Nido vacío (27 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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Entró Garzón. Llevaba en la mano la fotografía de la supuesta madre de Delia. Se le veía concentrado y cabizbajo.

—Yo creo que sí, inspectora.

—¿Que sí, qué?

—Que seguro, que no me cabe la más mínima duda, que lleva usted razón.

Como tenía la libretita a mano, apunté: «Tener paciencia con Garzón.» Sonreí, mi interlocutor prosiguió:

—Esta mujer debe de ser la madre de Delia. Por fechas, por edad, incluso por parecido físico. Y si lo es, la hipótesis de la venganza cobra credibilidad.

—¿Cómo la argumenta usted?

—Una de esas horribles mafias que trae mujeres a España para engañarlas y prostituirlas metió en el país a esta mujer, que tenía una hija. Ella, al cabo de un tiempo, intentó escapar o... Mire, incluso he pensado que le propusieron que prestara a su hija para el negocio de las fotos pornográficas y se negó. Entonces la ejecutaron, y de modo ejemplar, como suelen hacer, para que no cundiera la rebeldía entre otras mujeres.

Como estaba contándome lo que yo ya había pensado, sin dejar de mirarlo y de asentir para no parecer maleducada, empecé a abrir la correspondencia que Domínguez me había dejado sobre la mesa cuando entró. Oía su voz monótona recomponiendo los posibles hechos:

—Entonces, Delia pudo huir. Vivió en la calle, se refugió donde pudo, estuvo con otros chavales de los que van por ahí... En algún momento tomó la costumbre de merodear cerca de nuestra comisaría; ya sabe que hay críos que lo hacen. La vio a usted y comprobó un día tras otro que éste era su lugar de trabajo. Entonces, deduciendo con facilidad que llevaba pistola, empezó a seguirla alguna que otra vez. Por fin un día, ya con la idea de llevar a cabo la venganza de su madre, la siguió hasta el centro comercial y decidió probar suerte cuando usted entró en el lavabo. Fatalmente, tal y como sabemos, la suerte le sonrió porque usted...

Había dejado de escucharlo. La carta que tenía en la mano me había dejado sin respiración, sin pensamiento, sin posibilidad de atender. Con ella en la mano, me levanté y di varios pasos en dirección a la ventana, por donde empecé a mirar sin saber adónde dirigir mis ojos. Garzón, sorprendido, me preguntó qué me pasaba. No pude responder. Se puso también en pie y, buscando una explicación a mi extraño comportamiento, miró sobre la mesa, donde reposaba mi libretita de anotaciones.

—¿Por qué tiene que tener paciencia conmigo, inspectora? —preguntó.

Por toda explicación, le alargué la carta que acababa de abrir.

—Lea esto.

Era un anónimo, y su autor había recurrido al procedimiento clásico de recortar letras de titulares periodísticos para escribir: «La madre de Delia fue introducida clandestinamente en el país. Una mafia la dedicó a la prostitución. La mataron cuando intentó escapar. Su nombre es Georgina Cossu. Firma: "Un amigo."»

Me precipité sobre el sobre. Con caligrafía de imprenta y a bolígrafo estaba claramente escrito mi nombre, mi graduación y la dirección correcta de comisaría. No figuraba ningún remitente.

Le pasé la carta al subinspector, que la leyó, impasible:

—¿Y esto?

—¿Quién sabía que estábamos realizando investigaciones más serias para localizar a la madre de Delia, Fermín?

—Nadie fuera de comisaría. En los archivos y... bueno, usted fue al centro de acogida.

—No dije que la autorización fuera para investigar a la madre de la niña.

—En ese caso, no ha salido del entorno policial.

—¿Tenemos un topo?

—Imposible. Quizá una indiscreción.

—O una casualidad. De cualquier manera, ¿quién tiene interés en que conozcamos la identidad de esa mujer?, ¿y por qué se oculta?

—Quizá ha sido Abel Sánchez.

—Me sorprendería, pero... que le hagan una prueba pericial de escritura. La letra está desfigurada y son mayúsculas, pero algo puede salir.

—¡Joder, inspectora, ahora sí que no entiendo nada!

—En eso ya somos dos. ¿El autor de este anónimo es el asesino?

—¿Y la hija de Marta Popescu?

—No hemos pensado en la posibilidad de que esté muerta, junto a la otra niña también.

—Todo esto es un despropósito, se lo aseguro.

—Sin duda tras este caso hay una red que aún actúa.

—¡Hemos trabajado en colaboración con el inspector Machado y él sostiene que no hay ninguna red!

—Entonces es el diablo en persona quien actúa.

—Bien, de acuerdo, inspectora, no nos obcequemos. Olvidemos por un momento quién y por qué ha enviado esa nota. Si lo pensamos bien, puede haber sido cualquiera: una de las mujeres del primer taller, una de las mujeres del segundo, una antigua compañera de la madre que se ha decidido a hablar desde la sombra. ¡Incluso alguien que esté ayudando a la pequeña Delia a hacer sus fechorías!

—Esa posibilidad me espanta.

—De acuerdo, le espanta, pero existe. Olvídela por un momento y centrémonos en esta información que nos ha sido enviada. Si es cierta, está confirmando nuestras sospechas de venganza. ¿Me equivoco?

—Llame al inspector Machado, Garzón, que venga un momento.

Machado miró y remiró la carta. Su expresión no era lo suficientemente significativa como para dar a entender nada y me impacienté:

—Machado, por todos los santos, dinos algo.

—Podría ser una red de tíos que no quieren que les carguen estos muertos y nos están señalando a otros culpables.

—¿Y por qué no nos los señalan directamente?

—No lo sé. Vamos a ver a Pedro Móstoles.

El inspector Móstoles se ocupaba de redes de prostitución. Era un experto. Debía de tener un par de años menos que yo y nos recibió con toda cordialidad. Una vez informado, dio un diagnóstico rápido:

—Sí, la hipótesis que planteáis puede muy bien ser cierta. Os señalan a esta mujer con el dedo para que sigáis la pista y los dejéis en paz. Podría ser.

—¿Y por qué no dan directamente los nombres de los responsables?

—No sé, quizá los tienen demasiado cerca por alguna razón. Puede ser un arrepentido, o alguien que aún está dentro de la organización pero tiene reparos morales en esto... ¡qué sé yo! Lo que está claro es que el nombre de esa mujer debe de figurar en nuestros archivos, porque de lo contrario no tiene ningún interés que os lo escriban. Vamos a ver.

La cabeza me daba vueltas. ¿No estábamos desviándonos de pronto de todas las pruebas e hipótesis que habíamos acumulado durante tantas semanas? ¿Hasta qué punto debíamos dar crédito a aquel anónimo? Garzón se percató de que estaba mareada.

—¿Se encuentra mal, inspectora?

Pedro Móstoles se apiadó de mí, debía de tener muy mala cara.

—¿Por qué no vais a tomar algo? Dentro de una hora os tengo localizada a esta pobre chica.

Salí con Machado y Garzón. Me encontraba fatal. Cruzamos a La Jarra de Oro y pedimos tres cervezas. El local estaba en un punto de total animación. La gente charlaba, reía... Como si la vida fuera una sucesión de hechos simples y lógicos.

—¿Estás mejor, Petra? —preguntó atentamente mi colega.

—Este caso va a acabar conmigo si yo no acabo con él. Empiezo a pensar en todas las hipótesis, intento enlazar cabos sueltos, y... noto una presión muy fuerte en el cráneo, como si me fuera a estallar.

—Claro, porque piensas, piensas y te faltan datos. Las neuronas se rebelan.

—Las mías con este caso es como si estuvieran de vacaciones —terció el subinspector.

—Es que esto de ser policía es una mierda —sentenció Machado.

Yo volví a la carga:

—Pero vamos a ver, si se trata de algún macarra que quiere hacernos señales de humo, ¿por qué se descuelga ahora?

—¿Han salido informaciones en la prensa?

—Cosas sueltas; pero naturalmente ni la más mínima pista sobre la hipótesis de la niña asesina.

—¡Jo, imaginad qué harían los plumillas con una niña asesina a su merced!

—¡Sería un filón!

—¡Le adjudicarían hasta el crimen de Cuenca!

—¡Y todo en grandes titulares!

Mientras los oía hacer esos comentarios, me invadió un tremendo malestar. Lo de la niña asesina puesto en la tesitura de tema de bar sonaba terriblemente falso, como un invento insensato, como una puerilidad que a alguien se le hubiera ocurrido en una noche de mal dormir. ¿Y si me había equivocado por completo dejándome llevar por fantasmas y detalles irrelevantes? ¿Era la hipótesis de la venganza infantil una aberración? Empezaba a no estar segura de nada. Quizá lo más prudente era comenzar desde cero, pero ¿cómo? Probablemente estábamos a punto de hacerlo. Tras un rato, Pedro Móstoles nos facilitaría un entramado para aquella identidad femenina y estaríamos en un marco nuevo. ¿No servía nada de lo investigado hasta allí? ¿Era verdad que me habían robado la pistola alguna vez, lo había soñado? Si no hubiera existido Marina, pequeña testigo, en aquellos instantes habría dudado de mí misma como deben de dudar los locos.

Cuando se cumplió una hora más o menos regresamos al despacho de mi compañero. Salió a recibirnos y su cara no traslucía sino frustración.

—No lo entiendo, tíos, os aseguro que no lo entiendo. No hay ninguna Georgina Cossu fichada. No figura en ninguna redada, en ningún registro. Simplemente no está. No sé para qué coño la delatan si no podemos encontrarla.

—El autor del anónimo debía de pensar que sí estaba fichada.

—Entonces es que no la conoce muy bien. Pero no nos desanimemos, vamos a buscar. Tengo direcciones, locales donde podemos dar con alguien que la hubiera conocido. ¿Con cuánta gente cuentas, Petra?

—Dos policías jóvenes, Garzón y yo.

—Voy a pedir permiso al comisario y os echo una mano. Aunque sea un par de días, aunque sea sólo para que captéis la sistemática del lupanar.

Se echó a reír, pero a mí no me hizo gracia. El final estaba lejos aún, más lejos de lo que había previsto. De todos modos, le agradecí que aportara un poco de buen humor. Nos hacía falta. Garzón dijo, rascándose el bigote:

—Voy a ir al consulado de Rumania, quizá alguna vez la tal Georgina Cossu requirió sus servicios o su amparo.

—Muy bien, Fermín, muy bien —musité sin entusiasmo.

Al parecer, era yo la única que estaba desanimada.

La «sistemática del lupanar» no podía ser más simple, ni más obvios los consejos que Móstoles nos dio.

—El ochenta por ciento son chicas extranjeras. De la Europa del Este, la mayoría. Sudamericanas también. Ya os podéis imaginar que malditas las ganas que tienen de contestar a ninguna pregunta de la policía. Pero podéis presionar. Buena parte de ellas están aquí sin papeles. Yo diría que es lo único que les hace efecto. No esperéis que actúen por solidaridad, son tipas muy duras que tienen las cosas muy claras. El hecho de que el asesinato de esa mujer quedara sin resolver demuestra hasta qué punto hay pocas ganas de colaboración.

—Quizá tampoco nosotros ponemos en estos casos demasiado interés —objeté. A mi compañero no le gustó lo más mínimo aquella suposición.

—Te equivocas, Petra, te equivocas. Si crees que no ponemos toda la carne en el asador porque son simples putas, estás en un error. Otra cosa es que vayamos perdiendo un poco de fuelle por la cantidad de fracasos que cosechamos; pero interés se pone, te lo digo yo.

—De acuerdo, muchacho, no te mosquees. Se trataba de una mera hipótesis.

—¡Pues joder con la hipótesis!

Debía andar con cuidado, mi reputación de mujer difícil y protestona ya se había extendido entre los compañeros de Barcelona, y si bien no me importaba demasiado que se mantuviera, tampoco quería verla crecer. Rectifiqué con un esbozo de sonrisa:

—¿No se puede borrar lo que he dicho?

Móstoles aceptó la excusa y me lanzó una mirada exploratoria:

—Las acusaciones de machismo en la policía no tienen fundamento.

—Puestos a borrar cosas, tú podrías borrar ésa también. Me temo que, de lo contrario, alguna vez podría sacártela a colación.

—Eres dura, ¿eh, Petra?

—Más que el pedernal.

—Bueno, pues como iba diciéndote, las chicas del Este son también duras de pelar. La única técnica es amenazarlas con la expulsión del país. Las hispanoamericanas pueden presentar algunos flancos de debilidad humana, por llamarlo de alguna manera. Lo cual no nos beneficia, porque los ambientes y contactos suelen darse por zonas geográficas, y la que buscamos es rumana. Ahí puedo aseguraros que las del Este son roca pura. Os he señalado unos cuantos clubes de alterne, pero las chicas de club raramente son «esclavas» de una mafia. O se han liberado pagando lo que les pidieron por meterlas en el país, o no han tenido nada que ver con ninguno de esos cabrones.

—¿Conseguís desarticular muchas mafias?

—Tenemos buenos resultados, pero te quedarías acojonada si supieras cuántos actúan en el país.

—Todos estamos muy entretenidos.

—¡Estamos felices, ya ves! Dudo de que vaya a crecer el número de policías en paro en España. Si no tuviéramos tan buen tiempo, quizá, pero con esta bonanza igual llegan turistas que malhechores. ¿Necesitas que te acompañe en las visitas de placer?

—Mejor acompaña a Yolanda y a Sonia. No sé qué tal se prepararon la asignatura de «lupanares». Yo iré con Garzón.

Así lo hicimos. El primer día de seguir la nueva pista, el subinspector y yo visitamos diez clubes de alterne. Diez. Era sorprendente comprobar la amplitud de sus horarios. A las dos del mediodía ya estaban abiertos, y permanecían así hasta el amanecer. Nuestro sistema de abordaje no encerraba mucho secreto. Entrábamos, preguntábamos por el responsable, nos dábamos a conocer e interrogábamos a las chicas. Una por una, a fin de poder atisbar en sus reacciones faciales cuando enseñábamos la fotografía de la mujer muerta o pronunciábamos su nombre supuesto: Georgina Cossu. Mentiría si dijera que todo aquel proceso consiguió animarme un poco gracias a poder llevar, al menos, alguna actividad. No, todo era deprimente, y no tenía puesta ninguna fe en que aquella línea de investigación nos condujera a buen puerto. Pero carecíamos de alternativas, ésa era la triste realidad. De nada nos había servido reseguir mil veces las líneas ya trazadas. De modo que, cansinamente, entrábamos en un local, adecuábamos la mirada a la oscuridad si era de día y el oído a la estridencia de la música si era de noche y empezábamos a preguntar. La respuesta se resumía en un monosílabo categórico: «No.» Chicas jóvenes como colegialas dejaban los rasgos de su cara inmóviles para decir: «No.» Otras algo mayores adoptaban una máscara impasible para mirar el rostro de la muerte, y con voces de acentos distintos repetían: «No.» Algunas no podían reprimir un estremecimiento, pero se trataba sólo de miedo. En ningún momento ni yo ni mi compañero pudimos advertir un soplo de entendimiento, de reconocimiento o emoción especial que demostrara algo oculto.

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