No hay silencio que no termine (5 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Hice el camino de regreso, sintiendo las miradas burlonas donde se leía el resentimiento ante la idea de que, a pesar de todo, yo había salido bien librada. Sin duda, todos concluyeron que el viejo truco de las lágrimas había terminado por vencer la rigidez de su comandante. Yo era una mujer peligrosa. Los papeles se habían invertido subrepticiamente: de víctima pasaba a ser una mujer temida: era una «política».

Esta afirmación contenía todo el desprecio de clase con que les lavaban el cerebro cotidianamente.

El adoctrinamiento era una de las responsabilidades del comandante. Cada campamento estaba construido según el mismo modelo, que comprendía la edificación de un aula donde el comandante daba informes y explicaba las órdenes; allí era donde los guerrilleros debían denunciar cualquier actitud antirrevolucionaria que hubieran podido presenciar. Si no lo hacían, los consideraban cómplices, los llevaban a juicio en corte marcial y los fusilaban.

Allí les habían explicado que yo me había presentado a las elecciones presidenciales de Colombia. Yo formaba parte, entonces, del grupo de los rehenes políticos, cuyo crimen era, según las Farc, hacer aprobar leyes a favor de la guerra. La reputación de nuestro grupo era odiosa. Les explicaban que éramos unas especies de sanguijuelas, les decían que nosotros prolongábamos la guerra para obtener réditos económicos. La mayoría de esos jóvenes no comprendía el sentido de la palabra «política». Les enseñaban que la política era la actividad de aquellos que lograban engañar al pueblo con discursos y que se enriquecían robándose los impuestos.

El problema de esta explicación es que yo la compartía en buena parte. Además, razones parecidas me habían llevado a participar en la política, con la esperanza, tal vez no de cambiar el sistema en sí, pero por lo menos sí de tener la posibilidad de denunciar la injusticia.

Para ellos, todo aquel que no pertenecía a las Farc era necesariamente una crápula. De nada valían los esfuerzos por explicarles mi lucha y mis ideas: eso no les interesaba. Cuando les decía que yo hacía política contra todo lo que detestaba, contra la corrupción, contra la injusticia social y contra la guerra, su respuesta inapelable era: «todos ustedes dicen lo mismo».

Regresé a la jaula, libre de las cadenas, pero cargando el peso de esta animosidad que crecía contra mí. Entonces oí por primera vez esta canción farquiana, cantada en tono infantil:

Esos oligarcas hijueputas

que se roban la plata de los pobres.

Esos burgueses malnacidos

los vamos a acabar,

los vamos a acabar.

Al comienzo era solo un murmullo, un ronroneo proveniente de una de las caletas. Luego, el canturreo se desplazó para acompañarme a mi paso. Estaba tan perdida en mis divagaciones que no le paré bolas. Solo cuando los hombres comenzaron a entonar la estrofa, haciendo de apostas para articular bien y con voz fuerte, fue cuando alcé la cabeza. No es que hubiera comprendido desde un comienzo el sentido de la letra, porque el acento que les hacía comerse ciertas palabras a veces me obligaba a pedir que me repitieran las frases; sino que el circo que se había montado había provocado una risa generalizada. Fue ese cambio de atmósfera lo que me hizo volver a la realidad.

El que cantaba era el mismo que me había quitado las cadenas. Cantaba con una sonrisa malosa de medio lado, con fuerza, como para acompasar sus actos, mientras fingía meter sus cosas dentro de un morral. El otro, el que había hecho el recorrido desde su caleta, desde el fondo, hasta ahí, era un pobre diablo, endeble y medio calvo, que tenía la costumbre de apretar los ojos cada dos segundos, como para esquivar un golpe. Una de las guerrilleras estaba sentada en la estera de los muchachos, mirándome de reojo, cantando feliz la canción que todos se sabían de memoria.

Dudé un instante, agotada de tanta lucha, diciéndome que, al fin de cuentas, no tenía por qué sentirme aludida por esta canción. Veía en la actitud de los guerrilleros la cruel alevosía de los patios de recreo. Sabía que lo mejor era hacer oídos sordos. Pero hice lo contrario y me detuve. El guardia que me seguía de muy cerca apenas tuvo tiempo de frenar, y casi se estrella tontamente contra mí, y eso lo irritó. Me ordenó avanzar, en tono grosero, aprovechando que tenía, de hecho, el público a su favor.

Me di vuelta hacia la joven y me oí decirle: «No cante esa canción delante de mí. Ustedes tienen los fusiles, y el día que quieran matarme no tienen más que hacerlo».

Ella siguió cantando con sus compañeros, pero sin el entusiasmo de antes. No podían, delante de sus víctimas, hacer de la muerte un refrán. Tenían que haber entendido que la muerte no era un pasatiempo.

La orden de ir al baño llegó pronto. La tarde casi se terminaba y me anunciaron que el tiempo asignado sería muy corto. Ellos sabían que la hora del baño era para mí el mejor momento del día. Acortarla era una muestra del régimen al que sería sometida de ahora en adelante.

No dije nada. Custodiada por dos guardias, fui al río y me sumergí en sus aguas grisáceas. La corriente era todavía muy fuerte, y el nivel del agua no había parado de subir. Me agarré a una raíz que sobresalía en la orilla y mantuve la cabeza sumergida en el agua, con los ojos bien abiertos, esperando así poder lavar todo lo que había visto. El agua estaba helada y a su contacto se despertaron todos mis dolores. Me dolía hasta la raíz del pelo.

La colada llegó cuando regresé a la jaula. Harina, agua y azúcar. Esa noche, me acurruqué en mi rincón, con ropa seca y limpia, a tomarme esa bebida no porque supiera bueno sino porque estaba caliente. Ya no volvería a tener las fuerzas para afrontar otro día como este. Debía protegerme, incluso de mí misma, pues era obvio que no estaba hecha para aguantar mucho tiempo el régimen al que me tenían sometida. Cerré los ojos antes de que cayera la noche, respirando apenas, esperando que disminuyeran mi sufrimiento, mí angustia, mi soledad y mi desesperanza.

Durante las horas de aquella noche sin sueño, y en los días que siguieron, todo mi ser empezó a recorrer el curioso camino de la hibernación del alma y del cuerpo, esperando el momento de la libertad como la primavera.

El día siguiente llegó, como cualquier mañana de cualquier año de mi vida. Solo que estaba muerta. Trataba de poblar las horas sin fin, ocupando mi mente con cualquier otra cosa que no fuera yo misma, pero el mundo ya no tenía ningún interés para mí.

Los vi llegar de lejos, del otro extremo del campamento, en silencio, ella detrás de él o, mejor, ella empujándolo a él. Cuando llegaron frente al guardia, Yiseth le habló al oído. Haciendo una señal con el mentón, el guardia los autorizó a seguir. Ella le susurraba a su compañero unas palabras que parecían incomodarlo.

—Queremos hablarle, me dijo ella, mientras yo hacía lo necesario para poner cara de que no era asunto mío. Vestía la misma camiseta sin mangas, con colores de camuflaje del día anterior. Tenía la misma expresión dura y secreta que la hacía ver más vieja. Levanté hacia ella unos ojos llenos de amargura. Su compañero, con el que había venido a verme, hacía parte del grupo de tres guerrilleros que se habían encarnizado conmigo en el embalse. Su sola presencia me hacía estremecer de repulsión. Ella se dio cuenta y espoleó a su compañero con un codazo. —A ver, dígale.

—Nosotros… Yo vine a decirle que… Lo siento. Quiero excusarme por lo que le dije ayer. Yo no pienso que usted sea una vieja hijueputa. Quiero pedirle perdón. Yo sé que usted es una persona buena.

La escena me parecía surrealista. Este hombre venía a disculparse, como un niño regañado por una mamá severa. Sí, me habían lanzado a la cara toda clase de insultos. ¡Pero eso no era nada en comparación con el horror que me habían hecho vivir! ¡Todo era tan absurdo! Salvo el hecho de haber venido a verme. Yo escuchaba. Creía que era indiferente. Me tomó un tiempo comprender que aquellas palabras, y la manera como habían sido dichas, me habían producido un real alivio.

2
ADIÓS

23 de Febrero de 2009

Hace exactamente siete años, día por día, fui secuestrada. En cada aniversario, cuando me despierto, me estremezco al tomar conciencia de la fecha, aunque sé desde hace semanas que ya se acerca el día. He iniciado una cuenta regresiva consciente, queriendo marcar ese día y no olvidarlo nunca, nunca, para desmenuzar, repasar, rumiar cada hora, cada segundo de la cadena de instantes que condujeron al horror prolongado de mi interminable cautiverio.

Me desperté esta mañana, como todas las mañanas, dándole gracias a Dios. Como todas las mañanas después de mi liberación, dedico algunos instantes, fracciones de segundo, a reconocer el lugar donde he dormido. Sin mosquitero, en un colchón, con un techo blanco en lugar del cielo camuflado de verde. Me despierto naturalmente. La felicidad ya no es un sueño.

Sin embargo, hoy, 23 de febrero, un instante después de despertarme me sentí mal por no haberlo recordado. Me sentí culpable de haber perdido este aniversario entre mis recuerdos. Me pareció que el alivio de haberlo recordado después, era mucho menor que el remordimiento de no haber pensado en ello antes. Bajo el efecto de este mecanismo de culpabilidad y angustia, mi memoria se desquició y empezó a vomitar sobre mí tal cantidad de recuerdos que tuve que saltar de la cama y huir de las sábanas, como si el contacto con ellas pudiera, a través de un maleficio irreversible, atraparme y arrastrarme de nuevo hasta las profundidades de la selva.

Una vez lejos del peligro, con el corazón latiendo aún con fuerza pero con los pies en la realidad, me di cuenta de que el sosiego de haber recuperado mi libertad no era en absoluto comparable con la intensidad del martirio que había padecido.

Me acordé entonces de ese pasaje de la Biblia que me había impactado durante mi cautiverio. Era un cántico de alabanza a Dios en el libro de los Salmos que describe la dureza de la travesía por el desierto. La conclusión me había parecido sorprendente: la recompensa por el esfuerzo, la valentía, la tenacidad, la resistencia no eran ni la felicidad, ni la gloria. Lo que Dios ofrecía en recompensa, era el descanso.

Hay que envejecer para apreciar la paz. Siempre había vivido en un remolino de acontecimientos. Me sentía viva, yo era un ciclón. Me había casado joven, mis dos hijos, Melanie y Lorenzo, colmaban todos mis sueños y me había propuesto transformar a mi país con la fuerza y la terquedad de un toro. Creía en mi buena estrella, trabajaba duro y podía hacer mil cosas a la vez, porque estaba segura de mi éxito.

Enero de 2002

Estaba de viaje en los Estados Unidos, acumulando desvelos y asumiendo compromisos con el fin de obtener el apoyo de la comunidad colombiana para mi partido, Oxígeno Verde, de cara a la campaña presidencial. Mi madre me acompañaba y estábamos juntas cuando recibí una llamada de mi hermana, Astrid. Papá había tenido un quebranto de salud, nada grave. Mis padres se habían divorciado varios años atrás, pero mantenían una relación cercana. Mi hermana nos explicaba a las dos que Papá estaba fatigado y había perdido el apetito. Recordamos enseguida la muerte de mis tíos, que se habían ido sin avisar, después de un simple resfriado. Astrid nos llamó dos días después: Papá había sufrido un paro cardiaco. Debíamos regresar de inmediato.

El viaje de vuelta fue una pesadilla. Yo adoraba a mi papá. Los momentos que había pasado junto a él jamás habían sido banales. Concebir la existencia sin él era como vivir en un desierto de aburrimiento.

Al llegar al hospital encontré a mi padre enchufado a un aparato espantoso. Se despertó, me reconoció y su cara se transformó. «¡Estás aquí!». Luego cayó en un profundo sueño de barbitúricos y volvió a mí diez minutos después. Abrió los ojos y dijo de nuevo con entusiasmo: «¡Estás aquí!». Y así sucesivamente durante la siguiente hora.

Los médicos nos dijeron que debíamos prepararnos. El sacerdote de su parroquia vino a darle la extremaunción. Durante un paréntesis de lucidez, Papá llamó a todos alrededor de su cama. Había escogido sus palabras de despedida, prodigando bendiciones a cada uno con la precisión de un sabio que escruta los corazones. Nos dejaron a mi hermana y a mí solas con él. Hice conciencia de que el momento de su partida había llegado y yo no estaba preparada. Estallé en llanto, delante de él, aferrándome desesperadamente a su mano. Esa mano siempre había estado ahí para mí, había alejado de mí los peligros, me había agarrado de ella para cruzar la calle, me había guiado en los momentos difíciles de mi vida y me había mostrado el mundo. Era la mano que yo tomaba siempre que estaba cerca de él, como si me perteneciera.

Mi hermana me miró y me dijo en un tono severo: «No llore. Estamos en una lógica de vida. Papá no se va a morir». Tomó la otra mano de Papá y me aseguró que todo saldría bien. La apretó con fuerza. Todavía sollozando, sentí que algo extraordinario nos ocurría. De mi brazo brotaba una corriente eléctrica que pasaba a través de mis dedos hacia las arterias de Papá. El hormigueo no dejaba lugar a dudas. Miré a mi hermana: «¿Lo siente?». Sin la menor sorpresa, ella me respondió: «¡Claro que lo siento!». Debí pasar la noche entera en esta posición. Estábamos sumidas en el silencio, sintiendo ese circuito de energía que se formó entre nosotras, fascinadas por una experiencia que no tenía otra explicación distinta de la del amor.

Mis hijos también vinieron a ver a Papá. Habían llegado de Santo Domingo donde vivían con Fabrice, su padre. Fabrice seguía siendo muy cercano a Papá, aunque ya no estábamos casados. Papá siempre lo había querido como si fuera su hijo. Cuando Melanie se quedó sola conmigo en el lecho de enfermo de Papá, había experimentado, al sostenerle la mano, la misma sensación extraña de corriente eléctrica que Astrid y yo habíamos sentido. Papá volvió a abrir los ojos cuando Lorenzo lo besó. Los hijos de Astrid, Anastasia y Stanislas, todavía muy pequeños, daban vueltas alrededor de su abuelo, deseosos de que él los consintiera. Papá estaba tan feliz de tener a toda su familia alrededor suyo, que comenzó a recuperarse.

Mamá y yo nos quedamos con Papá durante las dos semanas de su convalecencia, viviendo en el hospital con él. Yo sabía que no tendría fuerzas para continuar si un día llegara a faltarme. Estaba en plena campaña presidencial. Vivía un momento muy importante para nuestro partido. Oxígeno Verde era una organización política joven, creada cuatro años atrás, que reunía a un grupo de ciudadanos apasionados e independientes que luchaban contra los años incontables de corrupción política que habían paralizado a Colombia. Defendíamos una plataforma estructurada sobre una alternativa ecologista y un compromiso por la paz. Éramos Verdes, éramos prosocial, éramos «limpios», en un país donde la política se hacía, con demasiada frecuencia en opinión nuestra, de la mano con los barones de la droga y los paramilitares.

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