No hay silencio que no termine (61 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Salimos trabajosamente sobre un grueso lecho de hojas y nos abrimos paso entre las zarzas y los helechos. «Perfecto, ni una huella», pensé.

Supe instintivamente en qué dirección caminar.

—Por aquí —le dije a Lucho, que dudaba.

Nos hundimos en una vegetación cada vez más tupida y elevada. Descubrimos, más allá de un muro de arbustos jóvenes de afiladas espinas, un claro de musgo. Me lancé hacia él esperando que la resistencia de la vegetación disminuyera, para avanzar más rápidamente, pero caí en una fosa enorme que el musgo cubría como una malla sobre una trampa. La fosa era profunda, el musgo me llegaba al cuello y no podía ver qué había debajo. Imaginé la cantidad de monstruos que debían de vivir allí, esperando que una presa les cayera en las fauces como yo acababa de hacerlo. Presa del pánico, traté de salir pero mis movimientos eran torpes e ineficaces. Lucho se dejó caer en la misma fosa y me tranquilizó.

—Cálmate, no es nada. Sigue caminando, ya saldremos.

Un poco más lejos, las ramas de un árbol nos sirvieron para izarnos y salir. Tenía ganas de correr. Sentía que teníamos a los guardias en los talones y esperaba verlos salir de la maleza para caernos encima en cualquier momento.

De golpe la vegetación cambió. Dejamos los arbustos de zarzas y espinas para entrar en el manglar. Vi brillar el espejo de agua a través de las raíces de los mangles. Una playa de arena gris preludiaba el curso del río. Una última fila de árboles atrapados en la creciente del río y, más lejos, la inmensa superficie plateada que parecía esperarnos.

—¡Llegamos! —le dije a Lucho, sin saber si sentirme aliviada o todo lo contrario. Me aterraba visualizar la prueba que nos esperaba.

Estaba como hipnotizada. Esa agua que corría rápidamente ante nosotros era la libertad.

Nuevamente miré hacia atrás. Ningún movimiento, ningún ruido, a no ser el de mi corazón, que golpeaba estrepitosamente en mi pecho.

Nos aventuramos con prudencia en el agua hasta que nos llegó a la altura del pecho. Sacamos nuestras cuerdas. Hice concienzudamente los gestos que sabía de memoria por haberlos ensayado a diario en los largos meses de nuestra espera. Cada nudo tenía su razón de ser. Era preciso que estuviéramos muy bien amarrados el uno al otro. A Lucho le costaba trabajo conservar el equilibrio en la superficie del agua.

—No te preocupes, ya cuando estemos nadando podrás estabilizarte.

Estábamos listos. Nos tomamos de la mano para avanzar hasta que perdimos apoyo. Flotamos, pedaleando suavemente hasta la última fila de árboles. Ante nosotros el río se abría, grandioso bajo la bóveda del cielo. La luna, inmensa, alumbraba como un sol de plata. Fui consciente de que una potente corriente iba a chuparnos. No era posible dar marcha atrás.

—¡Cuidado, esto se va a mover! —le dije a Lucho.

En un segundo, una vez que atravesamos la barrera vegetal fuimos aspirados rápidamente hasta el medio del río. La ribera pasaba a toda velocidad ante nuestros ojos. Vi alejarse el embarcadero de la guerrilla y me invadió una sensación de plenitud tan amplia como el horizonte que acabábamos de volver a ver.

El río empezó a doblar y el embarcadero desapareció definitivamente. No dejábamos nada atrás, estábamos solos; la naturaleza había conspirado en nuestro favor al poner su fuerza al servicio de nuestra huida. Me sentí protegida.

—¡Somos libres! —grité con toda la fuerza de mis pulmones.

—¡Somos libres! —gritó Lucho riendo, con los ojos agarrados a las estrellas.

62
LA LIBERTAD

Lo habíamos logrado. Lucho no forcejeaba ya; se dejaba llevar tranquilo y confiado, igual que yo. El miedo a ahogarnos quedó relegado. La corriente era muy fuerte pero no había remolinos, fluía rápidamente hacia adelante. Un centenar de metros nos separaban de la orilla a cada lado.

—¿Cómo vamos a llegar hasta la orilla? —me preguntó Lucho.

—La corriente es fuerte, nos va a tomar tiempo. Vamos a comenzar a nadar despacio para llegar a la orilla de enfrente. Si nos buscan, primero van a hacerlo de su lado. No pensarán que hayamos podido atravesar esto.

Comenzamos a bracear a ritmo lento pero sostenido, para no cansarnos. Había que mantener caliente el cuerpo y deslizamos poco a poco hacia la derecha para liberarnos del efecto de succión que nos jalaba hacia el centro del río. Lucho iba detrás de mí. La cuerda entre ambos seguía tensa, lo que me tranquilizaba, pues podía avanzar sin mirarlo, sintiendo que allí estaba.

Contaba con que nuestro mayor obstáculo en el agua sería la hipotermia. Siempre me había causado dificultades. Recordaba a Mamá sacándome de la piscina cuando era niña, envuelta en una cobija y frotándome vigorosamente el cuerpo, mientras yo tiritaba sin control, enojada por la interrupción de mis juegos infantiles. «Tienes los labios morados», me decía, como excusándose.

Me fascinaba el agua, excepto cuando me empezaban a castañetear los dientes. Hacía todo lo posible por ignorarlo, pero entendía que había perdido la partida y que tendría que salir. Al bucear, incluso en aguas tropicales, me sentía en la obligación de usar traje grueso, pues me encantaba permanecer mucho tiempo en el fondo del mar. De modo que estaba prevenida al respecto. No pensaba en las anacondas, pues consideraba que en el agua se mantendrían cerca de las orillas, al acecho de sus presas. Imaginaba que los güíos debían de tener reservas de alimentos más accesibles que nosotros.

Me preocupaban más las pirañas. Las había visto en acción, sin poder establecer diferencias claras entre el mito y la realidad. En varias ocasiones había tenido que bañarme en un caño mientras tenía mi período. Rodeada de hombres, mi única preocupación había sido que no se notara.

En mi cautiverio siempre me atormentó la actitud desdeñosa con la que la guerrilla trataba los imperativos femeninos. El suministro y la distribución de cigarrillos estaban más asegurados que el aprovisionamiento de toallas higiénicas. Al guardia designado para entregármelas siempre le daba gusto gritarme frente a mis compañeros, que observaban divertidos: «¡Mire a ver si las desperdicia, le tienen que durar cuatro meses!». Evidentemente, nunca duraban lo suficiente. Y si había marcha aún menos, pues mis compañeros me las pedían para usarlas a modo de plantillas, cuando los atormentaban las ampollas.

Al preparar nuestra fuga, la posibilidad de tener que nadar en dicha situación me llevó a fabricarme una protección íntima, pero estaba segura de que no funcionaría. Allí, en la corriente fuliginosa, braceaba enérgicamente, tanto para avanzar como para apartar a cualquier criatura atraída por nuestra presencia.

Empujados por el impulso de nuestra euforia, nadamos tres horas. El cielo se envolvió nuevamente en su manto de terciopelo negro, la oscuridad cayó sobre nosotros, y, con ella, el frío que antecede al amanecer.

Los dientes me castañeteaban desde hacía un momento sin que fuera consciente de ello. Cuando quise hablar con Lucho, me di cuenta de que difícilmente podía articular:

—Tienes los labios morados —me dijo, preocupado.

Era preciso salir del río.

Nos acercamos a la orilla, o más bien a la fronda que bordeaba el río. El nivel de las aguas había subido tanto que los árboles de la orilla estaban totalmente cubiertos y solo sus copas eran aún visibles. En consecuencia, la ribera había retrocedido hacia las tierras más elevadas del interior, pero para alcanzarla habría que penetrar en la vegetación.

Dudé. Me asustaba meterme en aquella naturaleza secreta. ¿Qué había debajo del silencioso follaje que solo la fuerza de la corriente hacía temblar? ¿Era allí donde nos esperaba la anaconda, enrollada en la rama más alta de aquel árbol medio sumergido? ¿Cuánto tiempo tendríamos que nadar hacia el interior antes de tocar tierra?

Me resigné a no escoger el lugar más propicio, pues no lo había.

—Salgamos por aquí, Lucho —le dije, mientras pasaba la cabeza por debajo de las primeras ramas que salían a la superficie.

Bajo el follaje reinaba la oscuridad pero podían distinguirse los contornos. El ojo se acomodaba. Avancé lentamente, dejando que Lucho me alcanzara para tomarlo del brazo.

—¿Vas bien?

—Sí, voy bien.

Los sonidos llegaban tamizados. El rugido del río había sido reemplazado por el sonido amortiguado de las aguas quietas. Un ave voló a ras de la superficie y nos pasó rozando. Instintivamente, mis movimientos se hicieron menos amplios, en previsión de un encuentro desagradable. Sin embargo, nada de lo que veía era diferente de lo que había visto mil veces. Nadábamos entre las ramas de los árboles, tal como se internaba el bongo abriéndose camino hasta la ribera. Un chapoteo cercano nos anunció la orilla.

—Allí —me susurró Lucho al oído.

Miré en la dirección que me indicaba: a mi izquierda vi una cama de hojas y, más allá, las raíces de una majestuosa ceiba. Mis pies sintieron el suelo. Salí del agua, pesada de emociones, escalofriada, feliz de estar parada en tierra firme. Estaba agotada, necesitaba un lugar donde derrumbarme. Lucho salió, subió conmigo la suave pendiente y me jaló hacia las raíces del árbol.

—Tenemos que escondernos, pueden aparecer en cualquier momento.

Abrió el plástico negro que guardaba entre sus cosas y me quitó el morral.

—Pásame tu ropa, hay que escurrirla.

Lo hice. Al instante sufrí el ataque de los jejenes, diminutos mosquitos especialmente voraces que se desplazan en nubes compactas. Me vi obligada a ejecutar una danza sioux para mantenerlos a raya.

Eran casi las seis de la mañana. La selva era tan densa en aquel lugar que la luz del día demoraba en atravesarla. Decidimos esperar, aceptando el suplicio de permanecer de pie, porque no veíamos lo que nos rodeaba. «¡Dios mío, hoy es el cumpleaños de mi hermana!», pensé, feliz de mi descubrimiento. En el mismo instante, el día se filtró a través de la manigua y se regó como pólvora.

Estábamos mal ubicados. Nuestro emplazamiento al pie de las raíces de la ceiba —el árbol de la vida— era el único lugar seco en medio del pantano que nos circundaba. A algunos metros, una bola de tierra seca suspendida de la rama de un árbol joven me remitió a los difíciles momentos en que Clara y yo fuimos perseguidas por un enjambre de avispones.

—Tenemos que alejarnos enseguida tierra adentro —afirmó Lucho—. Además, cuando llueva todo estará lleno de aguas estancadas.

Allá arriba alguien debió de escucharlo, pues en aquel mismo instante se puso a llover. Nos alejamos con cuidado del avispero, internándonos en la selva. Arreció la lluvia. Seguimos de pie con nuestra carga a cuestas y los plásticos haciendo las veces de paraguas, demasiado cansados para pensar mejor. Cuando finalmente la lluvia nos concedió una tregua, tiré mi plástico en el suelo y me derrumbé sobre él.

Desperté sobresaltada. Había hombres gritando cerca. Lucho estaba ya en cuclillas, alerta.

—Están aquí —murmuró, con los ojos saliéndose de las órbitas.

Estábamos en un claro, expuestos a la vista, con muy pocos árboles que nos ocultaran. Era el único lugar seco en medio de los pantanos. Había que acurrucarse detrás de algo, si aún había tiempo. Busqué un escondite con los ojos. Lo mejor era echarse a tierra y taparse con hojas. Lucho y yo pensamos lo mismo simultáneamente. Me pareció que el ruido que hacíamos barriendo las hojas hacia nosotros era tan fuerte como sus gritos.

Las voces se acercaron. Podíamos escuchar perfectamente su conversación. Eran Ángel y Tigre con un tercero, Oswald. Se reían. Se me puso la carne de gallina. Era una cacería humana. Seguramente nos habían visto.

Lucho estaba inmóvil a mi lado, camuflado bajo su tapiz de hojas secas. Hubiera querido reír de no haber tenido tanto miedo. Y llorar también. No quería darles el gusto de volver a agarrarnos.

Los guerrilleros seguían riendo. ¿Dónde estaban? Del lado del río, a nuestra izquierda. Pero allá la vegetación era muy densa. Luego oímos el ruido de un motor, nuevamente voces, el eco metálico de hombres embarcándose, el ruido de los fusiles, de nuevo el motor ahora alejándose, y al fin el silencio de los árboles. Cerré los ojos.

La noche cayó muy pronto. Me sorprendía estar cómoda con mi ropa mojada que guardaba el calor de mi cuerpo. Me dolían los dedos pero había logrado mantener limpias las uñas, y las cutículas, que normalmente me atormentaban, estaban intactas. Me había recogido el pelo en una trenza muy apretada que no tenía la menor intención de tocar en mucho tiempo. Habíamos decidido que siempre comeríamos algo antes de retomar el río, y para esta jornada nos permitimos cada uno una galleta y un pedazo de panela. Reanudarían su cacería al amanecer, a la misma hora en que nosotros saldríamos del río para escondernos entre los árboles. Debíamos salir a las dos de la mañana para tener tres horas de navegación antes de la aurora. Queríamos tocar las orillas con las primeras luces del alba, pues nos asustaba meternos a ciegas en el matorral. Nos pusimos de acuerdo sobre todo aquello mientras permanecíamos acurrucados entre las raíces de nuestra vieja ceiba, esperando que escampara para podernos encoger sobre los plásticos y dormir un poco más.

No escampó. Nos quedamos dormidos el uno sobre el otro, pues no fuimos capaces de seguir luchando contra el sueño.

Me despertó un ruido fuerte. Luego, nada. Nuevamente algo se retorció en el pantano y golpeó el agua con violencia. No veía más que oscuridad. Lucho buscó la linterna y, haciendo una excepción a nuestra regla, la encendió por un segundo.

—¡Es un cachirre! —grité horrorizada.

—No, es un guío —replicó Lucho—. Lleva su presa al agua para ahogarla.

Probablemente tenía razón. Recordaba al guío que había estrangulado al gallo del campamento de Andrés. Desde la casita de madera lo escuché hacer ¡paf! al caer al río, llevándose a su presa a las profundidades. Era el mismo sonido.

Guardamos silencio. En algunos minutos tendríamos que sumergirnos en esas mismas aguas negras. Ya eran las dos de la mañana.

Esperamos. Se había instalado una paz sepulcral.

—Bueno, hay que irnos —declaró Lucho mientras ataba las cuerdas a sus botas.

Entramos al río con aprensión. Al avanzar me estrellaba contra los árboles. De nuevo, la corriente nos aspiró con brusquedad, jalándonos de debajo de la bóveda de vegetación para proyectarnos a cielo abierto en medio del río. Era más rápida que la víspera, y nos deslizábamos girando sin control sobre nuestro eje.

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