irresponsable!
—…
—Me pongo como me da la gana, y tú lo que tienes que hacer es mirar el móvil y contestar, ¡idiota! —Y colgó.
J. B. esperaba al lado del maletero del coche con la caja en brazos. Kate evitó mirarle. Seguro que estaba sonriendo, el muy imbécil; todos son iguales, pensó. Subieron al coche en silencio y se dirigieron a Puigcerdà. Al entrar en la recta, Kate se dio cuenta de su error y levantó ligeramente el pie del acelerador. Él la miró. Estaba tan enfadada con Miguel que no le había pedido a Silva que abriese la caja para sacar la tarjeta. Y sabía que al llegar a Puigcerdà el sargento tendría la excusa perfecta para esquivarla. Cuando estaba a punto de hablar empezó a sonar de nuevo la melodía de
El padrino
y él miró su móvil. Pero no descolgó. Kate le vio dudar con la vista fija en la pantalla. El tono no cesó hasta que el sargento volvió a guardar el móvil en el bolsillo.
—Bueno, habrá que analizar si este brandy también está emponzoñado. Si está limpio, sabremos que Santi fue el único que tuvo acceso a la botella de su padre —apuntó Kate.
El sargento negó con exasperación.
—Estás obsesionada —la acusó—. Ése no tiene lo que hay que tener para cargarse a su padre.
J. B. recordó la disertación del tipo de la bodega.
—Además, es imposible que un tipo como él eligiese un brandy tan selecto. Un producto así sólo lo mandas con intención de agasajar al destinatario y, la verdad, me extraña que no se oculte algo más en ese envío.
—Tú no le viste el día del almacén. Te aseguro que es bien capaz.
Sonó el móvil de Kate, y ella tiró del bolso. J. B. la observaba, pero ella le ignoró mientras mantenía una mano en el volante y la otra revolviéndolo todo en busca de la BlackBerry. Cuando la encontró, descolgó y pidió que esperaran un momento. Luego puso el intermitente y detuvo el coche en el arcén.
—No te muevas —le ordenó a Silva antes de abrir la puerta.
J. B. pulsó el botón para bajar la luna de la ventanilla.
Kate hablaba a unos metros del coche.
—Espero que sea la única copia con esos movimientos.
—…
—Pues eso es un cabo suelto, y nosotros no trabajamos así. Consigue esas copias y mándamelas o no habrás cumplido tu parte del trato. Y ya te advertí sobre las consecuencias…
—…
—Ya está resuelto. Lo tendrás cuando verifique el contenido de las copias. Tú preocúpate de tu trabajo, lo estás retrasando todo.
Kate entró de nuevo en el coche. Estaba helada: no volvería a ponerse falda por lo menos hasta mayo. Dejó la BlackBerry en el salpicadero, arrancó, puso el intermitente y se incorporó a la nacional mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. Luego respiró hondo; el maldito andorrano siempre la alteraba.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó el sargento subiendo su ventanilla.
Lo que le faltaba, tener que darle explicaciones.
—Si te lo cuento, tendría que matarte.
Él arqueó los labios y la miró de reojo.
—Algún día, ese pico de oro te va a meter en un lío.
—Ya. Según tú, es mejor quedarse quietecito a ver si las cosas se resuelven solas. ¡Y sube la ventanilla de una vez!
Kate intuyó que Silva negaba con la cabeza y le oyó respirar hondo. Le tenía frito, pero él se lo buscaba preguntando lo que no era de su incumbencia. Además, ¿quién había puesto a Dana en el punto de mira?… Eso bien merecía un recordatorio de vez en cuando.
—¿Qué tal se encuentra la veterinaria?
—Igual.
—Tu hermano dice que está en coma y que no se sabe cómo quedará.
Kate le miró de soslayo. El sargento estaba consultando el móvil con el ceño fruncido. Cuando lo guardó se quedó pensativo y estuvieron un par de minutos en silencio, hasta que ella soltó:
—Los médicos también se equivocan.
—Puede, pero los peores diagnósticos son jodidos porque suelen cumplirse.
—Éste no, conseguiré que se recupere aunque tenga que llevármela a Tombuctú.
—De ahí no se vuelve, ¿sabes?
Kate le miró sorprendida. ¿El sargento y Paul Auster?
—Los accidentes pasan, nadie tiene la culpa.
Ya, eso era lo que él se creía…, pero no era cierto. En este caso había una culpable con nombre y apellidos.
—Eso es mentira, siempre hay un culpable.
Sus ojos empezaban a anegarse, pero consiguió contenerse. Él la estudió un instante y luego volvió la vista al frente.
—Entonces seguro que también ha sido cosa de Santi —afirmó convencido.
Kate sonrió.
—Eres idiota. Cuando descubras que fue él tendrás que pedirme disculpas.
J. B. dudó un instante.
—O nos jugamos una cena que acabarás pagando tú…
Estuvo tentada de pedirle que definiese el concepto de cena, porque si era cuestión de unas bravas y una Moritz en el Insbrük, como solían hacer los amigos de Miguel, ya se buscaría a otra. Pero decidió no seguir por ahí.
—Por cierto, ¿ya sabe tu abuelo cómo conseguiste las fotos de la botella?
Kate frunció fugazmente el ceño. ¿A qué venía eso ahora?
—No veo la necesidad de que se entere, pero si quieres compartir esa información con él, estás autorizado. No hay problema.
Mientras se erguía de nuevo en su asiento pensando en quién era aquel tipo para meterse en su vida, le oyó chasquear la lengua.
—No quiero desacreditarte. El hombre está muy orgulloso de su nieta y no voy a ser yo quien le quite la venda de los ojos.
—No sufras, podrá soportarlo, y yo también. Llevo toda la vida siendo la oveja negra, y lo que le digas no cambiará nada. No necesito su aprobación, llevo siglos cuidando de mí misma.
—Claro, pero con un pelotón de Salas velando por ti.
Kate lo miró con frialdad y él apartó la vista.
—Cuidado sargento, estás en un campo de minas —advirtió irritada.
J. B. no respondió, pero ella ya se había calentado.
—Antes de que te la lleves quiero leer la nota de la caja.
Kate buscó de nuevo sus ojos y cuando coincidieron vio cómo su nuez se movía. Él tardó un segundo en responder.
—¿Qué nota?
Kate cambió de marcha un poco antes de llegar a la rotonda y tuvo que tocar el freno.
—Ya lo sabes —respondió molesta.
—Ufff, no sé yo si te vas a meter en más líos…
—¿Crees que me importa tu opinión? He cumplido mi parte del trato; ahora, cumple tú la tuya.
El silencio resonó después de su vehemente respuesta y Kate casi podía masticar sus propias dudas sobre la coherencia de lo que acababa de pedir. Aun así, añadió:
—Es un trato. Supongo que tienes palabra.
La melodía de Nino Rota salvó al sargento de tener que contestar. Kate le observó de soslayo y vio que miraba la pantalla dudando si responder o no.
—Cógelo y prometo no abrir la ventanilla —concedió con una sonrisa burlona.
—Ni hablar, puede esperar.
—Si sigues ignorando sus llamadas, te va a dejar.
Él la miró perplejo, como si acabase de descubrir el arca de la Alianza, y Kate sonrió.
Entró en el parking y buscó un lugar apartado para dejar el coche. Lo hizo de espaldas a la pared, dejando espacio para poder abrir la caja y ver la tarjeta, pero el sargento la distrajo de nuevo.
—He hojeado el informe del accidente. El otro conductor era un hombre de noventa y tantos años, lo más probable es que fuese culpa suya.
—Eso no lo sabes —respondió Kate.
Pero cuando Dana despertase sí lo sabrían, y sólo con pensarlo notaba las náuseas.
Diez minutos más tarde, Kate había dejado al sargento en la plaza y salía de la tienda de comidas preparadas maquinando cómo averiguaría quién era M. Bernat, la persona que firmaba la tarjeta de la caja de los Herrero. Al final, había podido fotografiar la nota con la BlackBerry, y se preguntaba a quién podría preguntarle por ella cuando se encontró al doctor Marós, que justo en ese momento entraba en el hospital.
A la luz del día, sus ojos eran de un verde intenso que sobrecogía. Kate le saludó, constatando por primera vez lo guapo que era, y metió la bolsa con la ensalada que acababa de comprarse en el bolso mientras él le devolvía el saludo en silencio. El traumatólogo se detuvo para cederle el paso y subieron juntos en el ascensor. Él pulsó el número dos sin preguntar.
Llevaba unas deportivas de lujo y vaqueros oscuros bajo una Belstaff negra tipo Barbour de la que asomaba el cuello celeste de una camisa. Iba impecable, y no apartaba la mirada de la pantalla de su Iphone. Kate se preguntó si el doctor se habría comprado esa chaqueta para lo que estaba pensada: ir en moto. Pero no llevaba guantes ni casco, ni tenía aspecto de que le gustase el riesgo, así que no era probable. Si había un motero en su familia, Lía daba mejor el perfil. Advirtió que él contenía la respiración y le oyó carraspear un par de veces antes de llegar a la segunda planta.