Nido vacío (35 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Tenía buenas condiciones, era listo. En seguida empezó a hablar español y nunca se olvidaba de nada. Aprendía rápido. Pocas veces se equivocó en el trabajo, pocas. Antes de dejar el trabajo lo cambiaron de sección. El encargado general dijo que tenía buena presencia y que en la sierra no trataba con público. Lo vio ya maduro para estar con la gente.

—¿A qué sección lo mandaron?

—A donde los útiles de jardinería. Pero no se quedó mucho tiempo, en seguida vino a decir que había encontrado un trabajo mejor como jardinero profesional. A mí no me extrañó, ya le digo que el tipo valía. Era listo.

Era muy listo, sí. Tardó poco en encontrar un trabajo en el que no permanecería ocho horas diarias aspirando polvo de serrín, ni llevaría un ridículo mono rojo de uniforme, ni contaría sus flacos euros a fin de mes. Mi pensamiento no debió de ser muy original, porque la única persona a mi lado estaba pensando lo mismo que yo.

—Decidió que trabajaran otros, el muy cabrón. No, si trabajar no parece ser plato de gusto para nadie.

Dejé vagar mi mente, con la esperanza de no coincidiera con otra de nuevo, pero debió de darse de bruces con la de Garzón porque éste dijo:

—¿Cree que encontraremos algo en la dirección del domicilio que nos han dado?

—Creo que no.

—Yo creo lo mismo.

—¿Quiere dejar de pensar en lo mismo que pienso yo? —le dije, muy seria. Me miró de reojo. Se calló. Al cabo de un minuto siguió el juego.

—Ahora estoy pensando en algo en lo que seguro que no piensa usted.

—¿A saber?

—Que su futuro marido debe de ser un santo, y más que lo será.

—¡Oh, no! ¿Ya se ha abierto la veda de mi matrimonio?

—¿Qué se creía, que esto de las bromas matrimoniales no iba con usted? ¡Ni hablar! Esto es como una bandada de patos, y a cualquiera que vuele le pueden disparar.

—¡Vaya por Dios, quién pillara una migración solitaria!

Se rió por lo bajo. Nos entreteníamos, matábamos la inquietud y el miedo a la frustración a fuerza de tonterías casi infantiles. El que no haga cosas así no es policía de verdad.

El piso que figuraba como domicilio de Andrase estaba en una calle del Born. Garzón se ofreció a subir a preguntar solo, y se lo agradecí. Mi mente anduvo por fin sola, aunque tampoco aprovechó para remontar ninguna cima memorable. Volvió a pensar en el rumano. ¿Era un buen trabajador que, harto de la dureza del almacén, se había «descarriado» (verbo que tan apropiadamente había utilizado su jefe), o había tenido siempre una vena delictiva? ¿Presentaba desde pequeñito una querencia por la buena vida que no podía permitirse, o simplemente se hartó de llevar el mono rojo? ¿Sería rojo también el mono que llevaba en la sección de jardinería?

Tras breves momentos, Garzón entró en el coche. Se sentó a mi lado y empezó a hablar:

—Lo lógico. Hace tiempo que se marchó. La vecina de delante lo recuerda perfectamente como se recuerda siempre a los mayores criminales: un chico simpático, educado, normal en todo. No recibía visitas ni hacía nada sospechoso. Hasta le regaló un montón de bulbos para que los plantara en su balcón.

Salí del coche en un salto atlético. El subinspector me miró por el parabrisas como si acabara de perder la razón.

—¿Se puede saber adónde va?

—A hablar con esa vecina.

—¿Para qué?

No le respondí. Subí a glandes zancadas la escalera sin esperar a que llegara el ascensor. Garzón corría tras de mí sabiendo que sería inútil insistir en las preguntas. Cuando la vecina abrió la puerta, sin saludarla, le ordené:

—Enséñeme esos bulbos.

Ya fueron dos personas las que temieron por mi higiene mental. Miró a mi compañero y éste, a voleo, le dijo para tranquilizarla:

—Es una prueba pericial.

—Los tengo plantados para que florezcan en primavera, pero sólo han brotado los tallos.

—¿Qué flores crecerán?

—Tulipanes azules, preciosos. El año pasado se me dieron muy bien. Giorgui me dijo cómo tenía que cuidarlos. Él sabía un montón, como era jardinero...

—¿Le comentó alguna vez dónde estaba empleado?

Negó con la cabeza, estaba empezando a asustarse.

—¿Cuándo se los dio?

Habló esta vez con un hilo de voz, buscando amparo con la mirada en un subinspector tan estupefacto como ella:

—Un poco antes de dejar la casa. Dijo que le habían sobrado de su último trabajo, que tenía un montón. Por eso los acepté.

—Desentierre uno, nos lo llevaremos como prueba.

Nos hizo pasar. Desapareció un momento en la cocina y regresó armada con una cuchara sopera, abrió el balcón y hurgó con ella en la tierra de un macetero. Al poco apareció un bulbo pardusco. Lo tomó con prevención y me lo entregó como si fuera un horrible ser vivo capaz de morderle.

—¿Corro algún peligro, tienen droga dentro, o algo así?

—No. Lo utilizaremos como prueba circunstancial, no se preocupe por nada.

—Ese chico hizo algo malo, ¿verdad?

—No se preocupe, ese chico está muerto.

De vuelta en el coche, Garzón vio cómo me disponía a conducir sin dirigirle la palabra.

—Inspectora, ¿no merezco una explicación?

—Disculpe, Fermín, estoy tan concentrada... Ahora le contaré.

Aparcamos en el precioso jardín del centro El Roure. Las extensiones de tulipanes azules nos dieron la hermosa bienvenida.

—Pero no acabo de entender...

—Ahora no, se lo ruego. Si no le importa, prefiero entrar sola. Llame a Yolanda y a Sonia, que vengan en coche oficial, y avise a la jueza.

—¿Está segura de que no quiere que entre yo también?

—Estoy segura. Dígales que se den prisa.

La recepcionista en seguida me reconoció.

—¿Con quién quiere hablar?

—No hace falta que me acompañe, conozco el camino.

—¡Eh, oiga, no puede entrar!

Había empezado a venir tras de mí. Me volví de golpe, la encaré:

—¿Quiere que la detenga?

Se quedó donde estaba. Avancé. Llegué al despacho de la directora y abrí la puerta. Pepita Loredano estaba sentada, trabajando en el ordenador. Levantó la vista y me preguntó serenamente:

—¿Se le ofrece algo, inspectora?

—¿Dónde tiene a la niña, Pepita?

No manifestó la más mínima sorpresa. Sonrió con sorna.

—Aquí hay muchas niñas, como usted sabe bien.

—Me refiero a Rosa Popescu. Hágamelo fácil, por su propio bien, he venido a detenerla. El juego se acabó.

—¿A detenerme, por qué?

—Por el asesinato de Giorgui Andrase, de Marta Popescu, de Delia Cossu, quizá también de Rosa Popescu o, si la tiene escondida en alguna parte, por su secuestro. También por tenencia ilícita de armas.

—¿A toda esa gente he matado? ¡Qué barbaridad! Debe de estar loca, inspectora.

—Se lo repetiré: hágalo fácil, por su propio bien. Está jodida, ¿comprende? La hemos cazado, ya no hay salida. Quiero que me traiga los contratos de todos los jardineros que han trabajado aquí. Encontraremos uno con el nombre de Giorgui Andrase, y si lo tenía ilegal, da lo mismo, tendremos el testimonio del resto de los empleados del centro. Cuando los acusemos de complicidad, hablarán.

—¡Vaya, qué terrible!

—Y no es la prueba mayor.

—¿Ah, no?

—No, la prueba mayor es el cabello que fue encontrado en el cuerpo sin vida de Delia. Una simple prueba de ADN bastará, Pepita, eso es inapelable.

Ahí, su rostro se contrajo y de sus ojos brotó aquel odio puro que yo conocía.

—Está mintiendo.

—La jueza que instruye el caso ha sido avisada. No tardará nada en ordenar que le practiquen los análisis, Pepita. Ya sabe cómo funciona eso, uno de sus pelos o una muestra de su saliva bastará.

—Voy a llamar a mi abogado.

—Está en su derecho, llámele. Pero que vaya directamente a comisaría, porque la voy a detener.

Cogió el auricular, colgó. Me miró y dijo apasionadamente:

—Yo no he matado a nadie, inspectora, a nadie.

—La pequeña Delia, ¿cómo pudo, cómo fue capaz, hasta dónde se puede llegar? Esas niñas a quienes usted debería haber protegido.

—¡Yo las protegí, hice lo que pude por ellas!

—¿Se fijó usted en su cuerpo, Pepita? Un cuerpo pequeño, sin vida, los ojos en blanco, ¡era atroz, lo más terrible que he visto en mi vida!

—¡No he matado a nadie, tampoco a esa niña! ¿Qué cree que soy, un monstruo?

—¿Quién lo hizo?

Se mordió los labios, dudó:

—Rosa, la otra niña, le disparó sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo. Ella misma se lo dirá.

—¿Dónde está?

—En mi casa, en Sant Pere de Ribes.

—¿Dónde, en qué lugar exactamente?

—En la urbanización La Solana, en una casa un poco aislada del resto que se llama El Pinar. Vayan y pregúntenle, interróguenla. Yo no he podido advertirle de nada, así verá que no miento.

Llamé a Garzón indicándole dónde debía acudir con Yolanda y Sonia; les encarecí la mayor precaución. Pepita Loredano vino conmigo a comisaría. La dejé custodiada, esperando en el pasillo, para que reflexionara aún un poco más. Al cabo de una hora telefoneó el subinspector. La niña estaba bien. Se habían visto obligados a saltar por una ventana, ya que no contestaba a sus llamadas. Le pedí al policía del pasillo que trajera a la detenida. No había llamado a su abogado.

—No conozco a ninguno —confesó.

—Le corresponde uno de oficio.

—Avisaré al que nos asesora en el centro. Supongo que aceptará.

—Muy bien, llámele.

—Primero quiero hablar. No tengo nada que temer.

—Muy bien, adelante. La escucho.

—Yo no he matado a esas personas, inspectora Delicado, de verdad. Pero sé quién lo hizo.

—¿Quién?

—Fueron las niñas. Delia Cossu mató a Giorgui por venganza. Él había prostituido y asesinado a su madre. Pero antes ya había asesinado a Marta Popescu porque también había traicionado a su madre. Al final, Rosa Popescu le disparó a ella sin que yo pudiera evitarlo.

—Una nueva venganza filial. Todo fue como un juego infantil, ya veo. Vayamos por partes. ¿Cómo sabe usted todo eso?

—Delia no se escapó de El Roure. Yo la saqué del centro y la acogí en mi casa. Intuía que estaba en peligro. Quería cuidarla y apartarla del ambiente en el que se encontraba metida. Cuando las cosas estuvieran más tranquilas, la haría regresar. Pero se escapó y cometió las barbaridades que acabo de decirle. Primero robó su pistola.

—¿Y Giorgui Andrase?

—Lo contraté como jardinero. Me dijo que estaba ilegal en el país. Me apiadé de él. Resultó ser un mal bicho. Se metió en trata de blancas, en toda una serie de asuntos sucios. Sólo quería trabajar en el centro como tapadera. Lo despedí.

Tenía ganas de encender un cigarrillo, pero la ley lo prohibía. Paseé arriba y abajo por el pequeño despacho. La detenida me observaba en silencio. Estaba nerviosa, lo noté por el movimiento convulso de su pierna derecha, cruzada sobre la izquierda. Niñas que asesinan a gente. Niñas que se asesinan entre sí. Sonaba mal, sonaba lo suficientemente terrible como para ser verdad. Despacio, debía andar muy despacio, con cuidado, poniendo atención en los detalles.

—Las empleadas del centro sabían que Giorgui era su amante, ¿verdad?

—No sé de qué me habla.

—Era un hombre llamativamente guapo. Le alabo el gusto, Pepita, de verdad. Además, comprendo hasta qué punto se puede perder el juicio por un hombre así. No garantizaría no haberlo perdido yo misma, en serio se lo digo. Claro que hasta el extremo de matar...

—Le digo y lo repetiré mil veces que yo no he matado a nadie.

—¿Para esto ha insistido en hablar conmigo, incluso sin abogado? Me decepciona, sinceramente. Esperaba más de usted, sobre todo sabiendo que lo tiene todo perdido.

—No he cometido ningún asesinato.

—¿Cómo se le ocurrió a Delia robar mi pistola?

—Delia pasó mucho tiempo deambulando por las calles. Un grupo de niños en sus mismas condiciones solía apostarse frente a su comisaría. Los veían entrar y salir. Llegaron a pensar que siguiendo a cualquiera de los policías se podía aprovechar un descuido. Ella pasó de la teoría al intento, y le salió bien, seguramente por pura casualidad.

—Suena convincente, sí.

—Estaba loca de odio hacia quienes habían obligado a su madre a hacer de puta, hacia quien la mató después. Era lista y hábil como un gato.

—¿Usted sabía que Giorgui había matado a Georgina Cossu?

—No me enteré hasta tiempo más tarde, cuando la niña me lo dijo.

—¿Y por qué no nos avisó?

—Quería proteger a la niña, por eso me la llevé a mi casa.

—Igual que se llevó a Rosa Popescu.

—A Rosa me la llevé para que Delia tuviera compañía, para intentar educarlas yo misma a las dos. Nunca sospeché lo que iba a pasar.

—No la creo.

—Me da igual, es la verdad.

—No, vamos a ver. Pongamos orden en este galimatías. Yo misma lo haré, no se preocupe. Giorgui Andrase trabajó en el centro El Roure como jardinero durante un tiempo. Usted lo contrató pensando que carecía de permiso de trabajo, quién sabe por qué, quizá ya le gustó de entrada. No sé cuánto tiempo después, probablemente no mucho, se hicieron amantes.

—¡Qué tontería!

—No es ninguna tontería, no. Y mucho menos porque se enamoró de él. Usted lo adoraba, Pepita, lo quería con todas sus fuerzas.

—¡Eso es ridículo, es...!

—¡Cállese! Se enamoró, le había pasado pocas veces en la vida, pero ésta fue a conciencia, a fondo, hasta el tuétano. Se enamoró cuando ya no esperaba nada del amor, ni prácticamente de la vida... Y eso es algo muy fuerte, muy poderoso. ¿No le parece, Pepita?

—Le prohíbo que se inmiscuya en mi vida privada.

—Su vida privada ha pasado a ser pública, como de orden público son los delitos que ha cometido. ¿Puedo continuar? Veamos, lo que ocurrió fue que su Romeo andaba metido en algo feo, muy feo. Un negocio en el que prosperó tanto que al final dejó su precario trabajo de jardinero para dedicarse en cuerpo y alma a él. Hubo una redada, pero Giorgui se libró. ¡Menos mal, porque podrían haberlo acusado del asesinato a golpes de Georgina Cossu, una inmigrante rumana obligada a prostituirse y a saldar una supuesta deuda con la organización criminal en la que trabajaba su querido novio! Pero ya había aprendido las reglas del negocio y se estableció por su cuenta. Un día le trajo a una niña, hija de su víctima, con la que no sabía qué hacer. En el centro El Roure estaría bien, porque además, no representaba un peligro: se negaba a hablar y apenas comprendía el español.

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