Ojos de hielo (38 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Se sentía poderoso, el amo absoluto de su destino y de los destinos ajenos. Ésa debía de ser la sensación de la que había gozado el viejo toda su vida. Y ahora era él quien tenía en sus manos a los arrendatarios, que deberían pagar más por sus tierras; al gestor; y, lo más importante, a la veterinaria. Vigiló la chimenea consciente de lo que había mantenido escondido dentro, delante de las narices de los policías. Por suerte, ahora el bastón del viejo ya estaba donde debía.

Había ido de madrugada y le había dejado el regalito bien visible para que la detuviesen. Aunque el vehículo perteneciese a Chico, estaba casi siempre en sus tierras. Entonces él iría a verla y le ofrecería retirar la denuncia a cambio de algo que únicamente ella podía darle. Se maravilló de haber pensado en todo y de arreglárselas tan bien solo. El viejo había durado demasiado.

59

Comisaría de Puigcerdà

Durante el trayecto hasta la finca de los Prats, J. B. no dejó de darle vueltas a lo que estaban haciendo. Ni siquiera fue capaz de desenvolver el Solano que tenía entre los dedos. No estaba seguro de cómo funcionaban las cosas en el valle, pero en la ciudad detener a alguien sin suficientes indicios podía fácilmente volverse en contra de uno si el abogado era peleón. Y la hermana de Miguel apuntaba maneras. Además, aunque la orden viniese de la propia Magda, J. B. tenía muy claro quién cargaría con el muerto si había problemas. Deseó que la abogada no estuviese en la finca, pues eso facilitaría mucho las cosas, y que Arnau, que iba tras él en la grúa, no se pusiese demasiado imbécil, porque eso las complicaría. Estaba convencido de que en cualquier momento el caporal soltaría alguna gilipollez de las suyas y él tendría que actuar para resolver la metedura de pata. Decidió que el interrogatorio duraría poco y que él mismo llevaría a la veterinaria a la finca en cuanto terminasen. Tenía que minimizar lo que estaban haciendo o podía salirle muy caro.

Encontraron a Dana en las cuadras. Los dos bolivianos que la ayudaban sujetaban un caballo mientras ella le limaba los dientes con una especie de molinillo eléctrico que parecía una herramienta para trabajar el metal. El primero que los vio fue el que estaba de cara a la entrada, el más alto de los dos morenos, que con un gesto casi imperceptible se protegió detrás del animal. Su compañero estaba de espaldas y sujetaba con una mano los labios del caballo y, con la otra, le mantenía las mandíbulas separadas con un abrebocas para que la veterinaria le pasase la máquina por los dientes. Con el movimiento del boliviano que los había visto, el engranaje que formaban entre los tres se tambaleó y la voz de la veterinaria les ordenó irritada que se estuviesen quietos. La operación duró unos segundos, y J. B. se quedó sorprendido de la mezcla de destreza y suavidad con la que Dana trató al animal durante el proceso.

Sin embargo, su expresión relajada y feliz cambió en cuanto el ayudante que los había visto tiró del caballo hacia él y le susurró algo a su jefa. El otro hombre se dio la vuelta en el mismo instante en el que Dana los miró, y J. B. no comprendió su expresión de susto hasta que oyó tintinear las esposas de Desclòs. Se volvió de inmediato para fulminarle con la mirada y el caporal, por toda respuesta, se encogió de hombros.

Ni siquiera al volver a comisaría pudo librarse de Desclòs. El muy torpe había olvidado coger las cintas de la grúa y, cuando tuvieron el quad cargado, hubo que descargarlo y volver de vacío.

Al llegar a las dependencias, las cosas no fueron mucho mejor. Salieron del coche y justo antes de cruzar el umbral de comisaría Desclòs los alcanzó y agarró a la veterinaria del brazo. Ella se detuvo en seco y el caporal tiró para hacerla avanzar. Pero Dana se mantuvo imperturbable, con los ojos clavados en los de Desclòs, hasta que la soltó. Entonces ella siguió caminando hacia la entrada.

Por suerte, era mediodía y el hall de la comisaría estaba vacío. A esa hora todas las patrullas solían recorrer la zona o trabajar en los despachos. J. B., avergonzado por lo ocurrido, le dirigió un gesto de disculpa a Dana mientras maquinaba cómo librarse de semejante patán para llevar a cabo el interrogatorio con tranquilidad. Y la respuesta, una vez más, se la ofreció Montserrat.

La secretaria no había perdido detalle y le hizo una seña al caporal aireando un portafolios amarillo con la mano. Cuando él la miró extrañado, ella le pidió que se acercase al mostrador, le ofreció los documentos y le advirtió que las órdenes debían estar firmadas, sobre la mesa de la comisaria, antes de mediodía. Cuando intentó zafarse, Montserrat le aseguró que Magda en persona había ordenado que fuese el caporal más veterano quien se ocupase de las firmas. Arnau le arrancó el dossier de las manos con gesto irritado, y Montserrat aprovechó para intercambiar un guiño con J. B. y dejar una llave sobre el mostrador sin que el caporal se percatase. El sargento leyó el letrerito de la llave y sonrió. Montserrat le hizo una seña para que se acercase. Mientras Desclòs se alejaba hacia la sala de los caporales, le susurró que Magda había ordenado que se la interrogase en la única sala a la que se accedía pasando por delante de las celdas, y dejó una pequeña grabadora al lado de la llave.

—Acaba rápido o me colgarán por esto —le advirtió señalando las llaves que ya sostenía el sargento.

Cinco minutos después, mientras el caporal más veterano los buscaba por toda la comisaría, Dana y J. B. iban camino de uno de los despachos en obras de la última planta. Justo a la salida del ascensor encontraron una máquina expendedora de café y J. B. se metió la mano en el bolsillo. Al instante Dana le vio sacar la llave que le había pasado la secretaria.

El sargento abrió una puerta y entraron en una sala de unos veinte metros cuadrados con una gran ventana al fondo. La persiana estaba subida y en el centro de la habitación había una mesa grande y tres sillas, dos de cara a la luz y una de espaldas. Dana entró y se acercó instintivamente a la ventana en busca de espacio. El tenue sol de finales de noviembre y el olor a pintura y plástico producían una atmósfera de humedad gélida en la sala. Dana no podía dejar de preguntarse cómo había llegado hasta una comisaría. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando la voz del sargento interrumpió el silencio.

—Voy a por un café, que anoche no dormí mucho. ¿Quiere uno?

Dana negó con la cabeza en el instante en el que saltaba la melodía de su móvil. Lo buscó con manos torpes y al ver los números rechazó la llamada.

J. B. salió y Dana intentó respirar hondo, con la sensación asfixiante de que su capacidad pulmonar mermaba a cada segundo. No fue capaz de pensar en nada, excepto en cómo volvería a casa. Había llamado a Kate diez veces de camino a comisaría y al final se rindió, convencida de que su amiga ya iba camino de Barcelona. No quería telefonear a Miguel después de haber rechazado su ayuda. Sólo le quedaba Chico. Se disponía a marcar su número cuando el sargento volvió a entrar y Dana guardó el móvil en el bolsillo. La taza de café llenó la habitación del aroma cálido del torrefacto. Le observó tomar un sorbo, intuyó que se quemaba y tuvo la sensación de que ambos tenían la misma prisa por acabar. Cuando le observó dejar el vaso de plástico sobre la mesa sus ojos se encontraron. En ese instante presintió que el sargento no sería tan malo.

Y es que por lo menos Silva había tenido el detalle de no dejar que el otro le pusiese las esposas. Aun así, a ella le había quedado claro que él era quien llevaba el disfraz de poli bueno pero que, en el fondo, ambos estaban en el mismo bando. Entonces recordó la advertencia de Kate sobre los policías como él y se propuso cuidar sus palabras para no tener que lamentar nada.

Pensar en ella la hizo sentir desamparada y furiosa consigo misma por no haber buscado un abogado penalista desde el primer momento. Sintió una punzada de envidia, pues seguro que a Paco le contestaba incluso conduciendo. Hasta puede que él le hubiese llamado, y ella hubiese tenido que salir pitando hacia Barcelona y se hubiese olvidado del juzgado y de lo que le había prometido que haría antes de irse. Lamentó haberse equivocado tanto desde el principio. Ahora comprendía que había sido un error no llamar al abogado de Barcelona amigo de la abuela. Cuando las había visitado, a pocos días de perderla, Dana le había encontrado un gran parecido con las fotos que conservaba la abuela de él y el abuelo Prats en la facultad. Seguro que B. B., el mejor amigo de juventud del abuelo, se hubiese tomado en serio su caso. Estás cometiendo muchos errores, Dana. Y Miguel habría sido una buena opción para no estar sola en la finca. Sólo que para eso había que estar dispuesta a compartirla, y a soportar los crudos desplantes de Kate. Y no lo estaba.

¿Era una idiota por vender los sementales en lugar de aceptar la ayuda de Miguel? Probablemente, pero la elección era suya y confiaba —quería— poder salvarla por sí misma, igual que lo había hecho la abuela. Ella debía de estar viendo lo que le pasaba desde algún lugar en el cielo sin poder hacer nada. O puede que sí lo hiciese. En tal caso, por favor, que la dejasen volver a casa era lo que más deseaba en el mundo. Traerían el forraje a las cinco y tenía una consulta en Pi programada para la tarde. Y, lo más importante, estaba pendiente de la segunda visita de los compradores granadinos después de su última oferta. ¿Y si se iban? Entonces, tal vez aquello fuese una señal de que la venta no era la única solución para conservar la finca y quizá a partir de ahora debería pensar más, no ser tan cobarde o lo que fuese que había sido y aceptar la ayuda de los demás.

—Bueno —le oyó al sargento.

Dana se volvió.

—¿Nos llevará mucho? Tengo que pasar a ver el ganado de los Estella, en Pi, y aún no sé cómo voy a volver. Además, aquí hace más frío que en la calle.

—No tardaremos, sólo necesito hacerle unas preguntas y confirmar algunas cosas que nos dijo cuando estuvimos en su casa.

—¿Cuál de las tres veces? —apuntó irónica.

Pero la dura mirada del sargento le hizo replantearse el tono antes de continuar.

—Mire, no voy a decir nada nuevo porque lo que pasó no va a cambiar —sentenció.

Silva se acercó a la mesa y ella continuó aferrada a su parcela, cerca de la ventana, pero volvió a notar la vibración del móvil en su bolsillo. Espió la pantalla pensando en Kate, pero las trece cifras le anudaron el estómago y el aroma del café le provocó náuseas. Presionó el aparato en la mano y rechazó la llamada antes de apagarlo.

Mientras tanto, el sargento había dejado el vaso de plástico sobre la mesa y la observaba circunspecto.

—Me parece que mi trato la ha confundido y que no tiene ni idea de cuál es su situación.

Retiró con la mano una de las sillas de la mesa y la invitó con un gesto a sentarse. Dana seguía de pie al lado del cristal. Ahora se sentía helada también por dentro. Que hubiese empezado a hablarle de usted era una pésima señal.

—Verá, sus coartadas simplemente no existen. Hemos hallado en su casa el compuesto que mató a Bernat y, además de la inquina entre las familias, tenemos la prueba del quad.

Dana le miró sin comprender.

—Durante el registro tomamos huellas de sus vehículos. Y las huellas coinciden con las que encontramos en la escena.

—Pero eso es normal, estuve allí con el quad cuando discutí con Jaime, siempre lo he dicho, pero yo no le maté. Y, desde luego, no se me ocurriría pasar por encima de él con el quad.

J. B. la miró y Dana se fue inquietando por su silencio.

—¿Cómo lo sabía? —preguntó él al fin.

—¿Que le atropellaron después de muerto?

Él asintió.

—Me lo dijo Kate, y también que seguramente fue con un vehículo poco pesado como un quad.

J. B. respiró hondo. La maldita letrada se había propuesto joderle la investigación. Primero, la bronca de la comisaria por haber hablado de más; y ahora, esto. Dana siguió hablando y él ignoró el botón titilante de su móvil que avisaba de que le llamaban de la centralita.

Dana se irguió en su asiento.

—Mire, no le voy a negar que me alegra que Bernat ya no esté aquí. El último año se dedicó a amargarme la vida y, la verdad, es un alivio que no vaya a hacerlo más. Pero no soy de las que van matando a la gente, ¿sabe? Ya se lo dije, los veterinarios somos como los médicos, tenemos un código ético, salvamos vidas.

—¿Se refiere al mismo código que no le impidió poner a los arrendatarios en su contra? Sus códigos son muy particulares, ¿no?

Esta vez fue ella la sorprendida y J. B. aguardó en silencio, con la evidente intención de no perderse ni uno de sus movimientos. El lenguaje corporal del sospechoso en un interrogatorio daba más pistas que las palabras. Dana lo había leído en alguna parte y se obligó a actuar con normalidad.

—Mire, yo no sé qué quiere oír. Lo de los arrendatarios fue una casualidad.

Dana era consciente de que debía escoger con cautela sus palabras. Pero sin parecer idiota.

—Como le dije, hace unos meses me enteré de que la parte de Santa Eugènia de los Bernat no era propiedad de Jaime. Evidentemente, al principio pensé que me estaban tomando el pelo y no lo creí. Tantos años alardeando e intentando hacerse con la mitad que le faltaba para acabar resultando que ni siquiera la otra mitad era suya. Pero la persona que me confió esta información también me mostró el contrato que había firmado Jaime Bernat en nombre de M. A. Bernat, el verdadero propietario. Al principio no le di importancia porque ambos llevaban el mismo apellido y pensé que se trataba de una pariente. Semanas más tarde, cuando descubrimos que él había provocado los vertidos que casi acabaron con mi yeguada, decidí actuar y darle donde más le dolía; si los contratos los firmaba por poderes, yo iba a complicarle las renovaciones. Hablé con algunos arrendatarios y les aconsejé que, si se reunían para renegociar sus condiciones con la auténtica dueña, Jaime dejaría de sangrarlos. Y ahí acabó todo.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que todo eso se diluyó en el tiempo. Por aquí la gente es reacia al cambio y poco dada a confiar en los demás, a asociarse. Jaime murió sin que nada de aquello hubiese prosperado. Y la verdad es que a estas alturas ya no me importa —aseguró cruzando las manos sobre la mesa.

J. B. se fijó en sus dedos y Dana los encogió.

Seguro que el sargento estaba pensando en qué le había ocurrido. Al verlos, la gente solía quedarse embobada y con cara de dudar si debía preguntar. Pero Dana intuyó que él no lo haría.

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