No hay silencio que no termine (57 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Por mi parte, estaba convencida de que negociaciones secretas estaban teniendo lugar. Pero cada vez que la radio anunciaba la llegada de emisarios europeos, el gobierno sacaba del congelador el Acuerdo Humanitario y las Farc se desinteresaban del contacto con el extranjero. Aquel entusiasmo terminaba siempre en decepción, debido a aquella incapacidad de las Farc de iniciar conversaciones.

La captura de Trinidad era, según Lucho, el palo en la rueda que impediría nuestra liberación. En lo que a mí respectaba, veía en ella un nuevo ingrediente que abría la posibilidad de futuras negociaciones. Las Farc anunciaron prontamente que habría que incluir a Simón Trinidad en la lista de los prisioneros contra quienes pretendían intercambiarnos. Por lo tanto, la revelación de su posible extradición materializaba nuestro mayor temor:

—Si Trinidad es enviado a Estados Unidos, los americanos jamás saldrán de aquí. ¡Y tú tampoco! —me había dicho meses atrás en la cárcel de Sombra, mientras analizábamos los diferentes escenarios.

Estábamos sentados en fila india en la oscuridad. Otros dos guerrilleros se deslizaron entre Lucho y yo. Gafas había ordenado a los guardias intercalarse entre los secuestrados. Cuando Ángel me contó la noticia de la extradición de Trinidad, me volteé instintivamente para hablar con Lucho:

—¿Oíste?

—No, ¿qué pasa?

—Van a extraditar a Simón Trinidad.

—¡Ah, qué mierda! —exclamó espontáneamente en la mayor angustia.

El guerrillero que estaba entre los dos intervino:

—El camarada Trinidad es uno de nuestros mejores comandantes. Guárdese sus insultos para usted mismo. Aquí no toleramos la grosería.

—Usted no entiende. Nadie está insultando a Simón Trinidad —dije yo.

—Él dijo que era una mierda —replicó Ángel.

58
EL DESCENSO A LOS INFIERNOS

El enorme bongo llegó hacia la medianoche. Nos hicieron abordarlo en silencio. Los guerrilleros ataron sus hamacas a las barras metálicas que sostenían el techo del bongo y se durmieron. Poco después de las cuatro de la madrugada, el bongo se estremeció y el golpe del atraque despertó a la tropa.

La voz de Enrique anunció el desembarco. Una casa inmensa que miraba al río parecía esperarnos. Rogué a Dios que nos hicieran pasar el resto de la noche en ella y tener tiempo suficiente para armar la antena. Quería escuchar la voz de Mamá. Solamente ella podía devolverme la serenidad.

Mi radiecito funcionaba mal. Había que instalarle una antena, lo que solo podía hacerse en un campamento permanente. Los demás radios estaban guardados e inaccesibles. Llevando los equipos a la espalda, nos hicieron seguir en fila india un sendero que bordeaba la casa y después se alejaba atravesando unos potreros inmensos, perfectamente cercados con postes pintados de impecable blanco. Ya eran las cuatro cuarenta y cinco. ¿Dónde estábamos? ¿Adónde íbamos?

El cielo se había teñido de ocre, anunciando el amanecer. La idea de que en algunos minutos Mamá iba a hablarme me paralizó. Me pareció que ya no sabía caminar; iba a los tropezones por un terreno plano que no presentaba ninguna dificultad, a no ser el barro que se adhería a las botas y las sombras alargadas que distorsionaban el aspecto del relieve. Ángel caminaba a mi lado y se burló de mí: «¡Parece un pato!».

Aquello bastó para que me resbalara y terminara tendida cuan larga era en el barro. Me ayudó a levantarme mientras se reía con una risa artificial y excesiva, mirando a su alrededor como si temiera que alguien nos hubiera visto.

Hice ademán de alisarme la ropa embarrada, me limpié las manos en el pantalón y saqué mi radio. Faltaban tres minutos para las cinco.

—¡No, no; cómo se le ocurre! Tenemos que avanzar, vamos de coleros.

—Mamá va a hablarme en tres minutos.

Me ensañé con mi radio, sacudiéndolo en todas las direcciones. Agarró su fusil, me lo apuntó y, con la voz transformada, aulló con maldad:

—¡Camine o la quiebro!

Caminamos todo el día bajo un sol abrasador. Permanecí encerrada en un silencio inapelable mientras atravesábamos haciendas suntuosas y llenas de ganado que se prolongaban, una tras otra, hasta perderse de vista, enmarcadas por la selva virgen.

—Todo esto pertenece a las Farc —comentó Ángel con arrogancia, antes de internarse en la maleza. Se detuvo bajo un árbol descomunal a recoger unos frutos extraños, grises y aterciopelados, que cubrían el suelo. Me ofreció uno:

—El chicle de la selva —anunció, mientras pelaba el fruto con los dientes para chupar su carne algodonosa—. Se llama «Juansoco» —añadió. El sabor era agrio y dulce al mismo tiempo y, en la boca, la carne se volvía resinosa y grata de masticar. Fue para ambos una oportuna fuente de energía.

Nos hundimos en una verdadera muralla vegetal hecha de bejucos del diámetro de un hombre que se enrollaban entre sí formando una malla impenetrable. Horas antes que nosotros, los exploradores habían abierto un paso a machete. Nos tomó horas encontrar su rastro para salir del laberinto, lo que solo fue posible gracias a la concentración de Ángel, quien reconocía los lugares por donde ya habíamos pasado para devolverse, a pesar de que la maraña no permitía establecer puntos de referencia.

Desembocamos, asombrados, en una auténtica autopista, lo bastante ancha como para permitir la circulación de tres camiones grandes, y la seguimos sin detenernos hasta el atardecer, cruzando magníficos puentes hechos con árboles milenarios hendidos a motosierra.

—Obra de las Farc —precisó Ángel.

Siete horas más tarde, vi a los demás sentados a lo lejos. Tomaban Coca-Cola y comían pan. Lucho se había quitado las botas, y sus medias, que había puesto a secar sobre el morral, estaban cubiertas de moscas verdes. Tenía morados los dedos de los pies y la piel de las plantas le colgaba en pedazos. No hice ningún comentario. Temblaba ante la posibilidad de una amputación, consecuencia demasiado frecuente de la diabetes.

Apareció un jeep blanco que nos llevó durante horas por kilómetros de barro y polvo. Atravesamos un pueblo fantasma, con lindas casas vacías dispuestas en círculo alrededor de una pequeña plaza de toros, con sus graderías en madera y su arena para las corridas. Las luces del carro alumbraron un letrero a la entrada del pueblo. Podía leerse: «Bienvenidos a La Libertad». Sabía que este municipio estaba ubicado en el departamento del Guaviare.

Los milicianos que conducían el jeep pasaron por La Libertad con la misma desfachatez que había mostrado el Mocho César al entrar a la Unión-Penilla. Lucho iba sentado a mi lado. Me sonrió tristemente antes de susurrar: «La Libertad… ¡Qué ironía!».

A lo que le respondí: «¡Qué va, es un buen augurio!».

El automóvil se detuvo en un embarcadero a orillas de un río inmenso. La guerrilla ya había montado carpas por todas partes. Hacía frío y amenazaba tormenta. Gafas no nos permitió guindar las hamacas. Esperamos hasta el amanecer bajo una lluvia menuda, demasiado cansados para siquiera espantar los zancudos, viendo a la guerrilla dormir a cubierto.

Un bongo atracó con las primeras luces del día. Tuvimos que amontonarnos en la popa, en un espacio sumamente estrecho, todos apretujados y asfixiados por los vapores del petróleo que nos llegaban directamente del motor. La tropa, en cambio, tenía toda la cubierta. Pero por lo menos, pudimos dormir.

La travesía duró casi dos semanas. Nos internamos cada vez más en las profundidades de la selva. Navegábamos de noche. Cuando amanecía, el motorista —que no era el capitán— buscaba un lugar donde atracar, siguiendo las precisas indicaciones de Gafas. Entonces teníamos permiso de guindar nuestras hamacas, darnos un baño y lavar nuestra ropa. Escuchaba religiosamente a Mamá. No hizo ningún comentario sobre Simón Trinidad; se preparaba para ir a pasar las Navidades con mis hijos.

Una noche el bongo se detuvo y nos hicieron desembarcar. Sobre la orilla opuesta, las luces de un poblado grande semejaban una aparición mágica. El río estaba tachonado de estrellas. Todo nos resultaba inaccesible.

Caminamos por la orilla saltando sobre las rocas, más allá de los rápidos que acabábamos de descubrir y que nos explicaban las razones de la maniobra. Otro bongo nos esperaba más abajo de las cachiveras. Nos llevó sin demora lejos del pueblo, de sus luces y de su gente. Más allá, nuevas cachiveras taponaban el río. Estas eran impresionantes. Se prolongaban por centenares de metros, en un tumulto de aguas enardecidas. La misma operación tuvo lugar.

Unos niños jugaban sobre la otra orilla. Allí, frente a los rápidos, había una casita campesina y, más allá una canoa. Un perro corría ladrando alrededor de los niños. No nos habían visto; nos ocultábamos detrás de los árboles.

Se escuchó un ruido de motor: una embarcación. La vimos aparecer por nuestra derecha, remontando la corriente a gran velocidad. Era una lancha con motor fuera de borda, manejada por un tipo uniformado. Otras dos personas venían recostadas a popa, una vestida de civil y la otra en uniforme caqui. Arremetieron de frente, como si la idea de remontar las cachiveras les pareciera lo más natural. El bote saltó sobre la primera línea de rocas, rebotó sobre la segunda y estalló al golpear la tercera. Sus ocupantes volaron por los aires, propulsados como proyectiles, y desaparecieron en la espuma de la tumultuosa corriente.

Gafas estaba sentado frente a mí. Ni siquiera pestañeó. Lucho y yo nos precipitamos hacia la orilla al mismo tiempo. Ya los niños habían saltado a su canoa y remaban con todas sus fuerzas tratando de acercarse a los restos que escupía el río. Erguido en la proa ladraba el perro, tremendamente excitado por los gritos de los niños.

Una cabeza salió a la superficie. El perro saltó al agua y luchó con desesperación contra la corriente. La cabeza volvió a desaparecer en los remolinos del río. Los niños gritaban a voz en cuello llamando al perro, que, desorientado, giró sobre sí mismo; luego, llevado por la corriente, nadó valerosamente hasta regresar a la canoa. Gafas no se movió. Mauricio sondeaba la ribera con una pértiga que acababa de cortar a machete con su extraordinaria destreza de manco y escrutaba el río con obstinación. La tropa observaba en silencio. Al fin, Gafas abrió la boca:

—¡Eso les pasa por huevones! —y añadió—: ¡A recuperar el motor!

Lucho se cogió la cabeza con las manos. Mis compañeros miraban hacia el río, horrorizados. A nuestro alrededor, la vida retomó su curso sin transición. Se montó una rancha improvisada y cada cual se ocupó de sacar su olla y buscar su cuchara.

Ya de noche, nos embarcamos en una canoa semejante a la de los niños, sobre la que habían instalado el motor recuperado. Nos dejamos llevar por la corriente por varias horas, hasta que amaneció. Ya no se veían casas, ni luces, ni perros.

Esa mañana, mientras seguíamos navegando con el sol ya alto en el cielo, Gafas dio la orden de parar y se echó repentinamente hacia adelante como un loco.

—¡Mi fusil! —le gritó a Lili.

Era un tapir.

—Apunte a las orejas —dijo alguien.

Era un soberbio animal. Más grueso que un toro, atravesaba el río nadando vigorosamente. Su piel achocolatada brillaba al sol. Sacaba la trompa fuera del agua, descubriendo los labios de un rosado fucsia con una coquetería absolutamente femenina. Se aproximó a nuestra embarcación, inconsciente del peligro que corría, mirándonos pacíficamente bajo los arcos de sus pestañas, casi sonriendo en su ingenua curiosidad.

—¡Por favor no lo mate! —supliqué—. Son animales en peligro de extinción. Tenemos muchísima suerte de poder verlo con nuestros propios ojos.

—¡Qué va, aquí abundan! —gritó Lili.

—Es su bistec —dijo Enrique, encogiéndose de hombros. Luego, dirigiéndose a mis compañeros—: Pues si no tienen hambre…

Todos teníamos hambre. Ninguno abrió la boca, sin embargo, lo que Enrique interpretó como señal de desaprobación.

—Muy bien —dijo, guardando el arma—. ¡Sabemos proteger la naturaleza!

Sonrió de oreja a oreja, aunque su mirada era asesina.

59
EL DIABLO

Habíamos llegado a una ribera que caía a plomo sobre el río. Era la temporada seca y el nivel del agua había descendido muchísimo. Estábamos en unas bocas. Un afluente salía perpendicularmente en el río. Solo se veía la cañada del río tributario, profunda y estrecha, con un hilo de agua serpenteando al fondo. Se había vuelto una constante: adondequiera que llegábamos, el caudal del agua se había reducido dramáticamente. Pregunté a los indígenas de la tropa si siempre había sido así. «Es el cambio climático», respondió uno de ellos.

Gafas anunció que aquel sería nuestro campamento permanente. Me estremecí. Vivir como nómada era incómodo, pero por lo menos podía abrigar la ilusión de estar avanzando hacia la libertad.

Levantaron nuestros cambuches tierra adentro, a quinientos metros de la orilla del río y al pie de un caño donde construyeron una pequeña represa para facilitarnos el aseo y el lavado de la ropa. Lucho y yo pedimos hojas de palma para usarlas como colchones en nuestras caletas y Tito, un hombrecito que bizqueaba de un ojo, se tomó el tiempo de enseñarnos a tejerlas.

Mientras trabajaba, escuchábamos la «panela» que permanecía colgada de una puntilla en la caleta de Armando. Oímos al presidente Uribe hacer una propuesta a las Farc que hizo aplazar todas las tareas de instalación. Decía estar dispuesto a suspender la extradición a Estados Unidos de Simón Trinidad si las Farc liberaban a los sesenta y tres rehenes en su poder antes del 30 de diciembre.

Un estado febril se apoderó del campamento, sin distinción entre carceleros y secuestrados. La propuesta era audaz y los guerrilleros la encontraban atractiva. Todos sentían que la extradición de Trinidad sería un golpe doloroso para su organización.

Patagrande vino a discutir con los rehenes militares. Alegaba que la comandancia de las Farc tenía una actitud positiva frente a la propuesta de Uribe. Algunos meses atrás, las Farc habían declarado que «había llegado la hora de negociar», pero exigieron una zona de despeje militar para iniciar las conversaciones. Uribe fue inflexible. Durante las negociaciones de paz con el gobierno anterior, las Farc habían controlado un territorio enorme, so pretexto de garantizar su seguridad. Lo transformaron en un santuario para sus operaciones criminales.

Sin embargo, la jugada de Uribe podía contribuir a desempantanar las cosas. Hasta entonces había pensado que la guerrilla había hecho esfuerzos para negociar nuestra liberación y que el gobierno de Uribe tenía como misión hacer fracasar cualquier intento en ese sentido. Incluso la captura de Simón Trinidad me pareció inspirada en la voluntad de frustrar una eventual negociación. No obstante, el ofrecimiento de no extraditar a Trinidad cambió mi punto de vista. Ahora me preguntaba si no serían más bien las Farc quienes nunca habían tenido la intención de liberarnos. De cierta manera nos habíamos convertido en su tarjeta de presentación. Estaban obligadas a mantenernos en su poder, pues les éramos más útiles como trofeo que como moneda de cambio.

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