Cuando sonó el teléfono estaba concentrado en su reportaje sobre la huelga en Österåker, corrigiendo la redacción en la pantalla. El reportaje se iba a editar enseguida y todo debía estar preparado antes de que él y el editor pudieran empezar el trabajo de montar las imágenes, el texto hablado y las entrevistas. Levantó distraído el auricular.
—Johan Berg,
Noticias Regionales
.
—Han encontrado a una mujer asesinada en Gotland —chirrió una voz al teléfono—. La han matado, probablemente, con un hacha y tenía las bragas metidas en la boca. Anda suelto un auténtico loco.
El que llamaba era uno de los mejores informadores de Johan. Un policía jubilado que vivía en la ciudad portuaria de Nynäshamn. Tras una operación de cáncer de laringe, respiraba a través de un tubo que terminaba en la parte anterior del cuello.
—¿Qué demonios dices?
—La han encontrado hoy en una playa de Fröjel, en la costa oeste.
—¿Estás seguro? —preguntó Johan, sintiendo que se le aceleraba el pulso.
—Totalmente.
—¿Qué más sabes?
—Ella es de Gotland, pero se trasladó a la Península hace mucho tiempo. A Estocolmo. Sólo estaba pasando unos días en la isla con su novio. A él lo han llevado a las dependencias policiales y está siendo interrogado en estos momentos.
—¿Cómo la han encontrado?
—Un tío que pasaba por allí. Un viejo al que han tenido que llevar al hospital. Sufrió una conmoción. Puedes comprobarlo tú mismo.
—Muchas gracias. Ya sé que te debo unas cervezas en el pub —dijo Johan al tiempo que se levantaba de la silla y colgaba el teléfono.
El ambiente distendido de la redacción se transformó en febril actividad. Johan le contó lo que sabía al redactor, quien al momento decidió que Johan y un fotógrafo debían tomar el primer vuelo que saliera hacia Gotland. Otro montaría el trabajo de Österåker. Ahora se trataba de ir y de llegar los primeros.
En realidad, Max Grenfors tenía la obligación de informar al redactor jefe, quien tenía el control sobre todas las redacciones de noticias de la TV, pero eso podía esperar. «Será bueno si podemos sacar un poco de ventaja», pensó mientras daba instrucciones. Abajo el trabajo más destacado del día; ¿a quién diablos le importaba ahora la economía del hospital universitario? Johan le tuvo que contar lo que sabía a una colega, quien al momento puso texto a la información disponible. Además, preparó una entrevista con el oficial de guardia de la policía de Visby, quien confirmó el hallazgo del cadáver de una mujer y que la policía sospechaba que se trataba de un asesinato.
A
los pocos minutos, todos los redactores de los grandes programas de noticias de TV estaban zumbando alrededor de la mesa del redactor de
Regionalnytt, Noticias Regionales
.
—¿Por qué mandáis un reportero a Gotland? ¿Tiene ese asesinato tanto interés? —preguntó el redactor jefe.
Él, como los demás, sólo había leído el telegrama de la Agencia Central de Noticias Sueca, pero ya se había enterado de que el programa regional iba a enviar un equipo a Gotland. Cuatro pares de ojos miraban fijamente a Grenfors, quien comprendió que debía contar que la mujer había sido víctima de una violencia brutal, probablemente con un hacha, y que encontraron sus bragas en su boca.
Como el panorama de las noticias internacionales ese día estaba bastante tranquilo, la reacción de los redactores fue positiva. ¡Por fin una noticia que podía salvar la emisión! Vieron claro que no se trataba de un asesinato corriente, y empezaron a hablar acalorados, todos a la vez. El redactor jefe decidió, después de discutirlo un rato, que era suficiente con enviar un reportero a Gotland.
La confianza que tenían en Johan Berg era tan grande que estuvieron de acuerdo en que bastaría con él, hasta que se supiera algo más.
Johan supo que le acompañaría Peter Bylund, el fotógrafo con quien más le gustaba trabajar. Tendrían tiempo de embarcar en el avión que salía hacia Visby a las 20.15.
En el taxi que lo llevó a casa, sintió la excitación ya conocida de encontrarse en el centro de un acontecimiento. Que una mujer había sido brutalmente asesinada y que la aversión que sentía por ello tenía que dejar paso a las ganas de enterarse de lo ocurrido e informar de ello. «Es raro cómo funciona uno —se dijo, mientras el coche cruzaba sobre el puente de Västerbron y él contemplaba Riddarfjärden, con el Ayuntamiento y el casco antiguo de la ciudad al fondo—. Es como si uno echara todos los sentimientos humanos a un lado y dejase que la profesión mandara».
Pensó en la noche en que naufragó el barco de pasajeros
Estonia
. Septiembre de 1994. Días después de aquella terrible catástrofe en la que más de ochocientas personas perdieron la vida, él había ido y venido, con la lengua fuera, entre los familiares que se encontraban en la terminal del puerto de Värtan, los empleados de la compañía naviera Estline, los pasajeros supervivientes, políticos y comités de crisis. Durante aquellos días paraba en casa sólo para dormir unas pocas horas y vuelta al trabajo de nuevo. Mientras estuvo en medio de todo ello, participó de todas las historias que le contaron, pero como a distancia. Encerró los sentimientos. La reacción vino mucho después. Cuando los primeros cuerpos rescatados del interior del barco llegaron a Suecia y fueron conducidos, en medio de un cortejo fúnebre, desde el aeropuerto de Arlanda hasta la iglesia de Riddarholmskyrkan, en el casco antiguo de la ciudad, donde se celebró un acto en memoria de los muertos, antes de ser trasladados a sus lugares de residencia. Cuando oyó a un reportero de Radio Estocolmo transmitiendo, con voz profunda y seria, desde allí directamente, se derrumbó. Cayó al suelo en casa y lloró a mares. Fue como si hubiera revivido al mismo tiempo todas las impresiones que había ido acumulando. Vio ante sí los cuerpos moviéndose dentro del barco, personas que gritaban, gente que quedaba atrapada bajo las mesas y las estanterías que salían despedidas. El pánico que tuvo que desatarse a bordo. Sintió como si fuera a reventar. Temblaba sólo de pensarlo.
U
na vez arriba, en el apartamento, se dio cuenta de lo desordenado que estaba todo. No le había dado tiempo a arreglar las cosas últimamente. Su apartamento, de salón y dormitorio, en la calle Heleneborgsgatan, en el barrio de Södermalm, estaba en el primer piso del edificio.
Que el agua de la bahía de Riddarfjärden estuviera al lado, era algo que no se notaba dentro de la casa. Su apartamento daba al patio. Estaba encantado con el lugar: en el centro, con toda la oferta de tiendas y bares a un paso y, además, la isla de Långholmen al lado, con sus sendas para pasear y sus rocas suaves para tomar el sol y bañarse. No se podía vivir mejor.
En aquel momento el apartamento no se encontraba en su mejor estado. Los platos se apilaban en el fregadero, el cesto de la ropa sucia estaba a rebosar y se veían cartones de pizzas esparcidos por el suelo del cuarto de estar. El típico piso de soltero. Olía a cerrado. Johan era consciente de que tenía media hora para preparar la maleta. Tenía que ordenar lo más perentorio. El teléfono sonó dos veces mientras se afanaba en el apartamento: fregó, aireó la casa, limpió la mesa, tiró la basura, regó las flores e hizo la maleta. No descolgó el teléfono.
El contestador automático se puso en marcha y oyó la voz de su madre y la de Vanja. Aunque la relación entre ellos había terminado hacía más de un mes, ella se negaba a aceptarlo.
Estaría bien salir de allí.
L
ejos de allí, un hombre solo se apresura dentro del bosque. Con la mirada violenta fija en el suelo. Lleva un saco a la espalda. Un saco de basura negro. El pelo húmedo le cae sobre la frente. Ya no hay vuelta atrás. Absolutamente ninguna. Está alterado, pero al mismo tiempo su cuerpo se va llenando de una paz interior. Se dirige a un punto concreto. Hacia un objetivo fijado. Ahora se ve el mar. Bien. Le falta poco para llegar. Allí está el cobertizo de los botes. Gris y podrido. Mordido por el mal tiempo. Tormentas y lluvias. Al lado hay una barca de remos agrietada. Tiene un agujero en el fondo. Lo arreglará en otro momento. Primero tiene que deshacerse de su equipaje. Lucha un rato con la cerradura oxidada. La llave no se ha usado en años. Al final cede y con un «clic» está abierto. Primero piensa en enterrar el contenido del saco. Pero la verdad es que, ¿para qué? Nadie aparece nunca por allí. Además, no está totalmente dispuesto a deshacerse de las cosas. Quiere tenerlas aquí. Disponibles, de manera que pueda venir aquí. Mirarlas. Olerlas. En el cobertizo hay un banco viejo de cocina con tapa. Abre la tapa. Dentro hay algunos periódicos viejos. Una guía de teléfonos. Vacía el contenido del saco. Cierra la tapa. Ahora está satisfecho.
L
a comisaría de policía de Visby está al otro lado de la muralla. Es un edificio francamente feo. Una construcción alargada, con placas de color azul claro, que parece más una fábrica de pescados en algún lugar de Siberia que la comisaría de policía en esta bella ciudad medieval. La gente la llama Bläkulla, por el color azul.
Dentro, en una sala de interrogatorios, Per Bergdal estaba inclinado sobre la mesa con la cara entre las manos. Tenía el cabello revuelto, estaba sin afeitar y olía a vino agrio. No pareció especialmente sorprendido cuando la policía llamó a su puerta, pues su novia había desaparecido. Decidieron llevarlo a la comisaría para interrogarlo.
Ahora estaba allí con un cigarrillo entre los dedos temblorosos. Con resaca y abatido. Al parecer, también conmocionado.
«Aunque, en verdad, es imposible saber si en realidad lo está», pensó el comisario Knutas cuando se sentó al otro lado de la mesa. En cualquier caso, habían hallado asesinada a su novia, él no tenía coartada y mostraba arañazos visibles, tanto en el cuello como en los brazos y el rostro.
El cenicero que había delante de Bergdal estaba repleto de colillas, aunque él habitualmente no fumaba. Karin Jacobsson se sentó en una silla al lado de Knutas. Pasiva, pero presente.
Per Bergdal levantó la cabeza y miró a través de la única ventana que había en la sala. Una lluvia intensa golpeaba los cristales. Se había levantado viento y, al otro lado de la calle Norra Hansegatan, más allá del aparcamiento, se veían partes de la muralla cercanas a la puerta Österport. Un Volvo rojo pasó por allí. A Per Bergdal le pareció tan lejano como si se tratara de la luna.
Anders Knutas colocó la grabadora sobre la mesa, se aclaró la garganta y apretó el botón de grabación.
—Interrogatorio con Per Bergdal, novio de la mujer asesinada, Helena Hillerström —dijo algo solemne—. Son las 16.10 del día 5 de junio. Interrogatorio realizado por el comisario Anders Knutas junto con la inspectora Karin Jacobsson como testigo. —Miró con gravedad a Per Bergdal que estaba sentado con los hombros caídos mirando a la mesa—. ¿Cuándo descubriste que Helena no estaba?
—Me desperté poco antes de las diez. No estaba en la cama. Me levanté; no estaba en casa. Entonces pensé que habría salido con el perro. A ella le gusta madrugar y se despierta siempre antes que yo. Casi siempre da la primera vuelta con
Spencer
por la mañana. Yo tengo el sueño pesado, no la oí cuando salió.
—¿Qué hiciste?
—Encendí fuego en la cocina de leña y preparé el desayuno. Después me senté a tomar un café y leí el periódico de la tarde de ayer.
—¿No te preguntaste dónde estaría?
—Cuando dieron las noticias de las once en la radio, pensé que era raro que no hubiera vuelto a casa todavía. Salí al porche. Desde nuestra casa se puede ver hasta el mar, pero hoy había una niebla espesa y no pude ver más que unos metros más allá. Entonces me vestí y salí a buscarla. Bajé a la playa y la llamé, pero no la encontré, ni a ella, ni a
Spencer
.
—¿Cuánto tiempo estuviste buscándolos?
—He debido de estar fuera por lo menos una hora. Luego pensé que ella quizá había vuelto a casa mientras tanto, así que me apresuré a volver. La casa estaba aún vacía —explicó; se le quebró la voz y ocultó la cara entre las manos.
Anders Knutas y Karin Jacobsson aguardaron en silencio.
—¿Estás preparado para continuar? —preguntó Knutas.
—Es que no puedo entender que esté muerta —balbució.
—¿Qué sucedió cuando volviste a casa?
—Aún estaba vacía, así que pensé que a lo mejor había ido a casa de unos amigos que viven cerca. Llamé allí, pero tampoco estaba.
—¿Quiénes son?
—Los Larsson. Ella se llama Eva y su marido, Rikard. Eva es una amiga de la infancia de Helena. Viven todo el año en esa casa, que está muy cerca de la nuestra.
—¿Y no sabían dónde podía haber ido Helena?
—No.
—¿Quién contestó?
—Eva.
—¿Su marido también estaba en casa?
—No, tienen un campo de labranza, así que él estaba fuera trabajando.
Per Bergdal encendió otro cigarrillo, tosió y dio una calada.
—¿Qué hiciste después?
—Me tumbé en la cama y pensé en los sitios donde podría haber ido. Entonces se me ocurrió que podía haberse caído y golpeado y que no pudiera levantarse, de modo que salí a buscar de nuevo.
—¿Dónde?
—Abajo, a la playa. La niebla ya se había disipado un poco. Vi sus huellas en la arena. Busqué también en el bosque y no la encontré. Entonces volví a casa.
Contrajo el rostro y empezó a llorar, un llanto ahogado y silencioso. Las lágrimas le caían y se mezclaban con los mocos sin que pareciera notar nada. Karin no sabía muy bien qué hacer. Decidió no intervenir. Per bebió un par de tragos de agua y recuperó la calma. Knutas siguió con el interrogatorio.
—¿Cómo te has hecho las señales que tienes en el cuello?
—¿Cuáles? ¿Éstas? —preguntó mientras se llevaba, molesto, las manos al cuello.
—Sí, ésas. Parecen arañazos —precisó Knutas.
—Es que dimos una fiesta ayer por la tarde. Invitamos a unos amigos, bueno, en realidad, amigos de Helena. Cenamos y nos divertimos. Todos bebimos probablemente algo más de la cuenta. Yo soy muy celoso. Sí, a veces me muestro demasiado celoso, y eso pasó ayer. Uno de los chicos se propasó con Helena mientras bailaban.
—¿De qué manera?
—La sobaba, la sobaba mucho… Varias veces. Yo estaba bebido y se me cruzaron los cables. Agarré a Helena, la saqué fuera por la parte de atrás y le dije lo que pensaba. Se puso hecha una fiera. También había bebido demasiado, claro. Gritó y se lanzó sobre mí y fue entonces cuando me hizo estas señales…