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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (22 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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—¿Cómo estabas tan segura de que él intentaba engañarnos?

—Siempre sé cuándo alguien está mintiendo.

—¿Cómo?

—Fijándome en varias cosas. Pequeños gestos. Pero, en esencia, fijándome en el ritmo al que les late el corazón.

—¿Porque, cuando mienten, el corazón les late a más velocidad?

—Depende del caso. Primero debes fijarte en cómo reaccionan cuando están siendo sinceros, y luego podrás saber en qué momento mienten. Al sargento se le reducía el rimo cardiaco cada vez que mentía, como si su corazón quisiese ir con más cuidado.

Sibby la miró con atención.

—¿Puedes oír los latidos del corazón de cualquiera?

—Oigo muchas cosas.

Sibby estuvo un rato meditando.

—Cuando el mago de las plantas me estaba estrangulando me llamó princesa. Y dijo algo así como que había gente que te cree una especie de supermujer.

Miranda notó que se le hinchaba el pecho.

—¿Eso dijo?

—Y también que tu cabeza tenía precio. Que te buscan, viva o muerta. Sin embargo, siento decir que valgo diez veces más que tú.

—No fanfarronees.

—¿Entonces es cierto? ¿Eres una supermujer?

—A lo mejor resulta que te has quedado sin oxígeno en el cerebro, pero lo cierto es que las supermujeres sólo están en los cómics. Son una invención. Yo soy real, soy una persona como otra cualquiera.

Sibby resopló.

—Perdona pero tú no eres nada normal. Eres una neurótica y no tienes remedio —hizo una pausa—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Eres o no eres una princesa con superpoderes?

—¿Y tú eres una profetisa sagrada que sabe todo lo que va a ocurrir?

Sus miradas se encontraron. Ninguna de las dos dijo nada.

Sibby se desperezó y se despatarró sobre el asiento, y Miranda subió el volumen de la radio. Ambas sonreían.

Tras unos cuantos kilómetros, Sibby dijo:

—Me muero de hambre. ¿Por qué no paramos a tomar una hamburguesa?

—Sí, pero como tenemos un horario que seguir, nada de besar a desconocidos.

—Sabía que dirías eso.

Sentada en el coche, Miranda observó cómo la lancha motora desaparecía en el horizonte. Sibby se había marchado. «No tienes tiempo para relajarte —se dijo a sí misma—. Es posible que el sargento Reynolds vaya a la cárcel, pero todavía puede hablar, porque sabes que te mintió cuando le preguntaste cómo te había encontrado, lo que implica que hay alguien en el internado que sabe algo, y además está lo de la recompensa que se ofrece por tu captura…»

Su teléfono móvil comenzó a sonar. Alargó un brazo, cogió la chaqueta del traje, que estaba en el asiento del copiloto, e intentó introducir la mano en el bolsillo interior, pero descubrió que el aro de las esposas que tenía en la muñeca le dificultaba la operación. Así las cosas, levantó la chaqueta y la sacudió.

Descolgó en el último momento.

—Hola.

—¿Miranda? Soy Will.

El corazón se le paró.

—Hola —sintió un súbito pudor—. ¿Te lo… pasaste bien en la fiesta?

—Sí, por lo menos hasta cierto momento. ¿Y tú?

—Pues también, por lo menos hasta cierto momento.

—Te estuve buscando tras lo de la amenaza de bomba, pero no te encontré.

—Ya, es que me encontré en una situación un tanto peliaguda.

Se produjo un silencio, que ambos rompieron a la vez.

—Tú primero —dijo él.

—No, tú —repuso ella, y ambos se troncharon de risa.

—Oye —dijo él—, no sé si pensabas venir a la casa de Sean para seguir la fiesta. Está aquí todo el mundo. Hay mucho ambiente. Pero…

—¿Pero qué?

—Me preguntaba si no preferirías ir a desayunar unos gofres. ¿En Waffel House? ¿Tú y yo?

Miranda olvidó que le hacía falta respirar.

—Eso sería fantástico —respondió, pero, recordando de pronto que no debía mostrar tanto entusiasmo, agregó—: Sí, eso estaría bien, supongo.

Will se rió con aquella risa capaz de fundir la mantequilla.

—Yo también creo que sería fantástico —dijo.

Tras colgar, Miranda comprobó que le temblaban las manos. Iba a desayunar con un chico. Y no sólo con un chico, sino con Will. Un chico que se salía de órbita y que la consideraba excitante.

«Y también una loca. No sé qué dirá cuando te vea con esas esposas.»

Intentó, una vez más, arrancarse los aros con la mano, pero todo fue imposible. O bien no eran esposas corrientes, o tumbar a diez tipos en una sola noche —o, más bien, a ocho, dado que a dos de ellos los había tumbado dos veces— la había dejado sin fuerzas. Qué interesante, aquello de que pudiese quedarse sin fuerzas. Tenía mucho que aprender de sus poderes. Pero más tarde.

En aquel momento, tenía media hora libre para ingeniárselas y quitarse los aros de las esposas. Comenzó a devolver a su lugar todas las cosas que habían caído de la chaqueta y, al parar el coche, vio una cajita que no recordaba.

Era la que Sibby le había dado al conocerse… ¿De verdad que sólo habían pasado ocho horas desde entonces? Le había dicho algo extraño, que Miranda recordó de repente. «Yo creo que si es tuyo», había dicho, enfática, entregándole la caja y el cartel que llevaba su nombre.

Miranda abrió la cajita. En su interior, envuelta en un trozo de terciopelo negro, estaba la llave de las esposas.

«¿Lista para adueñarte del futuro?»

Sí, iba a intentarlo.

EL INFIERNO EN LA TIERRA

Stephenie Meyer

Gabe miró hacia el otro extremo de la pista de baile y frunció el ceño.

No sabía muy bien por qué le había pedido a Celeste que fuese con él a la fiesta, y menos aún por qué ella le había respondido que sí. Verla en aquellos momentos, tan abrazada a Heath McKenzie que éste debía de tener dificultades para respirar, no hacía más que aumentar sus dudas. Los cuerpos de ambos se habían fusionado dando lugar a una masa indivisible que se agitaba siguiendo un ritmo propio, que poco tenía que ver con el de la música que colmaba la sala. Las manos de Heath erraban por el deslumbrante vestido blanco de Celeste con notable audacia.

—Mala suerte, Gabe.

Gabe apartó la mirada del espectáculo que su pareja estaba dando y observó a su amigo, que se le acercaba.

—Hola, Bry. ¿Cómo te va la noche?

—Mejor que a ti, tío, mejor que a ti —repuso Bryan, sonriente. Levantó la copa, llena a rebosar de un ponche de color bilioso, como para brindar. Gabe llevó la botella de agua que tenía en la mano hasta la copa de su amigo y suspiró.

—No tenía ni idea de que Celeste sintiese algo por Heath. ¿Qué pasa? ¿Es su ex o algo así?

Bryan bebió un sorbo de aquel líquido siniestro, esbozó una mueca y sacudió la cabeza.

—No, que yo sepa. Ni siquiera los había visto hablando antes de esta noche.

Ambos miraron a Celeste, quien, al parecer, había perdido algo muy querido en el interior de la boca de Heath.

—¡Up! —dijo Gabe.

—Tal vez se deba al ponche —aventuró Bryan con ánimo de alentar a su amigo—. No sé si alguien le habrá echado algo en la copa, pero ¡ay! Es probable que no sea consciente de que está con alguien que no eres tú.

Bryan bebió otro sorbo y su expresión volvió a contraerse.

—¿Por qué bebes eso? —inquirió Gabe.

Bryan se encogió de hombros.

—No lo sé. A lo mejor porque espero que, después de haberme tragado el vaso entero, la música empiece a parecerme un poco menos patética.

Gabe asintió.

—Sí, el oído no perdona. Debí haberme traído el iPod.

—Me gustaría saber dónde está Clara. ¿Existe alguna ley femenina que les exija pasarse un tanto por ciento de la noche reunidas en el cuarto de baño?

—Así es. Y quienes no la cumplen se arriesgan a sufrir castigos ejemplares.

Bryan soltó una carcajada, pero fue momentánea. La sonrisa se le desvaneció, y estuvo un rato jugueteando con la corbata.

—En cuanto a Clara… —dijo

—No tienes por qué decir nada —afirmó Gabe—. Es una chica estupenda. Estáis hechos el uno para el otro. Estaría ciego si no lo viera.

—¿Seguro que no te importa?

—Te dije que la invitaras a venir contigo al baile, ¿no?

—Sí, me lo dijiste. Sir Galahad se anota otro tanto. Pero ahora en serio, tío, ¿es que tú nunca piensas en ti y sólo en ti?

—Claro, de vez en cuando. Oye, pero hablando de Clara… Más te vale que se lo pase muy bien esta noche o tendré que romperte la nariz —Gabe sonrió—. Ella y yo todavía somos buenos amigos, así que no creas que no voy a llamarla para preguntarle qué tal.

Bryan suspiró, pero, de pronto, notó un nudo en la garganta. Si Gabe Christensen pretendía romperle la nariz, no le iba a costar demasiado. A Gabe no le importaba arañarse los nudillos o ganarse un borrón en su expediente si ello servía para enderezar algo que, a su juicio, estaba torcido.

—Cuidaré de Clara —dijo Bryan, con la esperanza de que sus palabras no fuesen interpretadas como un compromiso. Había algo de Gabe y sus penetrantes ojos azules que le hacía sentirse… como si tuviera que dar lo mejor de sí mismo. De vez en cuando, se le hacía irritante. Con gesto asqueado, Bryan vació el resto de lo que quedaba en el vaso sobre un musgo seco que adornaba la base de una higuera artificial—. Si es que llega a salir del servicio.

—Buen chico —aprobó Gabe, pero la sonrisa se le aguó. Celeste y Heath habían desaparecido entre la gente.

Gabe no sabía qué se debía hacer cuando a uno lo dejaban plantado en el baile de fin de curso. ¿Cómo iba él a responsabilizarse de que ella llegara a su casa sana y salva? Y ese Heath, ¿a qué se dedicaba?

De nuevo, Gabe se preguntó por qué había tenido que pedirle a Celeste que fuese con él a la fiesta.

Era una chica muy guapa, espectacular. Cabello rubio platino —tan poblado y suave que parecía pelusa—, ojos castaños y separados, y labios curvos y siempre tocados por un leve rubor. Los labios no eran la única parte curva en ella. Con aquel vestido ceñido y corto que se había puesto, hacía que Gabe perdiese la cabeza.

Sin embargo, él no se había fijado en ella por su aspecto. La razón había sido otra muy distinta.

Una razón estúpida, por cierto, y vergonzosa. Gabe jamás se lo contaría a nadie, pero lo cierto era que, de vez en cuando, percibía que una persona necesitaba ayuda. Que lo necesitaba a él, en particular. Había notado aquella inexplicable sensación al conocer a Celeste, como si, en algún lugar, bajo el inmaculado maquillaje, la estilizada rubia estuviera escondiendo a una doncella en apuros.

Una razón muy estúpida y, obviamente, equivocada. En aquel momento, Celeste no parecía necesitar la ayuda de Gabe.

Volvió a escudriñar la pista de baile sin distinguir su brillante cabellera y suspiró.

—Hola, Bry. ¿Me echabas de menos? —Clara, que llevaba el pelo, rizado y oscuro, lleno de purpurina, se separó de un grupo, de chicas y se unió a ellos, junto a la pared. El resto de sus amigas se dispersó—. ¿Qué pasa, Gabe? ¿Y Celeste?

Bryan le pasó un brazo por los hombros.

—Creí que te habías marchado —le dijo—. Imagino que tendré que cancelar la noche loca que acabo de planear con…

El codo de Clara aterrizó sobre el vientre de Bryan.

—La señora Finkle —dijo Bryan para concluir, jadeante, señalando a la vicedirectora, que vigilaba la estancia con ojos feroces desde la esquina más alejada de los altavoces—. Íbamos a clasificar suspensos a la luz de las velas.

—¡Oye, pues por mí no te lo pierdas! Creo que he visto al entrenador Lauder junto a las galletas. Tal vez me acerque a convencerle de que nos vayamos a hacer flexiones.

—O a lo mejor podríamos ir a bailar —sugirió Bryan.

—Claro. Eso tampoco estaría mal.

Riéndose y abrazados, ambos se marcharon hacia la pista de baile.

A Gabe lo alegró que Clara no esperase respuesta a la pregunta que le había hecho. No habría sabido qué decirle, y eso le parecía un tanto embarazoso.

—Hola, Gabe. ¿Dónde está Celeste?

Gabe hizo una mueca y se dio la vuelta para encontrarse con Logan.

Por el momento, Logan también estaba solo. Tal vez se debía a que su pareja también había ido a reunirse con sus amigas.

—Pues no lo sé —admitió Gabe—. ¿La has visto?

Logan apretó los labios durante un momento como si estuviese debatiéndose entre hablar o callarse. En un gesto de nerviosismo, se pasó la mano por los oscuros cabellos.

—Bueno, creo que sí. Pero no estoy muy seguro… Lleva un vestido blanco, ¿no?

—Sí. ¿Dónde está?

—Creo que la vi en la entrada. No podría asegurártelo. Costaba verle la cara… Porque la cabeza de David Alvarado se la cubría por completo…

—¿David Alvarado? —exclamó Gabe, sorprendido—. ¿No te confundirás con Heath McKenzie?

—¿Con Heath? Qué va. Era David, seguro.

Heath era un fornido defensa de fútbol americano, rubio y más bien pálido. David apenas sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, era moreno y tenía el cabello de color negro. No había manera de confundirlos.

Logan sacudió la cabeza con pesar.

—Lo siento, Gabe. Menudo asco.

—No te preocupes.

—Al menos no estás solo en el club de los solteros —se lamentó Logan.

—¿En serio? ¿Qué ha ocurrido con tu pareja?

Logan se encogió de hombros.

—Está por ahí, en algún lugar de la fiesta, mirando con cara hosca a todo el mundo. No quiere bailar, no quiere hablar, no quiere ponche, no quiere sacar fotos y tampoco quiere estar conmigo —fue contando con los dedos cada una de aquellas negativas—. Es que no entiendo por qué ha querido venir al baile conmigo. Probablemente, lo único que le apetecía era presumir de vestido, el cual, tengo que reconocer, es el no va más…. Ojalá hubiera venido con otra persona.

Logan paseó una mirada soñadora por un grupo de chicas que bailaban entre ellas en un área libre de hombres. Gabe tuvo la impresión de que Logan se fijaba en una de ellas en particular.

—¿Qué tal con Libby?

Logan suspiró.

—No sé. Creo… creo que me habría dicho que sí si se lo hubiera pedido, pero… Qué más da.

—¿Cómo se llama la chica con la que has venido?

—Es la nueva, Sheba. Es un poco temperamental, pero guapísima, casi exótica. Cuando me insinuó que quería venir conmigo, me quedé tan pasmado que no pude negarme. Pensé que ella sería… que nos lo pasaríamos… bien… —la voz de Logan fue perdiéndose en dudas hasta cesar.

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