Nido vacío (25 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Ricard, estoy cansada. Te pido que me dejes tranquila. Sin enfadarme, ya lo ves.

—Creí que en realidad sí eras una auténtica feminista; nunca pensé que utilizaras con tus subordinadas esos sistemas propios de la policía más retrógrada. Estoy convencido de que debe de existir algún tipo de sanción para evitar cosas así.

—Existe. En esos casos suelen condenarnos al patíbulo. Si quieres puedes denunciarme. Cualquier cosa será mejor que aguantar tus llamadas.

Interrumpí de nuevo la conversación, resuelta a no contestar si el teléfono sonaba otra vez. Pero no, hubo calma. Miré el vaso de whisky que me había preparado. Ya no me apetecía. Los reproches histéricos del psiquiatra eran lo que me faltaba. No comprendía el proceso mental que le llevaba a arremeter contra mí cuando era otra mujer quien lo había abandonado. ¿Se debía a que yo había sido el vehículo por el cual llegó a conocerla? Matar al mensajero. Bien, como dice el inigualable refranero español: las desgracias nunca vienen solas. Estaba hasta el cuello de problemas, y encima debía aguantar el acoso de un antiguo amante ocasional. Un segundo después de haber concebido esa idea, una rabia ciega, fría como un cuchillo de hielo, me recorrió las vísceras. ¿Estaba volviéndome estúpida? ¿Cómo podía consentir que un tipo como Ricard albergara siquiera la pretensión de pasarme cuentas? Siempre me había esforzado en no sacar provecho de mi condición de policía en la vida privada; me parecía lo más inmoral que uno puede hacer. Sin embargo, había llegado el momento de ser inmoral, de tomar medidas que pudieran revolverle las tripas a cualquiera. Llamaría a Ricard y lo intimidaría con detenerlo por acoso telefónico, o hablaría con algún matón para que le diera un par de mamporros correctivos, o iría a su casa y le amenazaría con la pistola. Sí, eso haría, ya estaba bien de ser siempre la más tonta de la reunión, el alma más cándida, la conciencia más puntillosa. Bebí un sorbo y me supo a rayos. Oí unos ruidos en la ventana: había empezado a llover. Normalmente la lluvia en plena noche, cuando me encontraba en casa, solía conducirme a un estado beatífico. Pero no estaba mi espíritu para beaterios. A lo mejor no volvía a estarlo nunca más. Me apreté las sienes con fuerza.

La diferencia entre una persona mentalmente sana y otra que no lo está estriba en que, llegado un punto de desesperación, el sano actúa y el enfermo se deja amilanar. Puedo ser una estúpida, pero no una desequilibrada, de modo que, sin pensarlo demasiado, llamé a Marcos Artigas.

—Petra, estoy encantado de oírte.

—Pues nadie lo diría.

—¿Por qué?

—Porque nunca me llamas tú. Siempre tengo yo que llamarte y pedirte que nos veamos.

—La segunda parte no es verdad. Yo suelo adelantarme. Y lo de las llamadas tiene su explicación.

—Bueno, pues vienes a mi casa y me la das en persona.

—Tardaré veinte minutos en llegar.

En fin, aquel tipo era como los bomberos, sólo venía cuando se le requería, pero entonces se desplazaba a toda velocidad. Un acto muy impulsivo por mi parte, eso de llamarlo sin más, pero ¿para qué están los amantes sino para usarlos en caso de necesidad?

Volví a encontrarlo guapo. ¡Gracias a Dios!, a veces la subjetividad que emana de los momentos emotivos pasa facturas posteriores de lo más frustrantes. Sonreía como si siempre se encontrara a cubierto de los imponderables. ¡Pero acababa de separarse, su segundo matrimonio se había ido al carajo, y además iba dejando una estela de hijos en plan Júpiter por el Olimpo! ¿Por qué no se le veía afectado? ¿Era un superhombre, un insensible, un caradura?

—Puedo ofrecerte whisky y malhumor, poco más.

—Acepto lo primero.

—No sé si voy a poder dejar lo segundo aparte.

—Entonces no pasa nada, te serviré de diana.

Sonreí un poco tristemente. Cogí dos vasos de la cocina.

—No, Marcos, no estaría bien. Sería imperdonable verter mi malhumor en un hombre como tú.

—¿Y cómo soy yo?

—Pues un hombre que no deja ver a los demás su sufrimiento. Bueno, quizá sufrimiento es una palabra excesiva, pero como te encuentras en trance de separación...

—Las separaciones son dolorosas, todas. Supongo que tú lo sabes bien. Pero intento racionalizar.

—Ya, y piensas que con un ligue no hay por qué dejar que se noten sentimientos tan íntimos.

—¿Eso es lo que te parece?

—¡Bah, tampoco lo he pensado demasiado!

—¿Y si fuera justamente al contrario? ¿Y si ese «ligue» fuera tan importante para mí que no quisiera ponerlo en fuga soltándole parlamentos eternos de divorciado?

Jugaba fuerte, el cabrón, debía de ser un seductor profesional. Y yo debía andarme con cuidado. Me reí con un sonsonete que sonó falso:

—Vamos, vamos; tampoco hay que exagerar. Además, a mí tampoco me importa que me cuentes lo que quieras.

—No es ésa mi impresión. Yo más bien diría que eres una mujer que soporta mal las debilidades ajenas.

—Si he de serte franca, es verdad, los lamentos me resultan una música demasiado monocorde. Pero podría darse el caso de que yo sintiera curiosidad, simple curiosidad, por saber los motivos que llevan a un hombre a un doble divorcio.

—¡Bah!, mis explicaciones te sonarían tan monocordes como mis lamentos.

—¿Tengo que insistir un poco?

—¡No! Si es muy fácil de resumir: la primera vez me casé con una mujer un poco mayor que yo. Al cabo de un año nació Federico, mi hijo mayor. Fuimos felices un tiempo. Después nacieron los gemelos y fuimos felices otro tiempo. Se llama Olga y había estudiado Filología alemana sin ejercer su carrera jamás. Llegado un momento se le presentó una oportunidad profesional y decidió aprovecharla. Entró a trabajar en una empresa de importación-exportación. Su vida cambió por completo; tanto que consideró que yo era una rémora para sus nuevas aspiraciones. Nuestra relación empezó a resentirse hasta que se hizo pésima. Fue ella quien me pidió la separación. Ya no fuimos felices nunca más. Todo de mutuo acuerdo, sin problemas, vulgar como la vida misma. Los niños me visitan los fines de semana alternos con normalidad, también Federico, pero desde que ha crecido viene cuando no tiene planes, lo normal. Olga, tres años después, se casó con su jefe. Fin de la historia.

—Falta la otra.

—¡Esto es un interrogatorio policial!

—Pero sin violencia. Si no quieres contestar...

—¡Nada de eso, inspectora!, no quisiera pasar por sospechoso de algún delito. Digamos que la segunda vez... Bueno, era un hombre divorciado que llevaba bastante bien la situación. Trabajaba, veía a los chicos... Deportes, el club... No tengo problemas económicos..., hasta que construimos una oficina para una empresa de gestión financiera en la que trabajaba Laura. Soltera, hermosa como viste, mucho más joven que yo... Brillante, una carrera excepcional, hija pequeña de una familia adinerada... Nos enamoramos. Yo, como un loco. Me sentía como si me hubiera tocado el premio gordo de Navidad.

Se quedó callado. Por primera vez juzgué, sin estar muy segura, que podía sentirse afectado por la narración de sus desamores. Si fue así, se recompuso en seguida:

—El caso es que me había tocado, sí, pero no supe cómo invertir mis ganancias y las perdí. Tras el nacimiento de Marina, a Laura empezó a molestarle todo lo que yo hacía, decía, decidía... Creo que por primera vez me vio tal como era: un tipo algo mayor con responsabilidades de un fracaso sentimental anterior y no demasiadas ambiciones. Y...

—¿Y la historia se acabó?

—No, iba a decir que me equivoqué. Pensé que con esta muchacha sin pasado, con la vida por delante y un montón de cosas que hacer estaría a salvo de movimientos inesperados y... no fue necesario que nada se moviera, ¡ella se movió! No me di cuenta de que no hay que dar nunca nada por sentado, ninguna relación. La relación hay que cultivarla, cuidarla, mimarla como se cultiva todo lo que te importa. Y aun así, aun haciéndolo todo bien: regando, podando, sulfatando, abonando..., aun así muchas veces la planta se seca.

—No sabes cómo me alegro.

Me miró, con un genuino desconcierto pintado en el rostro:

—¿De qué?

—De que reconozcas haberte equivocado. Estaba empezando a mosquearme que contaras las cosas en las que has estado implicado como si siempre hubiera caído sobre ti una fatalidad. Eso es imposible, como bien sabes. Uno se equivoca siempre, continuamente, a cada paso, en cada tema: en el trabajo, en el amor, en las valoraciones sobre uno mismo... Uno se equivoca hasta el hartazgo, hasta el mismísimo final de sus días. Uno se equivoca hasta cuando ya no puede decidir.

—Nada más cierto. Llevas razón.

—¿Y sabes qué? Que no tiene importancia, está bien así. Te equivocas porque vives, porque intentas ser feliz, experimentar, jugar las cartas que te da el destino. Eso es lo que cuenta, mucho más que quedarte quieto y protegido en tu roca como si fueras un puto molusco.

Se sorprendió. Sus preciosos ojos lanzaron destellos de luminosidad. Me cogió la cara con ambas manos y me besó en la boca de modo más cariñoso que sensual. Sonreía muy ampliamente, como si tuviera almacenada en el pecho toda la felicidad del mundo.

—Eres encantadora, Petra, inteligente, dura pero sensible, atractiva. Me gustas un montón, me gustaste desde el principio, desde que te vi. ¿Por qué no nos casamos sin dejar pasar más tiempo?

Solté una carcajada un poco descompuesta. No era un hombre tan serio, lo había calibrado mal. Me quedé mirándolo con sorna:

—Querido Marcos: una cosa es no tener miedo a equivocarse. Otra, meterse sin botas en el nido de las serpientes.

—Yo no veo las serpientes por ningún lado. Somos coetáneos, con experiencia a nuestras espaldas, mundos propios... Sería una idea genial.

—Oye, Marcos, como idea es graciosa, pero...

—Está bien, está bien. No es el momento de hablar.

¡Y pensar que me había parecido un hombre con un sentido del humor un poco convencional...! Lo atraje hacia mí. Lo besé:

—¿Tú no crees que deberíamos empezar con un simulacro de la unión matrimonial?

—Sí, no es mala idea.

Me llevó en brazos hasta la habitación, aunque intenté impedirlo entre carcajadas. Incluso antes de entrar ya me había olvidado de todo: de los niños vapuleados por sus padres, de las muertes, de Ricard... Hay sistemas que no suelen fallar nunca, son clásicos y lo clásico constituye un valor seguro.

Aquella mañana Garzón estaba cabreado, refunfuñaba todo el tiempo, nada de lo que le rodeaba estaba en su lugar. El servicio era un desastre, y el grupo de Homicidios parecía una panda de aficionados que se reunieran para hacer alguna que otra investigación en sus ratos libres. Aunque lo peor eran los jefes; en ellos se acumulaban todos los defectos que un ser humano puede poseer. Conocía esos estados intempestivos de su humor, y sabía que lo mejor era preguntarle qué le ocurría concretamente para que pudiera hablar y desfogarse. Así lo hice, preparándome para el chaparrón.

—¿Qué me pasa?, pues que así no hay quien avance, inspectora. Todo son medidas de protección hacia los jodidos niños. Estoy repasando punto por punto cada uno de los flecos de la investigación. Quiero hablar con el Instituto de Protección a la Mujer, por si ahí figura algún dato de la madre de Delia. Le parece correcto, ¿no?

—Me parece cabal.

—Bueno, pues necesitan una autorización del centro de acogida para darme datos. Es fuerte, ¿verdad? Al final siempre vamos a lo mismo.

—Piense que esa institución oficia como si se tratara de la familia del menor.

—Sí, vale, maravilloso, y ahora otra vez a lidiar con aquella solterona que siempre te trata como si quisieras llevar a sus niñas por el camino de la perdición.

—¿Le pasa algo más, Fermín?

—¿A mí? A mí no me pasa nada, yo soy como uno de esos santones de la India, que ni siente ni padece. Y si sintiera algo no permitiría que tuviera influencia en mi trabajo. ¿Estamos?

—Por supuesto, por supuesto, ni se me hubiera ocurrido pensar algo así.

¿Sería posible que mi subordinado siguiera en plena batalla antimatrimonial? ¡Todo me parecía tan extraño! Yo había recibido una reciente proposición de matrimonio hecha en broma y me había parecido divertido. Aunque para el resto del mundo el matrimonio constituía algo tremendamente serio, definitivo y amenazador. ¿Por qué aquel trámite estaba teñido de una tan tenebrosa gravedad?

—¿Sabe qué vamos a hacer, Fermín? Iré yo al centro El Roure y hablaré con Pepita Loredano, a la cual usted tilda de solterona sin saber si lo es. Creo que me encuentro en una mejor disposición emocional que usted, sea dicho con todos los respetos. Con un poco de suerte, no estará, y podré volver a interrogar a Inés Buendía.

—¿Y qué espera sacar de ella?

—Pues lo mismo que usted de la Guardia Urbana. Hay que insistir e insistir con santa paciencia. Usted sabe que un detalle puede desencadenar la solución.

—¡Bah, cada día estoy más pesimista sobre este caso! No creo que vaya a descubrir usted gran cosa con esa chica. ¿Sabe qué profesión no escogería jamás si volviera a nacer?

—No sé, ¿policía quizá?

—¡Exacto, en vez de policía me haría cura! Todos los días, ponerme el alzacuello después de la ducha, y ¡al mundo! Sin problemas económicos, sin cargas familiares... Y a resolver problemas espirituales, que nunca se sabe dónde están ni en qué consisten exactamente.

Sí, sin duda estaba aún inmerso en sus polémicas casamentistas. Cuando Garzón decía que quería ser monje o cura es que andaba en pendencias amorosas. Esto del amor es un asunto del que difícilmente se consigue salir. Cuando crees que estás a salvo de contagio... otra vez inhalas el virus fatal. Creo que la cosa debe de perseguirte hasta el asilo. Cuando ya comes sopas y te encuentras dispuesto a rendir el alma a Dios, aparece un ancianito aseado y alegre que te hace tilín. Supongo que el amor es un refugio, como lo es la religión, y la tormenta de la vida se desata tan inclemente sobre nuestras vidas que nadie quiere renunciar a un poco de cobijo.

En fin, yo tampoco tenía la más mínima seguridad de que hablar con la psicóloga de El Roure fuera a servirnos de nada, pero en situaciones de empantanamiento hay que moverse; produce sensación de normalidad.

Gracias al cielo, Pepita Loredano no se encontraba en la institución. Tampoco Inés Buendía. Me recibió una secretaria que me aseguró que le haría llegar mi solicitud de autorización a su jefa. No podía hacer gran cosa más. A la salida me senté en los magníficos jardines que rodeaban el edificio. Me dejé acariciar por el sol de primavera. Cerré los ojos. Se estaba bien. El hombre siempre tiene el último recurso de dejarse mimar por el sol, por el aire fresco, oír a los pájaros, verlos bajar hasta el suelo para atrapar una brizna de comida y remontar el vuelo otra vez. Yo nunca sería una suicida, concluí. Cuando abrí los ojos, una señora muy mayor que se apoyaba en un bastón estaba sentándose a mi lado. Me saludó. Sacó un pañuelo lleno de pan y lo desmenuzó. Aventó las migas frente al banco. Un montón de jilgueros que parecían haber estado atentos a la maniobra se precipitaron sobre el manjar. Permanecimos mirando su festín en silencio. Luego me dijo:

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