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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (10 page)

BOOK: Oceánico
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—¿Qué se supone que significa exactamente eso, señor? —Y Robert en una explosión de sinceridad, como si la honestidad misma le asegurara una recompensa, le contó cada detalle. Sabía que todavía era técnicamente ilegal, por supuesto. Pero era como jugar al fútbol un domingo de Pascuas. Difícilmente esto podría ser considerado como un delito serio, como un robo.

Reuniendo tanta información como pudieron antes de reconocer que estaban en un error, los policías le acosaron durante horas. No le levantaron cargos inmediatamente; primero necesitaban una declaración de Arthur. Pero Quint apareció a la mañana siguiente, explicando en detalle las opciones de manera muy cruda. Tres años en la cárcel, con trabajos forzados. O Robert podía reanudar la tarea que realizó durante la guerra —sólo durante un día a la semana, como un consultor generosamente pago del área de Quint del servicio secreto— y los cargos desaparecerían sin dejar rastros.

En un principio le dijo a Quint que dejara que los tribunales hicieran lo que tenían que hacer. Se sentía lo suficientemente molesto como para querer desafiar a esa ley ridícula y, sin importarle cuáles eran sus sentimientos hacia Arthur, Quint sugirió —regodeándose, como si fortaleciera su caso— que este hombre joven, de la clase trabajadora, sería tratado con más indulgencia que Robert, puesto que había sido llevado por el mal camino por alguien cuyo deber era dar el ejemplo a las clases más bajas. Tres años en prisión era una posibilidad inquietante, pero no sería el fin del mundo; el Mark I había cambiado la forma de trabajar, pero si fuera necesario todavía podía funcionar con sólo lápiz y papel. Incluso si le hacían picar piedras desde el amanecer hasta el crepúsculo, probablemente sería capaz de soñar despierto productivamente y, a pesar del alarmismo de Quint, dudaba que llegaran a eso.

En algún momento, sin embargo, en las veinticuatro horas que Quint le había dado para que tomara una decisión, se amilanó. Si concedía a los espías un día a la semana podía evitar todo el escándalo e impedir el juicio. Y, sin embargo, aunque su trabajo en ese momento —diseñar desarrollos en estado embrionario— era un desafío como nada de lo que había hecho en su vida, no era inmune a la nostalgia por los viejos tiempos, cuando el destino de una flota completa de naves de batalla se basaba en encontrar la forma más eficiente de extraer contradicciones lógicas de una hilera de ruedas giratorias.

El problema de aceptar la extorsión era
que probaba que podía ser comprado
. No importaba que los rusos difícilmente se ofrecieran a mediar con la guardia civil de Manchester la próxima vez que necesitara ser rescatado. No importaba que apenas le generara inquietud que un agente enemigo amenazara con enviar evidencia comprometedora a los diarios, situación de la cual había pocas perspectivas de que sus patrones lo salvaran otra vez. Si le decía sí a Quint, perdería cualquier oportunidad de afirmar que lo que hacía en la cama con su pareja no era una cuestión de seguridad nacional. Al elegir ser corrompido una vez más, un torrente completo de clichés y paranoia caería sobre su cabeza: sería vulnerable al chantaje, un objetivo fácil de engañar y desleal por naturaleza. También lo podrían situar en
flagrante delicto
con Guy Burgess en las escalinatas del Kremlin.

No importaba si Quint y sus jefes habían decidido que no podían confiar en él. El problema era —después de unos seis años de estar reclutado, sin ningún motivo para pensar que había violado la seguridad— que se convencieron de que ya no podían continuar utilizándolo, pero tampoco era seguro dejarlo en paz, hasta que lo liberaran del contrato que usaron para controlarlo desde el principio.

Robert estaba atravesando el doloroso y complicado proceso de reacomodar su cuerpo para poder ver a Quint a los ojos.

—Sabes, si fuera legal no habría nada de lo que preocuparse, ¿no? ¿Por qué no dedicas algunos de tus talentos maquiavélicos a ese fin? Chantajea a algunos políticos. Convoca una Comisión Real. Sólo te tomaría un par de años. Entonces todos podríamos continuar con nuestros verdaderos trabajos.

Quint parpadeó, más sorprendido que enfurecido.

—¡También podrías decir que deberíamos legalizar la traición!

Robert abrió la boca para responder, luego decidió no malgastar su aliento. Quint no estaba expresando un juicio moral. Simplemente quería decir que un mundo en el cual la vida de algunas personas estaba gobernada por el miedo constante a ser descubiertos difícilmente fuera un mundo en el que un hombre de su profesión se sintiera ansioso por vivir.

Cuando Robert estuvo solo otra vez el tiempo comenzó a transcurrir lentamente. Su rinitis empeoró hasta que estuvo estornudando y haciendo arcadas casi continuamente; incluso con libertad de movimientos y una provisión interminable de delicados pañuelos de lino se hubiese sentido reducido a la más abyecta miseria. Sin embargo, gradualmente se volvió más experto en tratar con los síntomas, delegando la tarea a una parte apenas consciente de sí mismo. Hacia media tarde —cubierto de suciedad, los ojos hinchados casi hasta cerrarse— finalmente se las compuso para pensar en su trabajo.

Durante los últimos cuatro años había estado sumergido en la física de partículas. Había estado siguiendo el campo de tanto en tanto después de la guerra, pero el
paper
de Yang y Mills del ’54, en el cuál generalizaban las ecuaciones de Maxwell sobre electromagnetismo para aplicarlas en la poderosa fuerza nuclear, lo habían estimulado para ponerse en movimiento.

Tras varios comienzos en falso, creyó que había descubierto una forma útil para aplicarlas a la gravedad. En la relatividad general, si se lleva un vector de velocidad tetradimensional en torno a un bucle que encerraba una región curvada del espaciotiempo, regresa rotado, un fenómeno muy parecido a la manera en que los vectores más abstractos se comportan en la física nuclear. En ambos casos, las rotaciones podían ser tratadas algebraicamente, y la forma tradicional de obtener una comprensión de esto era hacer uso de un conjunto de matrices de números complejos cuyas relaciones simularán el álgebra en cuestión. Hermann Weyl había catalogado la mayoría de las posibilidades allá por los ’20 y ’30.

En el espaciotiempo, hay seis formas distintas en las que se puede rotar un objeto: se puede girar en cualquiera de los tres ejes perpendiculares en espacio, o se puede aumentar su velocidad en cualquiera de estas tres mismas direcciones. Estos dos tipos de rotaciones son complementarias o «duales» una con la otra, con las rotaciones comunes afectando solamente las coordenadas que quedan intactas por el impulso correspondiente, y viceversa. Esto significa que se podría rotar algo en tomo a, digamos, el eje x, y elevar la velocidad en la misma dirección, sin que ambos procedimientos interfieran.

Cuando Robert intentó aplicar la aproximación Yang-Mills a la gravedad de la manera obvia, tropezó. Fue sólo cuando cambió el álgebra de rotaciones por un acercamiento nuevo y extrañamente oblicuo que las matemáticas comenzaron a funcionar. Inspirado por un truco que los físicos de partículas emplean para construir campos con espines que rotan a la derecha o a la izquierda, combinó cada rotación con su propio dual multiplicado por
i
, la raíz cuadrada de menos uno. El resultado fue un conjunto de rotaciones en cuatro dimensiones
complejas
, en lugar de las cuatro reales del espaciotiempo común, pero las relaciones entre ellas preservaron el álgebra original.

Cuando exigió que estas rotaciones «autoduales» satisficieran las ecuaciones de Einstein resultó que eran equivalentes a la relatividad general ordinaria, pero el proceso que llevó a una versión cuántico-mecánica de la teoría se volvió dramáticamente más simple. Robert todavía no tenía idea de cómo interpretar esto, pero como un truco puramente formal funcionaba espectacularmente bien, y cuando las matemáticas se acomodan en su lugar de ese modo, tiene que significar
algo.

Pasó varias horas evaluando los antiguos resultados, repasándolos con mucha atención, volviendo a comprobar e imaginándose todo con la esperanza de forjar alguna relación nueva. No hizo avances, pero siempre había días así. Simplemente era un triunfo pasar mucho tiempo haciendo de nuevo lo que había realizado en el mundo real, aunque banal o incluso frustrante, la misma actividad podría haber sido ejecutada en su entorno original.

Sin embargo, por la tarde la victoria comenzó a parecer falsa. No había perdido su juicio por completo, pero estaba helado y entumecido. También podría haber pasado horas recitando la tabla de multiplicación base-32 en el código Baudot, sólo para demostrar que todavía la recordaba.

A medida que la habitación se llenaba de sombras, su poder de concentración lo abandonaba por completo. La rinitis se había aliviado, pero estaba demasiado cansado para pensar y demasiado dolorido para dormir. Esto no era Rusia, no podrían retenerlo eternamente, lo único que tenia que hacer era desgastarlos con su paciencia. Pero
¿Cuándo, exactamente, exactamente, se verán obligados a dejarme ir?
¿Y cuánto más paciente podía ser Quint, sin dolor, sin terror, como para corroer su determinación?

La luna se elevó, arrojando una mancha de luz sobre la pared más lejana; retorcido como estaba, no podía verla directamente, pero plateaba el pelo de sus piernas y cambiaba completamente el sentido del espacio a su alrededor. La cavernosa habitación se burlaba de su confinamiento recordándole las noches que había pasado acostado pero despierto en el dormitorio de Sherborne. La educación en una escuela pública tenía una gran ventaja: no importaba cuán miserable uno se sintiera después de ella, siempre se podía encontrar un pensamiento reconfortante al saber que la vida nunca seria tan mala otra vez.

—¡Esta habitación huele a matemáticas! ¡Sal ya y trae un desinfectante! —Esa había sido la idea de su tutor para mostrar qué civilizado era: despreciar un tema tan odioso, la materia de la ingeniería y de otros oficios menores. Y en cuanto a los experimentos químicos de Robert, como la reacción yodada de un maravilloso color cambiante que había aprendido del hermano de Chris…

Robert sintió un dolor familiar en la boca de su estómago.
Ahora
no, no puedo enfrentar esto ahora
. Pero todo se extendió ante él sin que lo deseara ni convocara. Solía encontrarse con Chris en la biblioteca los miércoles; durante meses, ése había sido el único momento que podían pasar juntos. Entonces Robert tenía quince años, Chris era un año mayor. Si bien Chris era poco atractivo, destacaba como una criatura de otro mundo. En Sherborne, nadie más había leído a Eddington sobre relatividad o a Hardy sobre matemáticas. El horizonte de nadie más se extendía más allá del rugby, el sadismo y la tenuemente satisfactoria posibilidad de leer los clásicos en Oxford antes de desvanecerse en las fauces del servicio civil.

Nunca se habían tocado, nunca se habían besado. Mientras la mitad de la escuela se sentía satisfecha con una sodomía desapasionada —como un sustituto bastante literal para la tarea mucho más dificultosa de imaginar a las mujeres—, Robert había sido demasiado tímido como para declararle sus sentimientos. Tímido y también temeroso de que no fueran recíprocos. No importaba. Tener a Chris como amigo fue suficiente.

En diciembre de 1929, ambos se presentaron a los exámenes de ingreso para el Trinity College, en Cambridge. Chris ganó una beca; Robert no. Se resignó a la separación y se preparó para un año más en Sherborne sin la única persona que lo había hecho tolerable. Chris estaría siguiendo los pasos de Newton; sólo pensar así servía de algún consuelo.

Chris nunca fue a Cambridge. En febrero, tras seis días de agonía, murió de tuberculosis bovina.

Robert sollozó en silencio, enojado consigo mismo porque sabía que la mitad de su desdicha era autocompasión que utilizaba su pena como un disfraz. Tenía que ser sincero; una vez que todas las fuentes de infelicidad en su vida se fundieran y se volvieran indistinguibles, sería como un animal amedrentado, sin sentido del pasado o del futuro. Listo para hacer cualquier cosa para salir de la jaula.

Si bien aún no había alcanzado ese punto, estaba cerca. Sólo serían necesarias unas cuantas noches como la última. A la deriva con la esperanza de unos minutos de sosiego, descubrió que el sueño mismo echa una luz más cálida sobre las cosas. A la deriva, despertaba luego con una sensación de pérdida tan extrema que se volvía sofocante.

La voz de una mujer pronunció en la oscuridad frente a él:

—¡Extiende tus rodillas!

Robert se preguntó si estaba alucinando. No había escuchado a nadie aproximarse sobre las crujientes tablas de madera del piso.

La voz no dijo nada más. Robert volvió a acomodar su cuerpo para poder ver hacia el suelo. A corta distancia, de pie, había una mujer que no había visto nunca.

Sonó irritada, pero comprendió que su enojo no estaba dirigido hacia él sino hacia su condición cuando estudió su rostro a la luz de la luna a través de las hendiduras de sus ojos hinchados. Lo miraba fijamente con una expresión de horror e indignación, como si hubiera tropezado con él así retenido en algún sótano de un barrio respetable y no en una instalación de MI6. Tal vez ella fuera una de las empleadas para el mantenimiento de la casa, pero ¿no tenía idea de lo que sucedía aquí? Seguramente estas personas eran investigadas y supervisadas, y amenazadas con prisión de por vida si ponían un pie fuera de las áreas preestablecidas. Durante un momento surrealista, Robert se preguntó si Quint la habría enviado para seducirlo. No hubiera sido lo peor que habían intentado. Pero radiaba una seguridad feroz en sí misma —como confianza de que podía hablar con la autoridad de sus convicciones y esperaba que se le prestara atención— y él supo que nunca hubiese sido elegida para ese papel. Nadie en el gobierno de Su Majestad consideraría que la seguridad en sí misma era una cualidad atractiva en una mujer.

—Lánzame la llave —dijo él—, y te mostraré mi imitación de Roger Bannister.

Ella negó con la cabeza

—No necesitas la llave. Se acabaron esos días.

Robert miró con temor. No había barrotes entre ellos. Pero la jaula no se pudo haber desvanecido delante de sus ojos; ella la tenía que haber removido mientras él estaba perdido en su ensoñación. Atravesó el doloroso ejercicio de volver su cara hacia ella como si aún estuviera confinado, sin notarlo siquiera.

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