Ojos de hielo (42 page)

Read Ojos de hielo Online

Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
12.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando Tania salió del edificio, J. B. volvió a sentarse y, apoyado en el respaldo, miró al caporal. Desclòs mantenía las cejas arqueadas y él le obsequió con una mueca. Casi tenía ganas de darle las gracias por haberle ahorrado la disculpa y ella… su reacción lo había dejado sin palabras. Metió la mano en el bolsillo y desplegó el papel. Nueve cifras y tres estrellas pequeñas debajo. Tres estrellas. ¿Eso era que había ido bien, o que la próxima vez quería tres? Miró a Desclòs pero contuvo el impulso de preguntarle. ¿Para qué perder el tiempo? El caporal carraspeó y dio unos pasos para dejar la bolsa de plástico sobre la mesa. Después de lo que acababa de hacer por él, J. B. estaba de buenas; cualquiera de sus chorradas le parecería bien. Le preguntó con el ceño qué era.

—Es el bastón de Jaime Bernat —anunció Desclòs esperando su reacción.

J. B. miró el paquete, lo cogió y en seguida constató que la cabeza de plata era tal como Santi la había descrito el día del registro. Bien, por lo menos el maldito gigante no le agobiaría más con eso.

—¿Estaba también el anillo?

El caporal negó con la cabeza y de inmediato empezó a contarle con orgullo cómo, tras cargar el quad de la veterinaria en la hípica de la finca Prats, se había acercado a las cuadras a echar una última ojeada y lo había descubierto en una de las camionetas de la finca. Lo que no le dijo fue que había ido hasta la parte trasera del guadarnés para orinar y que lo había visto por casualidad, eso no. J. B. le oía sin escuchar, convencido de que dar con el bastón de Jaime Bernat en la finca de la veterinaria, en un lugar tan a la vista, no era casual… Pero, si encontraban las huellas de Dana en él, su implicación dejaría pocas dudas.

—¿El día del registro no revisasteis esa camioneta?

La pregunta dejó al caporal en blanco, y J. B. casi pudo ver sus esfuerzos mentales en busca de respuesta.

—Creo que lo miraron Albert y Pol cuando yo estaba revisando los vehículos y anotando los modelos de las ruedas. Puede que no lo viesen, en esos cuartos hay un montón de trastos.

Y en seis días pueden haberlo movido muchas veces, pensó el sargento.

—Se les pasaría.

J. B. asintió pensativo.

—Enhorabuena por el hallazgo, ocúpate de que llegue al laboratorio hoy mismo. Según las huellas que encuentren, puede que cerremos el caso. Por cierto, antes de irte necesitaré un informe. ¿El quad está aquí todavía?

Arnau asintió.

—Los de La Seu vendrán mañana a recogerlo.

J. B. asintió y se levantó. El caporal no parecía tener prisa, seguía mirándole como si esperase una respuesta, pero no había formulado la pregunta, así que no iba a quedarse allí como un pasmarote tratando de comunicarse telepáticamente con Desclòs. Además, J. B. estaba notando que necesitaba un chute de azúcar y cafeína para pensar. Buscó en los bolsillos unas monedas, lanzó un par de Solano sobre la mesa, y le abrió la puerta para que el caporal saliese primero. Desclòs no se movió.

—Entonces, ¿no vamos a detenerla?

J. B. negó con la cabeza.

—Sólo cuando encontremos algo concluyente, como sus huellas en el bastón o restos de Bernat en los neumáticos del quad. Por el momento habrá que esperar.

Arnau continuaba quieto y J. B. empezó a impacientarse.

—Ocúpate de que el bastón llegue cuanto antes al laboratorio, no podemos hacer más…

Por fin Desclòs se dio por vencido, echó a andar, y J. B. pudo ir a por su café.

En el cuartito de la comida había varias máquinas: una grande de café, dos con bebidas, una con bocadillos de pan de molde y bollería industrial, y otra con artículos calóricos como barritas de chocolate, chucherías y galletas. La primera vez que J. B. había estado allí se le ocurrió preguntar dónde estaba la de los condones, y los presentes le habían mirado mal, así que no volvió a intentar hacer amigos. Desde entonces prefería ir cuando la salita estaba vacía. Metió una moneda para sacar un expreso y contó lo que le quedaba para comida. Un euro con ochenta… Le daba para un bocadillo, pero ya había probado todos los que quedaban y no le apetecían. El ruido del café cayendo humeante en el vasito de plástico le hizo consciente del silencio de la comisaría. Los viernes por la tarde la gente se apresuraba para acabar los informes y largarse.

A él lo que de verdad le apetecía era la tortilla de patatas con cebolla de El Edén. Y, ahora que ya no tenía que ocultarse de Tania, no había necesidad de pasar hambre en ningún sentido. Sonrió. Además, entre una cosa y otra no había comido. Volvió a pensar en su nota y en las estrellitas, y metió las monedas. Una barrita de Mars para pasar hasta la cena. Se palpó el bolsillo y vio que no llevaba el móvil. Se apoyó en la mesa con los pies sobre el banco y abrió el envoltorio. La ventana de la sala daba al aparcamiento. Fuera estaba oscuro y las farolas debían de llevar rato encendidas, porque brillaban con una luz blanca e intensa. Un sabor dulzón a crema de caramelo y chocolate con leche le inundó la boca. Buscó en las paredes un reloj y lo encontró sobre la puerta. Casi las siete y era de noche. Montserrat sabría a qué hora cerraban en Correos —aún tenía que ir a recoger el paquete con las piezas—, y le había prometido a la señora Rosa que bajaría el sábado a Cornellà y dormiría en el piso de su madre. Mierda, no había llamado al del seguro. Cogió el vaso y la barrita a medio comer, y salió disparado hacia el despacho.

—Montserrat, ¿a qué hora cierran en Correos? —La secretaria miró el reloj.

—A las tres, como todos los viernes. Hace cuatro horas. Por cierto, ¿ya has hablado con la jefa? Te he dejado dos avisos y parecía mosqueada…

—¡Joder! ¿Qué mierda de horario es ése?

—A ver, ¿qué te pasa, sargento?

—Para empezar, que no voy a tener las piezas para trabajar en la moto el fin de semana.

—Pero ¿no te marchabas a Barcelona?

—Sí, pero ¿y el domingo?

—¿No te había invitado el comisario?

—Pero, y por la tarde, ¿qué?

Montserrat señaló la puerta y se apartó la melena como Tania. J. B. soltó una carcajada.

—Eres peor que mi madre.

La secretaria sonrió.

—¿Cómo está?

—Mañana voy a verla —respondió.

—Y, entonces, ¿esa cara?

—No sé cómo relacionar una prueba con la veterinaria.

Montserrat le miró a los ojos.

—No podrás, porque no fue ella.

—Y tú, ¿cómo lo sabes?

—Por instinto.

—Ya, ¿y eso cómo se lo vendo a «la doña»? —pidió señalando hacia el despacho de Magda.

—No te preocupes, según su agenda hoy ha comido con el alcalde y otra gente importante. Algo benéfico, creo. Si no te ve tienes hasta el lunes para pensar en algo. Además, ella también tiene instinto, como todas, sólo que ha desarrollado más el de la ambición.

J. B. recordó la lista de los miembros del consejo que había visto sobre la mesa de Magda y las iniciales que había escrito en rojo; las suyas. Montse seguía hablando.

—Además, lo tienes fácil. Encuentra al que lo hizo y no hará falta que le cuentes nada.

Montserrat hablaba igual que la letrada y se lo dijo.

La secretaria miró un instante hacia la puerta del despacho de Magda y bajó la voz.

—Tenías que haberlas visto, vaya dos —cuchicheó.

—Ya, oye…, ¿quién le mandaría un brandy tan caro a Bernat?

—Ya sabes con quién se codeaba. En las reuniones de alto nivel no creo que beban Soberano.

—¿Estás hablando del consejo?

En ese momento se abrió la puerta de la sala de caporales y salieron unos cuantos. Montserrat le miró y luego asintió en la dirección en la que estaba Desclòs.

—Ahí le tienes.

J. B. bebió el último trago de café y lanzó el vaso a la caja que servía de papelera de los plásticos. No acertó. Cuando constató el error miró a Montserrat como diciéndole lo siento y se fue directo a Desclòs.

La secretaria los observaba. J. B. estaba de espaldas y, por la expresión de Arnau, la cosa no iba demasiado bien. Montserrat se preguntó si el sargento había captado su insinuación y si sería lo bastante sutil como para obtener la información de forma discreta. Por la cara del caporal no lo estaba consiguiendo. Empezaba a estar intrigada cuando observó a Silva volverse y caminar hacia ella. Desclòs había vuelto a la sala de caporales.

Montserrat miró la hora, apiló las carpetas, dejó encima la hoja con el listado de llamadas, cerró la pantalla y se puso de pie.

—¿Qué le has dicho? —le interpeló mientras descolgaba el abrigo del perchero.

J. B. sonrió dejando ligeramente al descubierto el diente roto.

—Le he pedido para el lunes un informe completo del CRC.

—¿A él?

—Claro, ¿a quién mejor?

Montserrat apagó las luces y luego cerró el armarito de las llaves con una que se guardó directamente en el bolso. Entonces le miró severa.

—Por cierto, no te olvides del vaso, sargento —advirtió señalando la caja de los plásticos.

66

Finca Prats, cuadras

Dana Prats permanecía sentada con los pies sobre el sofá de la sala de estar de la casona y sujetaba entre las manos una taza de infusión de Rooibos con limón.
Gimle
estaba acurrucado a sus pies con la cabeza sobre las patas y los grandes ojos castaños atentos a los movimientos de su dueña. Ella dio un sorbo corto con la mirada fija en el cuadro. Después de la decisión que acababa de tomar no podía comer nada sólido. Era lo único que ella le había pedido y, a pesar de la situación en caída libre de la economía de la finca a lo largo de los últimos meses, no había actuado hasta ahora, casi un año después de su muerte. Sólo esperaba que no fuese demasiado tarde…

Jamás dejes de pagar la letra, vende lo que sea, haz lo necesario, pero nunca dejes que ejerzan el derecho envenenado que le impusieron a tu abuelo cuando compró esta tierra.

Y eso era lo que Dana se disponía a hacer, aunque le costase la misma vida. El certificado en el que el banco anunciaba el próximo embargo de la propiedad no le había dejado alternativa para negociar en condiciones con los granadinos. Y tampoco se veía con fuerzas para hacerlo.

Por la mañana vendrían a recoger los caballos y no habría vuelta atrás. Con el dinero pondría al día la hipoteca como la viuda le había pedido, pero esperaba que el banco detuviese el embargo aunque para conseguirlo tuviese que vivir con el corazón destrozado por la pérdida de sus sementales. Chico se había portado muy bien y la había ayudado mucho con la venta. Sin embargo, a cada momento crecían las dudas sobre su negativa a aceptar la ayuda de Miguel para conservar los sementales. Era todo tan difícil… Tomó un sorbo de infusión y le sorprendió lo fría que estaba. El reloj de pared marcaba las once, así que llevaba más de una hora sentada en la misma posición. Movió un poco las piernas, la cadera volvió a dolerle, y se sintió frágil y con ganas de llorar. Pero ya no había lágrimas. La abuela la observaba desde su retrato y Dana le pidió ayuda para que no fuese demasiado tarde. Miró el documento que había dejado sobre el sofá y contuvo el impulso de cogerlo. Para qué, se preguntó.

Al llegar a la finca después de estar en comisaría había encontrado la carta certificada. Chico la había cogido en su nombre, preocupado por que pudiese ser algo importante, y ella le había echado una bronca monumental por hacerlo. Antes de abrir el sobre supo que la inquietud de los días anteriores y sus dudas sobre la venta de los sementales habían pasado a otro nivel. Se preguntó cuánto tardaría Santi en recibir su herencia y cuánto en conocer sus derechos sobre Santa Eugènia. Miró hacia el Casas que escondía la caja fuerte de la finca, donde estaba la escritura de compra de sus tierras con la cláusula que la mantenía en vilo desde hacía meses. Y, ahora, la carta había llegado ya. Sólo esperaba que no fuese demasiado tarde.

67

Mosoll, casa del sargento Silva

El viernes por la noche, J. B. se dirigía en la OSSA de camino a su casa. Al final había conseguido hablar con el perito del seguro y quedar con él sobre las once de la mañana en el piso. Por lo menos, la señora Rosa no pensaría que era un dejado. Y, si podían llegar a un acuerdo ese mismo día para que llevaran a cabo las reparaciones, tanto mejor. La señora Rosa era muy ducha a la hora de reclamar y siempre sacaba el máximo, así que la llamaría para que le echase un cable. Eso le recordó los sesenta euros que le habían clavado por el móvil. J. B. estaba convencido de que ella lo habría sacado gratis. No como él, que lo acababa pagando todo como un imbécil, igual que la bendita de su madre.

Se preguntó si esta vez le reconocería. Y si no era mejor buscar a alguien para que viviese con ella, que le hiciese compañía por las noches para que ella pudiese seguir en su piso, con su sofá y su tele, hasta que pasase algo gordo. Quizá si doña Rosa le desconectase el gas durante el día, cuando estaba sola, podría dejarla allí. Si lo conseguía, no tendría que vender una moto que no tenía precio y por la que lo único que le iban a dar era la llave de la cárcel de su madre. Pero la razón le susurró que lo que podía quemarse también podía inundarse, y no podían cortarle el agua porque necesitaría usar el baño. Mañana vería a su madre, y también hablaría largo y tendido con la señora Rosa. Puede que hasta se acercase a ver por qué entrar en esa cárcel para viejos era tan caro como comprarse un coche de segunda mano.

Notó el peso caliente de la mochila y se le hizo la boca agua. La llevaba cargadita con la tortilla de patatas y los morros. También había comprado pan de la tarde y tenía cerveza en la nevera. Y, por eso, cuando notó el móvil en su pantalón vibrando como un poseso por tercera vez, le molestó que algo urgente pudiese joderle la cena.

Entró en el patio del edificio, pulsó el mando para abrir la puerta y apagó la moto. De nuevo la sensación de movimiento entre los arbustos. Permaneció quieto, atento a cualquier movimiento o ruido, y apagó la luz. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron empezó a arrastrar la moto para meterla en el recinto y, entonces, los vio. Un par de ojos brillaban entre la maleza. Levantó los brazos y soltó un grito, pero no hubo respuesta. El móvil empezó a vibrar en su bolsillo y, al imaginarse a sí mismo gesticulando como un imbécil, decidió ignorarlo y mirar alrededor. Estaba oscuro y el termómetro debía de rozar los doce bajo cero. J. B. avanzó sin perder de vista los arbustos hasta que la rueda delantera topó con la puerta y rompió el silencio sordo de la noche. Volvió a buscar los ojos del animal, pero ya no fue capaz de encontrarlos.

Other books

My Immortal by Anastasia Dangerfield
The Truth of the Matter by Robb Forman Dew
Billionaire Bad Boy by Archer, C.J.
Just Another Judgement Day by Simon R. Green
The Rescue by Sophie McKenzie
Ricochet by Sandra Sookoo