Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
23 de Febrero de 2002
La escolta llegó según lo programado, poco antes de las cuatro de la mañana. Todavía estaba oscuro. Me vestí con mi uniforme de campaña: una camiseta amarilla con nuestro eslogan «Colombia Nueva», jeans y botines de excursión. Me puse una chaqueta abrigada antes de salir y, sin saber muy bien por qué, me quité el reloj.
Pom, mi perra, era la única que estaba despierta en la casa. Le di un beso entre las dos orejas y me fui con un bolso pequeño, donde llevaba apenas lo necesario para pasar una noche fuera.
Al llegar al aeropuerto, me aseguré de que el esquema de seguridad hubiera sido confirmado. El capitán encargado de la coordinación del equipo de seguridad sacó un fax de su bolsillo y me lo mostró: «Todo está en orden, la Gobernación puso a su disposición los carros blindados». El capitán me sonrió, satisfecho de haber cumplido su misión.
El resto del equipo ya había llegado.
El avión despegó a la madrugada. Hicimos escala en Neiva, a 250 kilómetros de Bogotá, antes de cruzar la cordillera Oriental y aterrizar al otro lado, en Florencia, capital del departamento de Caquetá, tierra exuberante entre la cordillera Andina y la selva Amazónica. Después llegaríamos por tierra hasta San Vicente.
La escala que debería durar media hora se prolongó por un poco más de dos horas. Apenas si me di cuenta, porque mi teléfono celular no dejaba de sonar. Un artículo ponzoñoso de la prensa local hacía referencia a la crisis que se había producido en el interior de nuestro equipo de campaña. El periodista solamente había recogido las declaraciones destempladas de quienes habían abandonado la campaña. Todos los miembros del equipo estaban indignados y querían que reaccionáramos lo más rápido posible. Me pasé la mayor parte del tiempo hablando por teléfono, haciendo el puente entre la gente de mi campaña y el editor del periódico, para lograr que publicaran nuestra rectificación.
Hicimos la segunda etapa del vuelo en medio de un calor asfixiante. Llegamos a Florencia con un retraso en nuestra programación. Sin embargo, nos quedaba tiempo suficiente para llegar a San Vicente antes del mediodía. Podíamos recorrer en menos de dos horas los cien kilómetros que nos separaban de nuestro destino.
El aeropuerto de Florencia estaba militarizado por completo. Alineados en la pista, unos doce Black Hawk, con las hélices en movimiento, esperaban la orden de despegar. Un coronel que estaba a cargo de las operaciones en el aeropuerto me recibió cuando me bajé del avión y me llevó a una oficina con el aire acondicionado a fondo, mientras que mi equipo de seguridad se ponía en contacto con los encargados de nuestro desplazamiento terrestre y preparaba los últimos detalles antes de salir.
El coronel me abordó respetuosamente y, con gran cortesía, se ofreció a llevarnos en helicóptero a San Vicente:
—Cada media hora sale uno. Usted puede irse en el siguiente.
—Le agradezco mucho, coronel. Pero somos quince.
—Permítame consultar.
El oficial se retiró y volvió al cabo de diez minutos, para anunciarnos con cara de contrariedad:
—Solo podemos llevar cinco personas a bordo.
El capitán encargado de mi seguridad fue el primero en reaccionar:
—Una parte del equipo de seguridad se puede quedar aquí.
Pregunté si en el helicóptero podrían ir siete personas. El coronel asintió.
—No hay problema.
Luego nos pidió que esperáramos en su oficina la salida del próximo helicóptero.
Anticipábamos media hora de espera. Mi equipo de seguridad estaba en conciliábulo, probablemente para decidir quién me iba a acompañar. Uno de los guardaespaldas se había puesto en la tarea de limpiar su arma y estaba volviendo a meter las balas en la pistola, pues había tenido que sacarlas para el viaje en avión. En la maniobra, descorrió el seguro y el arma se disparó, por fortuna sin consecuencias que lamentar. La bala me rozó y, de lo nerviosa que estaba, casi salto hasta el techo.
Yo detestaba estos pequeños incidentes, no por sí mismos, sino por las ideas que se me venían a la cabeza de inmediato. Tenía a menudo pensamientos divergentes, que me daban la sensación de tener varias personas hablando en mi cerebro al mismo tiempo. «Mal presagio», la voz retumbaba en tono monocorde, como en el guión de una mala película. «Qué idea más tonta. Al contrario. ¡Qué suerte!». Mi equipo estaba alerta, pendiente de mi reacción, y el pobre hombre de la pistola estaba rojo hasta las orejas, pidiendo toda clase de excusas.
—No se preocupe. Pero hay que tener cuidado. Todos estamos cansados —dije para poner punto final al incidente.
Pensé en llamar a Papá pero recordé que en esta zona las comunicaciones eran deficientes.
La espera se prolongó. El resto del grupo se dispersó: unos se fueron al baño, los otros a tomar algo. Vi que más de tres helicópteros se habían ido ya, pero a nosotros no nos llegaba el turno. No quería dar la impresión de estar impaciente, sobre todo porque la oferta me había parecido muy generosa. Finalmente me levanté para ver qué había de nuevo.
El coronel estaba afuera, hablando con mis agentes de seguridad. Al verme llegar, interrumpió la discusión y se volteó hacia mí, confundido.
—Disculpe, doctora, pero acabo de recibir la orden de no llevarla en helicóptero. Es una orden de arriba y no puedo hacer nada.
—Bueno, pues en ese caso volvemos al plan A. Señores, ¿podemos arrancar inmediatamente?
El silencio de mis escoltas era pesado. El coronel me sugirió, entonces, dirigirme a su general, que estaba en la pista.
—Él es el único que puede dar la autorización.
Un hombre corpulento y tosco estaba dando órdenes en la pista de aterrizaje. Este era, en efecto, el general.
Me recibió con una agresividad que me desconcertó.
—No puedo hacer nada por usted. Hágame el favor de despejar la pista.
Por un instante pensé que no me había reconocido y traté de explicarle el motivo de mi presencia. Pero él sabía perfectamente quién era y qué quería. Irritado, se dirigía a sus subalternos y daba órdenes a diestra y siniestra, ignorando groseramente mi presencia. Me quedé hablando sola. Sin duda tendría prejuicios contra mí, en particular a causa de los debates en el Congreso, en los cuales había denunciado actos de corrupción de altos funcionarios. Sin darme cuenta, subí el tono de la voz. De la nada aparecieron cámaras de televisión y en un segundo fuimos rodeados por un enjambre de periodistas.
El general me pasó un brazo por los hombros y me llevó hacia las instalaciones, para salir de la pista y alejarnos de las cámaras. Me explicó que simplemente estaba cumpliendo órdenes, que el Presidente llegaría dentro de poco, que una centena de periodistas venían con él y que necesitaban los helicópteros para transportarlos a San Vicente. Luego agregó: —Si quiere esperarlo aquí, él va a pasar por enfrente. Si la ve, a lo mejor se detiene a saludarla y da la orden de llevarla. Es lo máximo que puedo hacer por usted.
Me quedé ahí parada, preguntándome si en realidad era necesario prestarme a ese circo. Sin tener tiempo de reflexionar seriamente sobre el asunto, una jauría de periodistas se agolpó a mi lado para filmar el aterrizaje del avión presidencial. Ya no era momento para retirarme. El gesto habría sido interpretado como una falta de cortesía.
La situación era terriblemente embarazosa, pues el Presidente de la República estaba enterado de nuestra solicitud del día anterior para viajar con los periodistas que se desplazarían a San Vicente: él mismo la había rechazado. Desde hacía veinticuatro horas, los noticieros no dejaban de machacar que la región había quedado liberada y que las Farc se habían retirado por completo de la zona. El desplazamiento del Presidente a la zona buscaba confirmarlo: era necesario mostrarle al mundo entero que el proceso de paz del gobierno no había sido un error garrafal, que habría podido implicar la pérdida de una parte significativa del territorio nacional a manos de la guerrilla.
Por lo que uno alcanzaba a ver, la zona estaba bajo control militar: desde nuestra llegada, los helicópteros del ejército no habían dejado de despegar para dirigirse a San Vicente. Lo que debíamos hacer era ponernos en camino, tal como habíamos planeado desde un inicio, sin perder más tiempo.
El avión del Presidente aterrizó, desenrollaron una alfombra roja en la pista, ubicaron la escalera frente a la puerta delantera del avión, pero la puerta no se abrió. Por las ventanillas se asomaban algunas caras, pero rápidamente se volvían a retirar. Yo estaba de pie, atrapada entre la fila de soldados en calle de honor y la cortina de periodistas detrás de mí, con una sola idea en mente: irme de allí.
Mis relaciones con el presidente Pastrana no siempre habían sido fáciles. Lo apoyé durante su campaña, con la condición de que implementara profundas reformas contra la corrupción política, específicamente modificando el sistema electoral. Él no había cumplido su palabra y yo estaba ahora en la oposición. Pastrana se había encarnizado contra mi equipo y había logrado voltearme a dos de mis senadores.
No obstante, yo siempre lo había acompañado en su proceso de paz. Unas semanas antes coincidimos en un coctel en la embajada de Francia y él me dio las gracias por mi apoyo inquebrantable a las negociaciones con las Farc.
La puerta del avión se abrió por fin. El primero en bajarse no fue el Presidente sino su secretario. De repente recordé un incidente que hasta ese momento había salido de mi mente. Durante el encuentro televisado con los comandantes de las Farc, nueve días antes, yo había sostenido la tesis de la necesidad de que hubiera coherencia entre la acción y el discurso de cada una de las partes a fin de crear un espacio de confianza entre el gobierno y las Farc. Mis críticas contra las Farc habían sido, ciertamente, muy severas, pero también lo habían sido aquellas contra el gobierno. Expliqué, en particular, que un gobierno que parecía complaciente con la corrupción no tenía credibilidad en un proceso de paz. Y mencioné un escándalo en el que el secretario del Presidente había sido acusado de negociar a beneficio propio la compra de uniformes para la fuerza pública, razón por la cual habíamos exigido en el Congreso que fuera retirado de sus funciones. Sin embargo, Pastrana y su secretario eran íntimos amigos. Haciendo bajar de primero a su secretario, el Presidente me enviaba un mensaje claro: estaba resentido conmigo por mis declaraciones. El Presidente dejaba salir adelante a su secretario para hacerme ver que este tenía todo su apoyo.
Lo demás no hizo sino confirmar mis deducciones. El Presidente me rozó al pasar frente a mí, sin siquiera detenerse a darme la mano. Recibí el bofetón en silencio. Di media vuelta mordiéndome los labios. «Esto me pasa por boba. ¡He debido irme sin esperar!».
Me acerqué a mi equipo, que estaba sumido en una consternación total.
—Bueno, vámonos, ya estamos tardísimo.
Mi capitán, rojo como un camarón, sudaba la gota gorda metido en su uniforme. Estaba lista para darle ánimos con una frase amable, cuando me dijo:
—Doctora, lo siento mucho. Acabo de recibir una orden rotunda de Bogotá. Acaban de cancelar mi misión. No puedo acompañarla a San Vicente.
Lo miré incrédula.
—Un momento. ¿Cómo así? ¿Qué orden? ¿De quién? ¿De qué me está hablando?
El capitán dio un paso adelante, rígido, y me mostró el papel con el que jugaba nerviosamente entre las manos. En efecto, estaba firmado por su superior. Me explicó que acababa de pasar veinte minutos hablando por teléfono con Bogotá; lo había intentado todo pero la orden venía «de arriba». Le pregunté qué quería decir con eso. Él suspiró pesadamente y soltó:
—De la Presidencia, doctora.
La noticia me cayó como un baldado de agua fría. Ahora empezaba a calibrar la magnitud del desastre. Si me iba a San Vicente tendría que hacerlo de nuevo sin protección. Eso ya me había ocurrido, cuando el gobierno se negó a incrementar mi escolta para adentrarnos en el Magdalena Medio, la tierra proscrita de los para-militares. Miré a mi alrededor: no quedaba prácticamente nadie en la pista. Los últimos periodistas del comité presidencial se estaban subiendo en un helicóptero medio vacío y otros tres helicópteros sin pasajeros seguían en tierra con las hélices en movimiento.
El general se acercó a mí y, en tono paternalista, me dijo:
—Se lo advertí.
—Bueno, ¿y ahora qué hago? —pregunté molesta.
Al fin y al cabo, si no hubiera tomado en serio la propuesta de su coronel me habría ido hacía mucho tiempo y ya habría llegado a San Vicente.
—Haga lo que tenía planeado. Váyase por tierra —respondió malhumorado, y lo vi desaparecer con todas sus condecoraciones dentro de las instalaciones.
El asunto no era tan sencillo. Faltaba ver si nos habían dejado los vehículos blindados.
Me acerqué de nuevo a mi personal de seguridad para saber qué quedaba del esquema de seguridad, encargado de nuestro transporte. Todos balbuceaban, sin saber qué contestar. Uno de ellos había ido a averiguar qué pasaba y volvió apenado.
—La gente del esquema de seguridad también se fue. Le dieron la orden de abortar la misión.
Todo había sido orquestado para impedir mi llegada a San Vicente. Sin duda, el Presidente debía de temer que mi presencia en San Vicente le resultara contraproducente. Me senté un momento a pensar. El calor, el alboroto y las emociones me enredaban las ideas. Quería actuar de la mejor manera.
¿Qué iba a ser de nuestra democracia si los candidatos presidenciales admitíamos que al retirarnos nuestros equipos de seguridad, el gobierno podía impedir que hiciéramos campaña? No ir a San Vicente equivalía a aceptar una censura suicida. Era perder la libertad de expresión sobre la guerra y la paz; era perder la capacidad de actuar en nombre de poblaciones marginadas que no tenían derecho a hablar. En estas condiciones, a quien detentaba el poder, solo le faltaba nombrar su sucesor.
Uno de los miembros de nuestra seguridad logró establecer un buen contacto con sus colegas del aeropuerto. Estos funcionarios podían poner a nuestra disposición, para hacer el trayecto a San Vicente, uno de los vehículos oficiales que tenían estacionados. El hombre fue a informarse mejor y volvió con la autorización.
Era una camioneta Luv cuatro por cuatro, con una doble cabina adelante y un platón destapado. Solo había lugar para cinco personas: nada que ver con el carro blindado del que disponíamos en un comienzo. Le pregunté al grupo qué opinaba. Unos se reían y los otros se encogían de hombros. Mi jefe de logística, Adair, se acercó para ofrecerse como conductor. Sin dudarlo, Clara dijo que estaba lista para ir a San Vicente. Nuestro jefe de prensa se abstuvo de ir. Quería que hubiera un lugar para nuestro camarógrafo y uno de los periodistas extranjeros que nos seguían. Los dos periodistas franceses estaban enfrascados en una gran discusión. Finalmente, la joven reportera se acercó y dijo que no iba. No se sentía segura y prefería que su compañero de más edad fuera con nosotros: él tomaría buenas fotos. Uno de los integrantes de mi equipo de seguridad me tomó del brazo y me dijo que quería hablar conmigo a solas un minuto. Era el más antiguo de todos, trabajaba en mi esquema de seguridad desde hacía tres años. Fue el único que estuvo en el Magdalena Medio conmigo.