No hay silencio que no termine (64 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Estábamos cara a cara: ellos, hinchados de soberbia, y yo, envuelta en mi dignidad. Me amarraron a William, el enfermero militar. Me volví hacia él y le pedí excusas.

—Soy yo quien pide perdón… No me gusta verla así —me respondió.

Bermeo también se acercó. Estaba incómodo. Le mortificaba la escena que acababa de presenciar:

—No les oponga más resistencia. Es exactamente lo que quieren para tener la oportunidad de humillarla.

Cuando encontré algún sosiego, comprendí que tenía razón.

Gira, la enfermera, empujó la puerta de la cárcel. Venía a hacer la ronda de los enfermos para anunciar que ya no había más medicamentos.

—Son represalias —murmuró Pinchao casi imperceptiblemente detrás de mí—. Comenzaron a apretarnos.

Gira pasó cerca de mí, mirándome con cara de reproche.

—Eso, míreme bien —le dije—. Nunca olvide la imagen que tiene enfrente. Como mujer, debería darle vergüenza ser parte de esto.

Se puso pálida. Vi que temblaba de rabia. Pero siguió su ronda sin decir palabra y se fue.

Por supuesto, más me hubiera valido callarme. La humildad empieza por cuidar la lengua. Tenía mucho que aprender. Si Dios no quería que fuera libre, debía aceptar que no estaba lista para la libertad. Sentía un dolor cruel cuando observaba a mi Lucho. Nos habían prohibido acercarnos el uno del otro y, para colmo, había orden de castigarnos si nos hablábamos. Lo veía sentado, amarrado al gordo Marulanda, mirándose los pies y mirándome a mí alternativamente. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener mi llanto.

El presidente Uribe había hecho una propuesta que la guerrilla rechazó. Consistía en soltar a cincuenta guerrilleros detenidos en cárceles colombianas a cambio de la liberación de algunos rehenes. Las Farc, por su parte, pusieron como condición de cualquier negociación la previa evacuación de Florida y Pradera por parte de las Fuerzas Armadas, dos municipios enclavados en las faldas de los Andes, allí donde la cordillera se abre para dejar pasar al río Cauca. El Gobierno dio la impresión de acceder pero luego se retractó, acusando a las Farc de manipular a la opinión pública con ofertas que realmente solo buscaban ventajas tácticas militares. Los analistas políticos estaban de acuerdo en que la guerrilla buscaba abrirse un corredor para desbloquear sus tropas, cercadas por el avance del Ejército colombiano.

Yo estaba harta de escuchar los comentarios sobre la propuesta del Gobierno, que acaparaban los titulares de los programas de opinión. El país estaba dividido en dos. Todo aquel que apoyara la creación de una zona de seguridad para dialogar con el Gobierno caía inmediatamente bajo la sospecha de querer colaborar con la guerrilla. No se le reconocía a nadie el derecho de buscar ayudarnos. Pensaba con amargura que tanto para el Gobierno como para los militares, la cuestión era lograr la aprobación de la opinión pública. Nuestras vidas no eran más que corchos cabeceando en los océanos desatados del odio.

Me moría por volver a escuchar de nuevo los mensajes de Mamá. Quería que me contara su vida de todos los días, lo que comía, cómo se vestía, con quién pasaba las horas. No quería oír los lamentos de siempre, ni las mismas letanías desprovistas de sentido, de tanto escuchárselas a nuestros seres queridos, una y otra vez.

Me senté incómodamente sobre unas tablas que habían quedado. Habían dado la orden de recoger todo. Tenían miedo de que, tras los esfuerzos desplegados en nuestra búsqueda, la información sobre nuestra presencia llegara a oídos de los militares.

La guerrilla había confiscado gran parte de mis objetos personales. Había logrado, no obstante, conservar las cartas de Mamá, la foto de mis hijos y el recorte de periódico por el que me enteré de la muerte de Papá. Lloraba sin lágrimas.

—Piense en otra cosa —me dijo William sin mirarme.

—No puedo.

—¿Por qué se rasca?

William se levantó para verme de cerca. —¡Está cundida de garrapatas! Después del baño habrá que atenderla.

No hubo baño aquella noche, ni las que siguieron. Enrique nos embarcó en un bongo tres veces más pequeño que los que habíamos conocido antes. Nos amontonó a los diez en un espacio de dos por dos metros, al lado del motor y con una timba de gasolina en medio. Era imposible sentarse sin tener la cabeza y las piernas de los demás debajo y encima de uno. Hizo enganchar las cadenas de modo que quedáramos atados a la vez entre nosotros y al bote. Si el bote se hundía, nosotros nos hundíamos con él.

Cubrió nuestro agujero con una lona gruesa que retenía nuestros alientos y los gases de escape del motor. El aire era irrespirable. Nos obligó a permanecer así noche y día, haciendo nuestras necesidades en el río, agarrados a la lona, frente a todo el mundo. Éramos como lombrices retorciéndose unas encima de otras dentro de una caja de fósforos. Gafas tenía experiencia. No necesitaba levantar el tono ni la voz, ni sacar el látigo. Era un verdugo con guantes.

Aquel aire enrarecido, condensado y contaminado que nos quemaba la garganta y nos hacía toser encima de los demás, ese calor que se concentraba debajo de la lona, el sol asesino, el sudor de nuestros cuerpos cociéndose a fuego lento, los olores que nos llevaban a la agonía, todo ello, claro, era el precio colectivo que pagábamos por nuestra fuga.

Ninguno de los compañeros nos hizo jamás el menor reproche.

65
CASTIGAR

Finales de julio de 2005

No dormía. ¿Cómo dormir con esa cadena alrededor del cuello, tensándose dolorosamente cada vez que William hacía el menor movimiento? Tenía las piernas de mis compañeros atravesadas, un pie contra mis costillas, otro enredado detrás de la nuca. Aplastada por el apretujamiento de los cuerpos que no encontraban espacio, me veía obligada a encogerme para evitar cualquier contacto inconveniente.

Levanté con prudencia una esquina de la lona. Ya era de día. Saqué la nariz para llenarme los pulmones de aire fresco. El pie del guardia me pisó los dedos para castigar mi atrevimiento. Luego, cerró cuidadosamente la lona. Estaba muerta de la sed y con muchísimas ganas de orinar. Pedí permiso para aliviar mi urgencia. Enrique gritó desde la proa: «Díganle a la cucha que orine en un tarro».

—No tiene espacio —respondió el guardia.

—¡Que lo encuentre! —replicó Gafas.

—Dice que no puede hacer delante de los hombres.

—¡Dígale que no tiene nada que ellos no hayan visto! —rió con sarcasmo.

Me ruboricé en la oscuridad. Sentí una mano que buscaba la mía. Era Lucho. Su gesto hizo que mi dique interno se derrumbara. Por primera vez desde nuestra captura, rompí en llanto. ¿Qué me faltaba soportar, Dios mío, para tener el derecho de regresar a casa?

Enrique hizo quitar la lona por unos segundos: mis compañeros tenían los rostros deformados, secos, cadavéricos. Mirábamos a nuestro alrededor tensando los cuellos arrugados, angustiados, sin saber qué pensar, entornando los ojos enceguecidos por el sol del mediodía. Por un instante tuvimos la visión de cuan extensa era nuestra desolación. Habíamos llegado a un cruce de cuatro ríos inmensos. Era una avalancha de agua que cortaba en cruz la selva infinita; nosotros, un puntito que hacía agua peligrosamente en los violentos remolinos de la colisión de corrientes.

Una mañana, el bongo se detuvo pesadamente, como por un capricho de Enrique. Los guardias desembarcaron. Nosotros no. Lucho cambió de puesto para estar cerca de mí:

—Vas a ver que nos va a ir mejor —le dije.

—No te engañes, esto solo va a empeorar.

Finalmente, al cabo de tres días, nos hicieron bajar. «Si llueve», había dicho Armando, «nos vamos a empapar». Llovió. Mis compañeros estaban secos bajo sus carpas. Enrique me encadenó a un árbol, apartada del grupo. Estuve horas debajo del aguacero. Los guardias se negaron a entregarme los plásticos que mis compañeros me enviaron.

Empapada, con escalofríos, me encadenaron nuevamente a William. Pidió permiso para ir a los chontos. Le quitaron la cadena. Cuando volvió, pedí permiso para ir también. Pipiólo, un hombrecito barrigón de manos regordetas del grupo de Jeiner y Patagrande, se quedó mirándome mientras,, despacio, volvía a echarle la cadena al cuello a William. Guardó un mutismo terco y luego se alejó.

William me miró, turbado. Llamó al guardia:

—¡Guardia! Ella necesita ir al baño, ¿no oyó?

—¡Y qué! No es asunto suyo. ¿Quiere meterse en problemas? —replicó, acerbo.

Quería agradarle a Enrique. Eso significaba que el reinado de Patagrande había llegado a su fin. Pipiólo cortó una ramita y la usó como palillo de dientes, mientras me miraba sin recato.

—Pipiólo, tengo que ir a los chontos —repetí, monocorde.

—¿Quiere cagar? Hágalo aquí, frente a mí, acurrucada a mis pies. ¡Los chontos no son para usted! —gritó.

Oswald y Ángel pasaron llevando unos troncos de madera al hombro. Se atacaron de la risa y le dieron un golpe en la espalda para celebrarle la gracia. Pipiólo fingió recuperar el equilibrio apoyándose en su fusil, un Galil 5,56 mm, encantado de tener público.

Tendría que aguantarme hasta el cambio de guardia.

William se puso a hablar conmigo, como si nada. No quería que yo le hiciera caso a Pipiólo, y se lo agradecí. Pipiólo se acercó. Se me plantó delante:

—Cierre la jeta, ¿entendió? Ahora soy yo el que ríe. Mientras esté aquí, se calla.

Enrique dejó a Pipiólo de guardia todo el día. No hubo cambio hasta la noche.

La tropa trabajó a toda velocidad en una obra que podíamos ver a través de los árboles. En una jornada la cárcel quedó lista: mallas, alambres de púas, ocho caletas apretadas en una sola fila, y otras dos retiradas en las esquinas de ambos extremos. Al lado de una de ellas montaron una letrina cerrada por un muro de palmas. Del otro lado, un árbol. En el centro, un tanque de agua. Alrededor de todas las caletas, un barrizal.

Me asignaron la caleta entre la letrina y el árbol al que me encadenaron. Tenía suficiente amplitud de movimiento para ir de mi hamaca a la letrina, pero me estrangulaba para alcanzar el tanque de agua. Lucho estaba del otro lado del tanque, también encadenado. Nos quitaron las botas, obligándonos a andar descalzos.

Mi cercanía a la letrina fue un castigo refinado. Vivía entre los tufos permanentes de nuestros cuerpos enfermos. Las náuseas ya nunca se me quitaban, obligada como estaba a ser testigo importuno del desahogo de los cuerpos de todos mis compañeros.

Hice de mi mosquitero mi burbuja. Allí me refugiaba del ataque del jején, de la pajarilla, de la mosca marrana y del contacto con los hombres. Pasaba las veinticuatro horas encogida en mi capullo, cediéndole el paso a un silencio adictivo, un silencio sin fin.

Encendía por fin la radio, y recorría cuidadosamente todas las bandas de onda corta. Un día di con un pastor que emitía desde la costa oeste de Estados Unidos. Predicaba la Biblia como quien enseña filosofía. En varias oportunidades lo había pasado por alto, desdeñosa, pensando que se trataba de otro de esos charlatanes de Dios. Un día me arriesgué a escucharlo. Analizaba un pasaje de la Biblia que diseccionó apoyándose con erudición en las versiones griega y latina del texto. Cada palabra adquirió un sentido más profundo y preciso, y tuve la impresión de que estaba tallando un diamante frente a mí. Se trataba de los últimos párrafos de una carta de san Pablo a los corintios: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad […] porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». Debía leerse como un poema, sin prevenciones. Me pareció tan universal que quienquiera le buscara algún sentido al sufrimiento, podía apropiársela.

Entré en hibernación. Se acabaron para mí el día y la noche, el sol y la lluvia. Los ruidos, los olores, los bichos, el hambre y la sed: todo desapareció. Mi relación con Dios cambió. Ya no necesitaba intermediarios, ni tener rituales, para llegar hasta Él. Al leer su libro veía una mirada, una voz, un dedo que mostraba e incomodaba. Me tomé el tiempo de reflexionar en lo que me molestaba y vi en las miserias humanas el espejo que devolvía mi propio reflejo.

Ese Dios me cayó bien. Hablaba. Escogía sus palabras. Tenía sentido del humor. Tal como el Principito al seducir a su rosa, lo hacía con cuidado.

Una noche, mientras escuchaba la retransmisión nocturna de una de sus conferencias, oí que me llamaban. Era una noche negra, resultaba imposible ver absolutamente nada. Paré la oreja, la voz se acercó.

—¿Qué pasa? —grité asustada, temiendo que pudiera tratarse de la alerta para evacuarnos.

—¡Chito! Fresca —reconocí la voz de niño de Mono Liso.

—¿Qué quiere? —pregunté, desconfiada.

Había pasado la mano a través de la malla y trataba de tocarme, mientras me decía obscenidades que sonaban ridículas en su voz de niño de pantalones cortos.

—¡Guardia! —grité.

—¡Qué! —me respondió una voz ofuscada al extremo opuesto de la cárcel.

—¡Llame al relevante!

—¡Soy yo! ¡Qué quiere!

—¡Tengo un problema con Mono Liso!

—¡Eso lo veremos mañana! —cortó.

—¡Que aprenda a respetar! —gritó alguien al interior del cercado—. Oímos todo. ¡Es una basura, corrompido!

—¡Se callan! —replicó el guardia.

El relevante nos barrió con su linterna. El haz de luz alumbró a Mono Liso, quien se había alejado de un brinco dé la malla y fingía limpiar su AK-47.

Al día siguiente, después del desayuno, Enrique envió a Mono Liso con la llave de mi candado. Llegó pavoneándose.

—¡Venga para acá! —me gritó, con la suficiencia de la autoridad recién adquirida.

Abrió el candado y me apretó aún más la cadena. Apenas podía tragar. Contento con su obra, volvió a salir caminando con arrogancia. Una vez fuera, dio órdenes inútiles a los que estaban prestando guardia. Quería que nos diéramos cuenta de que acababa de ser ascendido a relevante.

Regresé a mi hamaca y abrí mi Biblia. No me volví a levantar.

Al cabo de algunos días, Enrique decidió hacer una visita a la cárcel. Reunió a los militares presos y adoptó el papel de buena gente. Fingió tomar nota de las solicitudes de cada uno. Finalmente, cuando le pareció que todo había salido bien y que nadie protestaba, les preguntó si tenían peticiones «especiales». Pinchao levantó el dedo:

—Yo tengo una, comandante.

—A ver, mijo, soy todo oídos —le respondió Gafas, con voz meliflua.

—Quisiera pedirle… —Pinchao hizo una pausa para aclararse la garganta—, quisiera pedirle que les quite las cadenas a los compañeros. Ya van a ser seis meses que están amarrados y…

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