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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (20 page)

BOOK: Oceánico
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—¿Y eso no te molesta?

—No —dijo ella, despreocupada—. Ya que no tengo el poder de cambiar la situación, ¿qué sentido tiene amargarme?

—Muy pragmático —dije. Francine estiró el brazo y me dio un golpe en el hombro—. ¡Era un elogio! —protesté—. Te envidio por haber logrado conformarte tan fácilmente.

—En realidad no es así —admitió—. Simplemente, he resuelto no permitir que me preocupe, que no es lo mismo.

Me volví para encararla, aunque en la casi oscuridad apenas podíamos vernos.

—¿Qué es lo que te da más satisfacción en la vida? —dije.

—Supongo que no estás de humor para que te engañe con una respuesta sensiblera. —Suspiró—. No lo sé. Resolver problemas. Que las cosas me salgan bien.

—¿Y si por cada problema que tú resuelves hubiera otra igual a ti que fracasa?

—Yo debo soportar mis fracasos —dijo—. Que los demás soporten los suyos.

—Sabes que no funciona así. Algunos simplemente no pueden soportarlos. Por cada cosa que tú encuentras la fuerza para hacer, hay alguien que no la encuentra.

Francine no tenía una respuesta.

—Hace un par de semanas —dije—, le pregunté a Sadiq sobre la época en que se dedicaba a la detección de minas. Dijo que era más satisfactorio que recoger polvo; una pequeña explosión, exactamente delante de tus ojos, y sabías que habías hecho algo valioso. Todos tenemos momentos así en nuestras vidas, con esa sensación pura y sin ambigüedades de haber logrado algo: sin importar lo que podamos echar a perder, al menos hay una cosa que hemos hecho bien. —Me reí incómodo—. Creo que si no pudiera apoyarme en eso me volvería loco.

—Puedes apoyarte —dijo Francine—. Nada de lo que has hecho desaparecerá de debajo de tus pies. Nadie avanzará sobre ti para arrebatártelo.

—Lo sé. —Sentí escalofríos ante la imagen de algún alter ego menos favorecido apareciéndose en nuestra puerta, exigiendo su parte—. Pero me parece tan tremendamente egoísta… No quiero que todo lo que me hace feliz exista a expensas de un tercero. No quiero que todas mis decisiones sean como… pelearme con otras versiones de mí mismo por el premio de un juego de eliminación.

—No. —Francine vaciló—. Pero si la realidad es así, ¿qué puedes hacer al respecto?

Sus palabras quedaron suspendidas en la oscuridad. ¿Qué podía hacer yo al respecto? Nada. Entonces, ¿de verdad quería insistir con esto, corroyendo las bases de mi propia felicidad, cuando nadie podía ganar absolutamente nada?

—Tienes razón. Es una locura. —Me incliné y la besé—. Mejor será que te deje dormir.

—No es una locura —dijo ella—. Pero no tengo ninguna respuesta.

A la mañana siguiente, después de que Francine se fuera a trabajar, tomé mi
notepad
y vi que ella me había enviado un libro electrónico: una antología barata de cuentos de «historia alternativa» (sic) de los ’90, titulada
¡Dios mío, está lleno de estrellas!
¿Y si Gandhi hubiese sido un soldado despiadado y de gran fortuna? ¿Y si Theodore Roosevelt hubiese debido enfrentar una invasión marciana? ¿Y si los Nazis hubiesen tenido al coreógrafo de Janet Jackson?

Leí rápidamente la introducción, riendo y gruñendo para mis adentros alternadamente; luego archivé el libro y me puse a trabajar. Tenía que completar una docena de tareas administrativas menores para la UNESCO, antes de poder comenzar a buscar seriamente mi próximo trabajo.

Para mitad de la tarde casi había terminado, pero la creciente sensación del deber cumplido que me invadía por haber cerrado y finalizado todas esas obligaciones tediosas trajo consigo el corolario: alguien infinitesimalmente diferente a mí, alguien que había compartido toda mi historia hasta esa mañana, había estado perdiendo el tiempo en lugar de trabajar. La trivialidad de esta observación me inquietó aún más; el experimento de Delft se estaba filtrando en mi vida cotidiana, en el nivel más mundano.

Busqué el libro que Francine me había enviado y traté de leer algunos cuentos, pero los enfoques implacablemente banales de los autores apenas lograban reducir la premisa al absurdo, o la convertían en un cómico bálsamo existencial. Realmente no me importaba lo gracioso que hubiera sido que Marilyn Monroe hubiese estado envuelta en una comedia de enredos de dormitorio con Richard Feynman y Richard Nixon. Sólo quería librarme de la sofocante convicción de que todo en lo que me había convertido era un espejismo, que mi vida no era más que la imagen entrecortada de una especie de cámara de torturas, donde todos los gloriosos momentos de respiro que yo alguna vez había celebrado en realidad habían sido traiciones involuntarias.

Si la ficción no podía ofrecerme consuelo, ¿qué pasaría con los hechos? Incluso si la cosmología de los Muchos Mundos era correcta, nadie sabía con certeza cuáles eran sus consecuencias. Era una falacia pensar que, literalmente, todo lo que era físicamente posible tenía que ocurrir, la mayoría de los cosmólogos que yo había leído creían que el universo, considerado como un todo, poseía un estado cuántico simple, definido, y que aunque ese estado, visto desde dentro, aparentara ser una multitud de historias clásicas diferenciadas, no había razón para suponer que esas historias conformaban una especie de catálogo exhaustivo. Lo mismo se verificaba a escala más pequeña: cada vez que dos personas se sentaban a jugar al ajedrez, no había razón para creer que estaban jugando todos los juegos posibles.

¿Y si yo, hace nueve años, me hubiese quedado quieto en el callejón, debatiéndome con mi conciencia?
Mi sentido subjetivo de la indecisión no demostraba nada, pero aunque no hubiera tenido ningún escrúpulo y actuado sin titubeos, encontrar a un ser humano en un estado cuántico de decisión pura e inamovible, habría sido, a lo sumo, fenomenalmente poco probable y tal vez, a decir verdad, físicamente imposible.

—Al carajo con esto. —No sabía cuándo se había apoderado de mí este ataque de paranoia, pero no iba a seguir consintiéndolo un segundo más. Me golpeé la cabeza contra el escritorio unas cuantas veces, luego recogí la
notepad y
fui derecho a un sitio de búsqueda de empleo.

Los pensamientos no desaparecieron por completo; era demasiado parecido a tratar de no pensar en elefantes rosas. Cada vez que regresaban, sin embargo, descubría que podía ahuyentarlos con amenazas de llevarme a mí mismo directo a un psiquiatra. La perspectiva de tener que explicarle un problema mental tan estrafalario era suficiente para darme acceso a ciertas reservas de autodisciplina hasta ahora inexploradas.

Cuando comencé a preparar la cena ya me sentía un tonto. Si Francine volvía a mencionar el tema, yo haría un chiste sobre el asunto. No necesitaba un psiquiatra. Estaba un poco inseguro de mi buena fortuna y aún algo desconcertado por la noticia de mi futura paternidad, pero no habría sido más sano que aceptara las cosas tal cual eran.

Sonó la alarma de la
notepad.
Francine había vuelto a bloquear el video, como si la banda ancha, también en casa, fuese tan preciada como el agua.

—Hola.

—¿Ben? Tuve una pérdida. Estoy en un taxi. ¿Podemos encontramos en el St. Víncent’s?

Su voz era firme, pero a mí se me secó la boca.

—Claro. Estaré allí en quince minutos. —No pude añadir nada:
Te amo, todo saldrá bien, sé fuerte.
Ella no necesitaba esas cosas; habría echado todo a perder.

Media hora después, yo seguía atascado en el tránsito, con los nudillos blancos de furia e indefensión. Bajé la vista hacia el tablero para mirar el mapa en tiempo real, en cuya cuadrícula estaban marcados todos los demás vehículos, y finalmente dejé de hacerme la ilusión de que en cualquier momento podría entrar en una calle lateral mágicamente vacía y que, en pocos minutos, estaría avanzando tortuosamente por la ciudad.

En la sala de guardia, detrás de las cortinas cerradas alrededor de su cama, Francine yacía acurrucada y rígida, de espaldas, negándose a mirarme. Lo único que yo podía hacer era quedarme de pie a su lado. El ginecólogo aún no nos había explicado la situación como debía, pero el aborto había traído complicaciones y habían tenido que operarla.

Antes de postularme para la beca de investigación de la UNESCO, habíamos discutido los riesgos. Para dos visitantes prudentes, bien informados y que se quedarían poco tiempo, el peligro nos parecía microscópico. Francine nunca había viajado al desierto conmigo; entre los nativos de Basora, incluso, el número de defectos de nacimiento y abortos había descendido mucho en relación con los picos alcanzados anteriormente. Ambos tomábamos anticonceptivos; los condones ya nos parecían una exageración.

¿Fui yo el que lo trajo del desierto? ¿Una mota de polvo, atrapada debajo del prepucio? ¿Fui yo el que la envenené mientras hacíamos el amor?

Francine se volvió para mirarme. La piel que rodeaba sus ojos estaba gris e hinchada, y noté el esfuerzo que le costaba mirarme a los ojos. Sacó las manos de debajo de la ropa de cama y me permitió tomárselas; las tenía heladas.

Después de un rato, comenzó a sollozar, pero no me soltó las manos. Le acaricié el pulgar con mi pulgar, con un movimiento diminuto, suave.

3

2020

—¿Cómo te sientes ahora? —Olivia Maslin no hacía contacto visual mientras me hablaba; claramente, toda su atención se fijaba en la imagen de la actividad de mi cerebro, pintada en sus retinas.

—Bien —dije—. Exactamente igual a como me sentía antes de que comenzaras la infusión.

Estaba reclinado en algo parecido a un sillón de dentista, medio sentado y medio acostado, usando una ajustada gorra tachonada de sensores e inductores magnéticos. Era imposible ignorar la leve frescura del líquido que penetraba por la vena de mi antebrazo, pero no se diferenciaba de lo que había sentido la ocasión anterior, hacía dos semanas.

—¿Podrías contar hasta diez, por favor?

Obedecí.

—Ahora cierra los ojos y visualiza el mismo rostro conocido que la última vez.

Olivia me había dicho que podía elegir a cualquiera y yo escogí a Francine. Traje de vuelta la imagen; luego, súbitamente, recordé que la primera vez, después de contemplar unos segundos la imagen detallada en mi cabeza como si me estuviera preparando para describírsela a la policía, había comenzado a pensar en Francine misma. En el momento justo, se produjo nuevamente la misma transición: el parecido congelado, forense, se volvió de carne y hueso.

Una vez más, me hicieron atravesar toda la secuencia de actividades: leer el mismo cuento («Dos veteranos», de Scott Fitzgerald), escuchar el mismo fragmento musical (de
La urraca ladrona,
de Rossini), relatar el mismo recuerdo de
la
infancia (mi primer día de escuela). En algún momento, desapareció todo rastro de ansiedad sobre el hecho de repetir mis estados mentales anteriores con la suficiente fidelidad; después de todo, el experimento estaba diseñado para manejar todas las inevitables variaciones que aparecieran entre una sesión y otra. Yo era sólo un voluntario entre docenas, y la mitad de los sujetos no recibirían nada excepto solución salina en ambas ocasiones. Por lo que sabía, yo mismo podía ser uno de ellos: un sujeto de control, que apenas servía para proporcionar los lineamientos básicos según los cuales se podría evaluar cualquier efecto genuino.

Sin embargo, si era cierto que me estaban inyectando disruptores de coherencia, no me habían hecho ningún efecto, por lo que me parecía. Mi vida interior no se había evaporado conforme las moléculas se adherían a los microtúbulos de mis neuronas, garantizando que la coherencia cuántica de toda índole que esas estructuras hubiesen podido conservar bajo otras circunstancias se perdería en el ambiente en una fracción de picosegundo.

Personalmente, nunca comulgué con la teoría de Penrose de que los efectos cuánticos podrían jugar un papel en la conciencia; los cálculos de un informe seminal escrito por Max Tegmark, que databa de veinte años antes, ya habían demostrado que la coherencia sostenida de cualquier estructura neural era extremadamente improbable. No obstante, con un considerable grado de ingenuidad, Olivia y su equipo habían desechado la idea definitivamente en una serie de experimentos bien delimitados. Durante los últimos dos años, habían estado ahuyentando a los fantasmas de las diversas estructuras que diferentes facciones de los discípulos de Penrose habían ungido como los componentes cuánticos esenciales del cerebro. La propuesta más antigua —los microtúbulos, enormes moléculas de polímero que formaban una especie de esqueleto dentro de cada célula— había resultado ser el objetivo de disrupción más difícil. Pero ahora era completamente posible que los citoesqueletos de mis propias neuronas estuvieran moteados de moléculas que los adherían fuertemente al ruidoso campo de microondas que, sin lugar a dudas, bañaba mi cráneo. En cuyo caso, mis microtúbulos tenían más o menos la misma posibilidad de explotar los efectos cuánticos que la que yo tenía de jugar un partido de squash con una versión de mí mismo proveniente de un universo paralelo.

Cuanto terminó el experimento, Olivia me dio las gracias, y luego se tomó más distante, mientras revisaba los datos. Raj, uno de sus estudiantes graduados, me quitó la aguja y colocó una bandita sobre la diminuta herida del pinchazo; después me ayudó a quitarme la gorra.

—Sé que aún no sabes si soy un sujeto de control o no —dije—, pero ¿has detectado diferencias significativas en alguno? —Yo era casi el último sujeto de los experimentos con los microtúbulos; cualquier efecto, a estas alturas, ya debía de haberse presentado.

Olivia sonrió enigmáticamente.

—Tendrás que esperar a que se publiquen los resultados.

Raj se inclinó y me susurró:

—No, nunca.

Me bajé del sillón.

—¡El zombi camina! —exclamó Raj.

Me lancé ávidamente hacia él, haciendo ademán de querer comerme su cerebro; él me esquivó, riendo, mientras Olivia nos miraba con una expresión de reproche e indulgencia. Los curtidos miembros del bando de Penrose afirmaban que los experimentos de Olivia no demostraban nada, porque incluso aunque las personas se comportaran de manera idéntica al excluirse todos los efectos cuánticos, podían estar haciéndolo como meros autómatas totalmente privados de conciencia. Cuando Olivia le ofreció a su principal detractor experimentar la disrupción de coherencia en carne propia, él le había respondido que hacerlo no resultaría más persuasivo, dado que sería imposible distinguir los recuerdos establecidos mientras uno era un zombi de los recuerdos comunes, y que por lo tanto uno no notaría nada raro al rememorar la experiencia.

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