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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (14 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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He puesto la habitación patas para arriba, pero no he encontrado nada útil. Cuánto me gustaría tener a mano Google para poder teclear: «¿Cómo forzar una cerradura sin herramientas y utensilios?», porque no es el tipo de historias que se enseñan en la escuela.

Busco nuevas ideas pero nada.

(Tengo la moral ya sabes dónde.)

Son las 11.26 de la mañana. He dormido muy mal.

Ayer por la noche miré cómo cambiaban los minutos en el despertador. Por primera vez apagué la luz del techo, porque los números verdes iluminaban estilo lamparilla de noche y pensé que por fin tal vez podría descansar normalmente, como en casa. Fue largo, todos esos minutos pasando por el bloque de goma rosa, y pensé que en definitiva tal vez no era tan chachi eso de saber la hora. Cuando por fin me dormí, tuve una pesadilla horrible en la que estaba paralizada. No podía ni moverme ni hablar, pero oía todo lo que pasaba a mi alrededor. Había gritos extraños, como relinchos de
pottocks
en días de tormenta, notaba que las sombras me rozaban y pasaban por encima de la cama. Evidentemente, no acertaba a ver de quién o de qué se trataba, pues no podía mover la cabeza, pero sabía que eran cosas increíblemente horripilantes. Me preguntaba si estaba soñando (exactamente como cuando estuve en el maletero del Volvo negro), y claro, la respuesta lógica dentro del sueño fue NO, por lo que creí que aquello era real. Cuando me desperté, primero pensé que era verdad que estaba paralizada y no conseguí hacer el menor movimiento: ¡imagínalo que horror! Luego chillé porque creía que tampoco podía hacerlo, pero al oír mi propio grito conseguí por fin levantar las piernas. Me incorporé y comprendí que esa historia de parálisis era otra bola del desbarajuste de mi cabeza. Eran las 5.42. Me costó mucho ser capaz de levantarme por el yuyu que me daba la oscuridad: he perdido la costumbre. Fue una mala idea lo de apagar la luz, no lo haré más. Por fin conseguí levantarme para accionar el interruptor; tenía las piernas como gelatina de membrillo (me encanta, pero en las piernas no es muy agradable). Me comí todo un paquete de Z'animos para recuperarme pero la pesadilla todavía sigue trotando en mi cerebro como un unicornio mutante.

No creía que iba a escribir nunca esto en tu interior, pero echo en falta a R. Tengo mucho miedo de que no vuelva, de que haya tenido un accidente o esté en coma sin poder decir dónde estoy yo, porque entonces me moriría de hambre con un sufrimiento terrible y no vería nunca más la luz del día.

No tengo nada que contar porque todos los días se parecen como dos gotas de agua, y seguro que incluso dos gotas de agua son más diferentes que mis días. A pesar del despertador, tengo la impresión de vivir en un reloj parado.

CÓMO ME SIENTO

Encerrada en el interior

de una caja

soy alta como tres manzanas pero aun así

encerrada dentro de mí

como en una jaula con barrotes

de sangre y de piel

¿Dónde estás, cielo?

¿Dónde estás, tormenta que ruge como una mamá

enloquecida?

Encerrada dentro de unas preguntas

complicadas como laberintos

y mi corazón que salta, polichinela negro

desastrado

¿Dónde estás, sol?

¿Dónde estás, mar que va girando y se aplasta

en el suelo?

Me ahogo en una botella de leche caducada.

Es tu última página y no sé cuándo podré seguir escribiendo. Gracias por haber estado conmigo, quisiera decirte que estoy bien, que todo funcionará, que seguro que seré suficientemente astuta para conseguir un nuevo cuaderno. A ti voy a esconderte detrás del zócalo para el día en que salga de aquí y quiera acordarme de cómo me sentía en todos los momentos que existieron hasta aquí. Solo espero que R. no tarde en volver. Hasta muy pronto. Feliz Navidad. Madison.

Guéthary, 5 de noviembre,

11º, brisa, mar calmo

Cariño:

Siempre he vivido para los demás y ahora ya no tengo a nadie para quien vivir.

Ayer por la noche me peleé con Raphaël. La ira, que es mía, me ha vuelto loca, loca hasta el punto de destrozarle el corazón.

Mañana vamos a enterrar a mi padre y le hablé de ti, de lo unidos que estabais Papy y tú, de cómo te habrías hundido si supieras… si pudieras saber. Sugerí que estaría bien leer uno de tus poemas en el funeral, el del árbol dorado, por ejemplo. De esta forma, cuando volvieras, tal vez se aliviara tu sufrimiento por no haber podido estar junto a nosotros para despedir a tu abuelo.

Después de mirarme durante mucho rato sin decirme nada, Raphaël respondió que tarde o temprano tendría que aprender a vivir con esta idea: la idea de que quizá no vuelvas. Recibí estas palabras como cuchillas de afeitar en el plexo solar y le acusé de abandonarte. Le acusé de renunciar, le traté de cabrón, de asesino, de inútil. Chillé diciendo que aceptar esa idea era como matarte. ¡Le acusé de querer matarte, Madi! Al renunciar, ¡te asesinaba! ¿Lo entiendes? ¡Tu propio padre te asesinaba!

Le golpeé, le golpeé con fuerza en el pecho, y su pecho era como un peñasco en el que mis puños se rompían como las olas. Me dejó hacer y no sé cuántos golpes le di —muchos—, pero no protestó. Cuando por fin lo dejé, caí de rodillas, sudorosa, temblorosa, agotada. Ni siquiera solté una lágrima, había superado las lágrimas.

Raphaël no hizo nada, no añadió nada. Fue a encerrarse en su despacho, dio la vuelta a la llave y no he vuelto a verle. Supongo que se quedó dormido allí, tal vez, no lo sé.

Pero esta mañana, en la cocina, he encontrado un libro sobre Munch abierto encima de la mesa, abierto por la página de
La pubertad
.

Una niña de tu edad, con pelo largo, castaño, sentada, desnuda, en el borde de una cama: parece observarnos con sus ojos inmensos y oscuros. Está delgada, casi demacrada. Sus brazos, excesivamente largos, están cruzados por encima de sus muslos encubriendo un pubis que se adivina imberbe. Está muy erguida —demasiado erguida— sobre un colchón cubierto de un blanco inmaculado que contrasta con la pared que tiene detrás, de un pardo inquietante, casi escatológico. Partiendo de ella, desde su espalda, una sombra negra parece echarse a volar.

Evidentemente, conocía el cuadro; pero fue como si lo viera por primera vez. Esa sombra negra representa su infancia, cariño.

Tu infancia.

Tu inocencia.

Entonces he comprendido que todo aquello de lo que acusaba a tu padre era falso, pues él te imagina exactamente como te imagino yo: haciéndote mayor. Y he sentido vergüenza, una vergüenza enorme. La ira se ha vaciado de golpe, mi plexo se ha desatascado como un fregadero que se purga, y entonces, por fin, he llorado.

Alguna vez olvido que él también ha perdido a una hija. En momentos así, me convierto en un monstruo. Y sin embargo, Madi, él nunca me lo ha reprochado.

He decidido volver a tomar las pastillas. No soporto esas pastillas porque cada día me alejan un poco más de los sentimientos humanos. Naturalmente, cauterizan la desgracia, pero si no siento nada tengo la impresión de estar muerta. En la aflicción, la culpabilidad, el terror, como mínimo estaba viva. Pero si seguimos así, Raphaël me dejará. Hará las maletas y yo me quedaré sola en esta casa demasiado grande, ahogándome por tanto espacio, ausencia y luz. Otra pérdida y no sobreviviré. Acabaré como mi padre, colgada o desbordada: ridícula, egoísta.

Y en esta muerte, cariño, acabaré con el odio que siento por mí.

Nunca olvides que te quiero.

MAMÁ

La época de los eclipses

Aquella noche cenábamos en casa de un amigo de Louison, Pierre Marchal-Schmetz, a quien llaman Pim's por sus iniciales, un tipo diez años mayor que ella, fotógrafo reconocido. Los otros invitados, todos gente mayor, conversaban sobre los índices de crédito, el auge del sector inmobiliario y el deseo de tener hijos, más o menos compartido, como aquella pareja, Charléne y Cédric, que se tiraron pullas y más pullas desde el comienzo de la velada.

Era el día de San Valentín, y me sorprendió muchísimo que a las seis de la tarde mi móvil mostrara el número de una náufraga que creía perdida para siempre en el triángulo de las Bermudas de mi imbecilidad. Louison me anunciaba que volvía al instante de Milán: la habían invitado a la casa de uno de sus «mentores» y opinaba que podría aprender mucho si la acompañaba. Lo de aprender me interesaba tanto como leer un tratado sobre el cultivo de la patata en Tanzania, ¡en cambio acompañarla…! Me excusé con Antoine, con quien tenía previsto pasar una velada a base de un alto índice de alcoholemia destinada a machacar a todos los enamorados que circularan por los restaurantes con guirlandas de jazmín en el cuello. El comentario que obtuve fue: «Qué asco me das», sin duda merecido, pero la vida parecía ofrecerme una segunda oportunidad y no podía dejarla escapar: así pues, quedé con Louison a las nueve delante de un edificio de lujo a dos pasos del Sacre Coeur. Llevaba un vestido espectacular de lana calada verde abeto y unos zapatos de tacón a conjunto que situaban su metro sesenta y cinco en las esferas maniquinescas. Yo había vaciado mi armario y dado mil rodeos durante más de diez minutos delante del triste montículo de mis posesiones, pero los vaqueros y el jersey a rayas que había escogido no estaban a la altura, como me dio a entender Louison cuando exclamó: «¡Qué mono!», con un rictus de condescendencia en el rostro. Menos mal que llevaba chaqueta.

—¿Cómo? ¿Piensas tener un hijo? —preguntó a Cédric, quien jugaba con una miga de pan sobre el mantel.

—A mi edad, no veo que sea una cosa tan rara…

—Pues si me lo permites, se trata de otra muestra de tu enorme egocentrismo. Consideras que tienes unos genes tan únicos que engendrarás la última maravilla del mundo.

—Los niños y los locos dicen las verdades —saltó, guasón, el cuarentón de mi izquierda, François, por lo visto redactor jefe de una revista de modas de la que yo antes jamás había oído hablar.

—Que me dobles la edad no significa que veas ni la cuarta parte de lo que hay aquí dentro —replicó inmediatamente y en su mismo tono aquella a la que habían llamado niña, señalándose la cabeza con un índice pintado de negro.

—¡Hala, esa, desde que se peina como Louise Brooks, se pone más tiesa que un ajo!

—En fin, como veis —prosiguió Cédric señalando a Charléne—, no estamos en ello… «Divergencia de opiniones», como se suele decir.

—¡Litote! —exclamó Pim's desde el extremo de la mesa, y todo el mundo se echó a reír, salvo la interesada.

La única persona que estaba más perdida que yo era una estadounidense llamada Tracy que apenas había superado la adolescencia y que no entendía ni una maldita palabra de la conversación. Estaba sentada a la derecha de Pim's y quedaba claro que era su última conquista. Enseguida se hizo patente que Pierre Marchal-Schmetz, a quien de entrada yo había tomado por gay por su apodo de galleta y su loft de
yuppie
neoyorquino, era el ex de Louison, y ante su entusiasmo por mis orígenes vascos, comprendí de inmediato que se trataba precisamente del famoso «surfista» cuya simple evocación había eclipsado la luz de la mirada de Louison la noche en que nos conocimos. Tenía treinta y tres años, la edad de la resurrección, decía complacido, y el aire de un grabado de moda. Su mirada, de un azul intenso, arañada por unas arruguitas probablemente sexys, se animaba en cuanto abría la boca. Tenía los dientes blancos, la nariz recta y un pelo castaño sutilmente despeinado que se rizaba alrededor de sus orejas, extraordinarias como el resto. Si lo escanearan, el tipo pasaría tranquilamente todos los criterios de selección del macho reproductor perfecto: rasgos delicados, mandíbula cuadrada, barba estudiada, un metro ochenta y cinco de musculación sin grasa y de dandismo posmoderno, el eslabón más elaborado del ser sexuado desde el fin del reino de la partenogénesis. En efecto, sin duda alguna, había acertado en lo de ponerme chaqueta.

—Claro que tú eres aún un bebé —dijo Cédric a Louison, al tiempo que me lanzaba una grácil mirada—. ¡Puedes aprovechar la vida con toda tranquilidad!

—¡Huy la delicadeza del yunque! ¡Qué tipo más cerril! En ti, lo que se acelera con el tiempo es la rudeza.

Pim's se dedicó a llenar otra vez las copas con Saint Emilion a aquellos espíritus impacientes y Tracy como si quisiera que perdonaran su mutismo, saltó:

—Pierre, ¡muy bien cocina! —Esfuerzo que se vio coronado por un breve silencio.


You're rigtht, Tracy
—dijo por fin François en un arrebato de generosidad—.
Pim's is exceptional.

En aquella mesa todo el mundo hablaba inglés, la primera,

Louison; sin embargo, nadie se preocupó de utilizar un dialecto que aquella pobre desdichada pudiera comprender. Yo me había percatado enseguida de que Louison escogía adrede los términos más rebuscados de su vocabulario, maniobra que venía a demostrar unos celos persistentes. Tracy, a pesar de su aspecto en general llamativo —senos grandes, ojos grandes, boca grande, cabellera pelirroja y ropa de diseño—, tenía un chasis de Esfinge, y en mi opinión Pim's había perdido con el cambio; pero la presencia de la joven parecía provocar de lo lindo a Louison. Por supuesto, todo aquello no lo vi claro hasta que pude contemplarlo en perspectiva, pues allí mismo me veía incapaz de echar mano a tanta ironía. Jamás me había sentido tan provinciano, y Louison, en su pequeña venganza, no hacía nada para que yo me sintiera cómodo. Aquella gente era insoportable: me entraban ganas de sacarla de la mesa, como se haría con una pepita de oro del fondo del tamiz, imperceptible entre la grava. En realidad, se integraba muy bien en aquella familia de esnobs, aunque yo por aquel entonces era incapaz de admitirlo: era demasiado bonita y por ello yo le adjudicaba una evidente grandeza de espíritu.

—Y tú, Stanislas, ¿a qué te dedicas? —preguntó por fin Charléne como para sacarme del apuro.

Pero Louison respondió por mí:

—¡Quiere ser escritor!

—¿En serio? ¡Genial! ¿Sabías que Cédric es agente literario?

—Mi carrera puede… prescindir de agente.

—Eso no puede decirse, ¡nunca se sabe! ¿Tienes algo publicado?

Louison deslizó entre sus labios un grano de uva negra y yo moví la cabeza.

—Escribo para mí. Estoy acabando mis estudios. Luego ya se verá. Aún no he escrito nada publicable, si he de ser franco.

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