Read Oceánico Online

Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (22 page)

BOOK: Oceánico
6.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La llevé al banco de pruebas que estaba en un rincón, donde había una insulsa caja gris de medio metro de ancho, aparentemente inerte. Se la señalé con un gesto y los revestimientos de nuestras retinas transformaron su apariencia, «revelando» un laberinto con tapa transparente empotrado en la parte superior del dispositivo. En una cámara del laberinto había un ratón levemente caricaturesco, inmóvil. Ni completamente muerto, ni completamente dormido.

—¿Esta es la famosa Zelda? —preguntó Francine.

—Sí. —Zelda era una red neural, un cerebro de ratón estilizado, desnudo. Había otras versiones disponibles, más nuevas, más extravagantes, mucho más cercanas al órgano real, pero Zelda, que ya tenía diez años y era de dominio público, era suficientemente buena para nuestros propósitos.

Las otras tres cámaras contenían queso.

—Ahora no tiene experiencia en el laberinto —expliqué—. Así que hagámosla funcionar y observemos sus exploraciones. —Hice un gesto y Zelda comenzó a corretear, probando diferentes pasillos, retrocediendo con destreza cada vez que llegaba a un
cul-de-sac
—. Su cerebro está funcionando con un Procs, pero el laberinto está implementado en una computadora clásica y común, de modo que, en términos de coherencia, realmente no difiere de un laberinto físico.

—Lo que significa que cada vez que incorpora información interactúa con el mundo exterior —sugirió Francine.

—Absolutamente. Pero siempre se inhibe de hacerlo, hasta que el Procs ha completado su etapa computacional activa y cada qbit contiene un cero definido o un uno definido. Cuando permite que el mundo entre, Zelda nunca duda entre dos decisiones, de modo que el proceso de interacción no la divide en realidades separadas.

Francine continuó mirando, en silencio. Zelda finalmente encontró una de las cámaras que contenía una recompensa; cuando terminó de comérsela, una mano la levantó, la devolvió al punto de partida y luego colocó más queso.

—Aquí hay diez mil pruebas previas superpuestas. —Volví a hacer correr los datos. Parecía que por el laberinto correteaba un solo ratón, moviéndose igual a como lo habíamos visto moverse al iniciar el experimento inmediatamente anterior. Restaurada exactamente a las mismas condiciones de partida y confrontada exactamente con el mismo entorno, Zelda, como cualquier programa de computadora sin influencias verdaderamente aleatorias, simplemente se había repetido a sí misma. Las diez mil pruebas habían arrojado idénticos resultados.

Para un observador casual, que no estuviese al tanto del contexto, su desempeño habría resultado notablemente poco impresionante. Ante una situación exactamente igual, Zelda, el ratón virtual, hacía exactamente una sola cosa. ¿Y con eso qué? Si uno hubiera podido rebobinar la memoria de un ratón de carne y hueso con el mismo grado de precisión, ¿no se habría repetido a sí mismo también?

—¿Puedes desconectar el escudo? ¿Y el desacoplamiento balanceado? —dijo Francine.

—Sí. —Obedecí e inicié una nueva prueba.

Zelda esta vez tomó un camino distinto, explorando el laberinto por otra ruta. Aunque la condición inicial de la red neural era idéntica, los procesos de conmutación que se desarrollaban dentro del Procs ahora estaban constantemente abiertos al entorno, y las superposiciones de varios
eigenstates
diferentes —estados en que los qbits del Procs poseían valores binarios definidos, lo que a su vez llevaba a Zelda a realizar elecciones definidas— estaban interactuando con el mundo exterior. Según la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, esta interacción estaba «colapsando» aleatoriamente las superposiciones, convirtiéndolas en
eigenstates
independientes; Zelda seguía haciendo una sola cosa a la vez, pero su comportamiento había dejado de ser determinista. Según la IMM, la interacción estaba transformando el entorno —incluidos Francine y yo— en una superposición con componentes que estaban acoplados a cada
eigenstate;
Zelda en realidad estaba corriendo por el laberinto de muchas maneras diferentes simultáneamente, mientras otras versiones de nosotros la mirábamos recorrer todas esas otras rutas.

¿Qué escenario era el correcto?

—Ahora voy a reconfigurar todo para encerrar el conjunto completo en una jaula de Delft —dije. En nuestra jerga, «jaula de Delft» describía la situación sobre la que yo había leído unos diecisiete años antes: en lugar de abrir el Procs al entorno, lo conectaría a una segunda computadora cuántica y dejaría que ésta hiciera las veces de mundo exterior.

Ya no podíamos observar los movimientos de Zelda en tiempo real, pero después de finalizada la prueba nos fue posible comparar el sistema combinado de ambas computadoras con la hipótesis de que Zelda había recorrido el laberinto, a lo largo de centenares de rutas diferentes, todas al mismo tiempo, en el más puro estado cuántico. Hice aparecer en la pantalla una representación del estado conjeturado, construida por medio de la superposición de todas las rutas que el ratón había recorrido en las diez mil pruebas sin escudo.

El resultado del ensayo comenzó a titilar: consistente.

—Una sola medición no demuestra nada —señaló Francine.

—No. —Repetí la prueba. Por segunda vez, la hipótesis no fue refutada. Si Zelda realmente había recorrido el laberinto por una sola ruta, la probabilidad de que las computadoras en paralelo aprobaran ese ensayo imperfecto era algo así como del uno por ciento. La posibilidad de que lo aprobaran dos veces eran más o menos de una en diez mil.

Lo repetí una tercera vez, una cuarta.

Francine dijo:

—Suficiente. —Parecía estar verdaderamente mareada. La imagen de cientos de recorridos borrosos del ratón que aparecía en pantalla no era una fotografía literal de nada, pero si el viejo experimento de Delft había bastado para inspirarme la certeza visceral de la real existencia del multiverso, quizás esta demostración había logrado hacer lo mismo con Francine.

—¿Puedo mostrarte una cosa más? —le pregunté.

—¿Mantener la jaula de Delft, pero restaurar el escudo del Procs?

—Exacto.

Así lo hice. El Procs ahora estaba totalmente protegido de nuevo, siempre que no estuviera en un
eigenstate
; pero esta vez se hallaba expuesto de manera intermitente a la segunda computadora cuántica, no al mundo exterior. Si Zelda volvía a separarse en múltiples ramas, entonces sólo arrastraría consigo al entorno falso y nosotros aún tendríamos todas las evidencias en nuestras manos.

Comparado con la hipótesis de que no habían ocurrido divisiones, el veredicto fue: consistente, consistente, consistente.

Salimos a cenar con todo el equipo, pero Francine alegó dolor de cabeza y se fue temprano. Insistió en que me quedara y terminara de comer y yo no discutí; ella no era de las que esperaban que los demás supusieran que si se comportaba de una manera educadamente desinteresada era porque, secretamente, deseaba que alguien la contradijera.

Después de que Francine se marchara, María se dirigió a mí:

—¿Entonces de verdad van a seguir adelante con lo del Frankenhijo, ustedes dos? —Había estado haciéndome bromas al respecto desde el momento en que la conocí, pero aparentemente no había tenido el coraje de traer el tema a colación en presencia de Francine.

—Aún tenemos que conversado. —Ahora me sentía incómodo, discutiendo el asunto en ausencia de Francine. Confesar mi ambición cuando me postulé para unirme al equipo era una cosa; habría sido deshonesto ocultar a mis colaboradores mis intenciones primordiales. Ahora que la tecnología pertinente estaba más o menos completa, sin embargo, el tema me parecía mucho más personal.

—¿Por qué no? —dijo Carlos con ligereza—. Hay tantos otros ahora… Sophie. Linus. Theo. Probablemente un centenar que ni siquiera conocemos. Al hijo de Ben no le faltarán amigos con quién jugar. —Las iada, Inteligencias Artificiales de Desarrollo Autónomo, habían estado apareciendo, en medio de un estallido de controversia, cada pocos meses durante los últimos cuatro años. Una investigadora suiza, Isabelle Schib, había tomado los viejos modelos de morfogénesis que habían dado origen al
software
estilo Zelda, refinado la técnica en varios órdenes de magnitud y aplicado todo eso a los datos genéticos humanos. Combinadas con sofisticados cuerpos protésicos, las creaciones de Isabelle habitaban el mundo físico y aprendían de la experiencia, igual que cualquier otro niño.

Jun meneó la cabeza con reprobación.

—Yo no criaría a un hijo que no tuviera derechos legales. ¿Qué ocurre cuando uno se muere? Por lo que sabemos, podría terminar convirtiéndose en propiedad de otra persona.

Yo había tocado ese tema con Francine.

—No puedo creer que en diez o veinte años no habrá leyes de ciudadanía en algún lugar del mundo.

Jun gruñó.

—¡Veinte años! ¿Cuánto tardaron los Estados Unidos en emancipar a sus esclavos?

—¿Quién va a crear un iada sólo para usarlo de esclavo? —terció Carlos—. Si quieres algo dócil, escribes
software
común y corriente. Si lo que necesitas es conciencia, los humanos son más baratos.

—No se relacionará con la economía —dijo María—. Es la naturaleza de las cosas lo que determinará cómo los tratarán.

—¿Te refieres a la xenofobia que deberán enfrentar? —sugerí.

María se encogió de hombros.

—Lo haces aparecer como racismo, pero no estamos hablando de seres humanos. Una vez que tienes un
software
con objetivos propios, libre de hacer lo que le guste, ¿dónde puede terminar? La primera generación fabrica a la segunda, mejor, más rápida, más inteligente; la segunda generación lo mismo, pero mucho más. Antes de que nos demos cuenta, seremos como hormigas para ellos.

—¡No me vengas con esa vieja falacia perimida! —gruñó Carlos—. Si realmente crees que establecer la analogía «las hormigas son para los humanos como los humanos son para X» demuestra que es posible resolver X, luego te encontraré diciendo que el polo sur es como el ecuador.

—El Procs —dije— no funciona más rápido que un cerebro orgánico; necesitamos mantener bajo el índice de conmutación para que las exigencias del escudo sean menos estrictas. Podría ser posible ampliar esos parámetros, eventualmente, pero no hay una sola razón en el mundo para creer que un iada estaría mejor equipado para hacerlo que tú o yo. En cuanto a desarrollar progenie más inteligente… incluso si el grupo de Schib ha logrado un éxito perfecto, lo único que podrán hacer será trasladar el desarrollo neural humano de un sustrato a otro. No habrán «mejorado» el proceso en absoluto… sin importar lo que eso signifique. Por lo tanto, si los iada tienen alguna ventaja sobre nosotros, no superará la ventaja que comparten todos los niños de carne y hueso: la transmisión cultural de la experiencia de una generación a otra.

María frunció el entrecejo, pero no disponía de una refutación inmediata.

—A lo que se suma la inmortalidad —dijo Jun secamente.

—Bueno, sí; también eso —concedí.

Cuando llegué a casa, Francine estaba despierta.

—¿Sigues con dolor de cabeza? —susurré.

—No.

Me desvestí y me metí en la cama a su lado.

—¿Sabes qué es lo que más echo de menos? —dijo—. Cuando hacíamos el amor
online.

—Mejor que esto no se complique; estoy fuera de práctica.

—Beso.

La besé, lenta y tiernamente, y ella se derritió debajo de mí.

—Tres meses más —prometí— y me mudo a Berkeley.

—Para ser mi mantenido.

—Prefiero la expresión «amo de casa, sin salario pero profundamente valorado». —Francine se envaró—. Hablemos de eso más tarde —dije. Comencé a besarla otra vez, pero ella apartó la cara.

—Tengo miedo —dijo.

—Yo también —aseguré—. Es una buena señal. Todo lo que merece hacerse es aterrador.

—Pero no todo lo aterrador es bueno.

Rodé hasta quedar acostado junto a ella.

—¡A cierto nivel, es fácil —dijo—. ¿Qué mejor don puedes otorgarle a una niña que el poder de tomar verdaderas decisiones? ¿Qué peor destino podrías ahorrarle que el verse obligada a actuar en contra de un criterio acertado, una y otra vez? Cuando lo pones de esa manera, es sencillo.

«Pero todas las fibras de mi cuerpo aún se rebelan contra ello. ¿Cómo se sentirá, sabiendo lo que es? ¿Cómo hará amistades? ¿Cómo se insertará? ¿Cómo hará para no despreciarnos por convertirla en un fenómeno de feria? ¿Y si estamos robándole algo que para ella fuese valioso: vivir un millón de vidas, sin verse nunca obligada a escoger una entre todas? ¿Y si ella considera que ese don es una especie de empobrecimiento?»

—Siempre la queda la posibilidad de quitar el escudo del Procs —dije—. Una vez que entienda los problemas, puede elegir por sí misma.

—Es verdad. —Francine no sonaba para nada apaciguada; había pensado en todo aquello mucho antes de que yo se lo mencionara, pero no estaba buscando respuestas concretas. Todos y cada uno de los instintos humanos normales nos gritaban que nos estábamos embarcando en algo peligroso, antinatural, hubrístico… pero esos instintos querían salvaguardar nuestras reputaciones, más que proteger a nuestra futura hija. Ningún padre, excepto los más deliberadamente negligentes, sería puesto en la picota si su hija de carne y hueso resultara ser una desagradecida por la vida; si yo hubiera criticado a mi madre y mi padre porque había encontrado fallas en las condiciones existenciales en las que había sido dado a luz, no era difícil adivinar qué lado habría contado con la mayor simpatía del mundo en general. Cualquier cosa que saliera mal con nuestra hija sería campo fértil para un linchamiento, sin importar cuánto amor, sudor y búsqueda espiritual se hubieran invertido en su creación, porque habíamos tenido la temeridad de estar insatisfechos con la clase de destino que todos los demás infligían alegremente a sus propios hijos.

—Hoy viste a Zelda esparcirse por todas las ramas —dije—. Sabes, ahora en tu más profundo interior, que lo mismo nos ocurre a todos nosotros.

—Sí. —Algo se rompió dentro de mí cuando Francine lo admitió expresamente. Yo nunca había querido que ella lo sintiera como lo sentía yo.

—¿Sentenciarías voluntariamente a tu propia hija a vivir bajo esa condición? —persistí— ¿Y a tus nietos? ¿Y a tus bisnietos?

—No —replicó Francine. Ahora una parte de ella me odiaba; lo oía en su voz. Era
mi
maldición,
mi
obsesión; antes de conocerme, ella había logrado creer y no creer, tomándose a la ligera la aceptación del multiverso.

BOOK: Oceánico
6.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cuba Blue by Robert W. Walker
Compulsion by Jonathan Kellerman
The Water Wars by Cameron Stracher
Perfect Proposal by Braemel, Leah
Petals on the River by Kathleen E. Woodiwiss