—¿Por qué quieres que vaya con vosotros al campo? —dije, asombrada.
—Le diré a mamá que me voy contigo para todo el día..., y siempre es más agradable que sea verdad. Tú no me estorbas nunca y Jaime estará encantado de conocerte. Ya verás. Le he hablado mucho de ti.
Yo sabía que Jaime se parecía al san Jorge pintado en la tabla central del retablo de Jaime Huguet. El san Jorge que se cree que es un retrato del príncipe de Viana.
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Me lo había dicho Ena muchas veces, y juntas estuvimos viendo una fotografía de la pintura que ella había puesto en su mesilla de noche. Cuando vi a Jaime noté efectivamente el parecido y me impresionó la misma fina melancolía de la cara. Cuando se reía, la semejanza se esfumaba de un modo desconcertante, quedando él mucho más guapo y vigoroso que el cuadro. Parecía feliz con la idea de llevarnos a las dos a la orilla del mar, en aquella época del año en que no iba nadie. Tenía un auto muy grande. Ena frunció el ceño.
—Has estropeado el coche poniéndole gasógeno.
—Bueno, pero gracias a eso puedo llevaros adonde queráis.
Salimos los cuatro domingos de marzo y alguno más de abril, íbamos a la playa más que a la montaña. Me acuerdo que la arena estaba sucia de algas de los temporales de invierno. Ena y yo corríamos descalzas por la orilla del agua, que estaba helada, y gritábamos al sentirla rozarnos. El último día hacía ya casi calor y nos bañamos en el mar. Ena bailó una danza de su invención para reaccionar. Yo estaba tumbada en la arena, junto a Jaime, y los dos veíamos su figura graciosa recortada contra el Mediterráneo, cabrilleante y azul. Vino hacia nosotros luego, riéndose, y Jaime la besó. La vi apoyada contra él, cerrando un momento sus doradas pestañas.
—¡Cómo te quiero!
Le dijo asombrada, como si hiciera un gran descubrimiento. Jaime me miró sonriéndose, emocionado y confuso a la vez. Ena me miró también y me tendió la mano.
—Y a ti también, queridísima... Tú eres mi hermana. De veras, Andrea. Ya ves... ¡He besado a Jaime delante de ti!
Volvimos de noche, por la carretera junto al mar. Yo veía el encaje fantástico que formaban las olas en la negrura y las misteriosas lucecitas lejanas de las barcas...
—Sólo hay una persona a quien quiera tanto como a vosotros dos. Quizá más que a vosotros dos juntos..., o quizá no, Jaime, quizá no la quiera tanto como a ti... Yo no sé. No me mires así, que va a volcar el auto. A veces me atormenta la duda de a quién quiero más, si a ti o...
Yo escuchaba atentamente.
—¿Sabes, querida —dijo Jaime con un tono en el que se traslucía una ironía tan rabiosa que llegaba al despecho infantil—, que es ya hora de que empieces a decirnos su nombre?
—No puedo —estuvo callada unos momentos—. No os lo diré por nada del mundo. También para vosotros puedo tener un secreto.
¡Qué días incomparables! Toda la semana parecía estar alboreada por ellos. Salíamos muy temprano y ya nos esperaba Jaime con el auto en cualquier sitio convenido. La ciudad se quedaba atrás y cruzábamos sus arrabales tristes, con la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo. Bajo el primer sol los cristales de estas casas negruzcas despedían destellos diamantinos. De los alambres de telégrafos salían chillando bandadas de pájaros espantados por la bocina insistente y enronquecida...
Ena iba al lado de Jaime. Yo, detrás, me ponía de rodillas, vuelta de espaldas en el asiento, para ver la masa informe y portentosa que era Barcelona y que se levantaba y esparcía al alejarnos, como un rebaño de monstruos. A veces Ena dejaba a Jaime y saltaba a mi lado para mirar también, para comentar conmigo aquella dicha.
Ningún día de la semana se parecía Ena a esta muchacha alocada, casi infantil de puro alegre, en que se convertía los domingos. A mí —que venía del campo— me hizo ella ver un nuevo sentido de la naturaleza en el que ni siquiera había pensado. Me hizo conocer el latido del barro húmedo cargado de jugos vitales, la misteriosa emoción de los brotes aún cerrados, el encanto melancólico de las algas desmadejadas en la arena, la potencia, el ardor, el encanto esplendoroso del mar.
—¡No hagas historia! —me gritaba desesperada cuando yo veía en el mar latino el recuerdo de los fenicios y de los griegos. Y lo imaginaba surcado (tan quieto, esplendente y azul) de naves extrañas.
Ena nadaba con el deleite de quien abraza a un ser amado. Yo gozaba una dicha concedida a pocos seres humanos: la de sentirse arrastrada en ese halo casi palpable que irradia una pareja de enamorados jóvenes y que hace que el mundo vibre más, huela y resuene con más palpitaciones y sea más infinito y más profundo.
Comíamos en fondas a lo largo de la costa o en merenderos entre pinos, al aire libre. A veces llovía. Entonces Ena y yo nos refugiábamos bajo el impermeable de Jaime, quien se mojaba tranquilamente...
Muchas tardes me he puesto algún chaleco de lana, o un jersey suyo. Él tenía una pila de estas cosas en el automóvil en previsión de la traidora primavera. Aquel año, por otra parte, hizo un tiempo maravilloso. Me acuerdo que en marzo volvíamos cargadas de ramas de almendro florecidas y en seguida empezó la mimosa a amarillear y a temblar sobre las tapias de los jardines.
Estos chorros de luz que recibía mi vida gracias a Ena, estaban amargados por el sombrío tinte con que se teñía mi espíritu otros días de la semana. No me refiero a los sucesos de la calle de Aribau, que apenas influían ya en mi vida, sino a la visión desenfocada de mis nervios demasiado afilados por un hambre que a fuerza de ser crónica llegué casi a no sentirla. A veces me enfadaba con Ena por una nadería. Salía de su casa desesperada. Luego regresaba sin decirle una palabra y me ponía a estudiar junto a ella. Ena se hacía la desentendida y seguíamos como si tal cosa. El recuerdo de estas escenas me hacía llorar de terror algunas veces cuando las razonaba en mis paseos por las calles de los arrabales, o por la noche, cuando el dolor de cabeza no me dejaba dormir y tenía que quitar la almohada para que se disipara. Pensaba en Juan y me encontraba semejante a él en muchas cosas. Ni siquiera se me ocurría pensar que estaba histérica por la falta de alimento. Cuando recibía mi mensualidad iba a casa de Ena cargada de flores, compraba dulces a mi abuela y también me acostumbré a comprar cigarrillos, que ahorraba para las épocas de escasez de comida, ya que me aliviaban y me ayudaban a soñar proyectos deshilvanados. Cuando Román volvió de su viaje, estos cigarrillos me los proporcionaba él, regalándomelos. Me seguía con una sonrisa especial cuando yo andaba por la casa, cuando me paraba en la puerta de la cocina, olfateando, o cuando me tumbaba horas enteras en la cama, con los ojos abiertos.
Una de aquellas tardes en que me enfadé con Ena, la indignación me duró más tiempo. Caminaba con el ceño fruncido, llevada de un monólogo interior exaltado y largo. «No volveré a su casa.» «Estoy harta de sus sonrisas de superioridad.» «Me ha seguido con los ojos, divertida, convencida de que voy a volver a los dos minutos otra vez.» «Cree que no puedo prescindir de su amistad. ¡Qué equivocación!» «Juega conmigo como con todo el mundo hace —pensé injustamente—, como con sus padres, con sus hermanos, como con los pobres muchachos que le hacen el amor, a los que ella alienta para luego gozarse en verlos sufrir»... Cada vez se me hacía más evidente el carácter maquiavélico de mi amiga. Casi me parecía despreciable... Llegué a mi casa más pronto que nunca. Me puse a ordenar los apuntes de clase, nerviosa y casi llorando porque no entendía mi propia letra. Del fondo de mi cartera de estudiante cayó la tarjeta que me había dado Gerardo aquella primera noche de la liberación de mi vida, cuando lo había encontrado entre las sombras que rodeaban la catedral.
El recuerdo de Gerardo me distrajo un momento. Recordé que le había prometido llamarle para salir con él y recorrer los rincones pintorescos de Barcelona. Pensé que tal vez esto podría distraerme de mis ideas y, sin reflexionar más, marqué su número de teléfono. Se acordó en seguida de mí y quedamos citados para salir a la tarde siguiente. Luego, aunque era aún muy temprano, me acosté y me dormí viendo alborear las luces de la calle en el recuadro del balcón, con un sueño pesado, como si descansara de las fatigas de un gran trabajo.
Cuando desperté me pareció que algo marchaba mal en el curso de las cosas. Tenía una sensación parecida a la que hubiera sentido de decirme alguien que Angustias iba a volver. Aquél iba a ser un día de esos que en apariencia son iguales a los otros, inofensivos como todos, pero en los que, de pronto, una ligerísima raya hace torcerse el curso de nuestra vida en una época nueva.
No fui a la Universidad por la mañana, poseída de la estúpida tozudez de no ver a Ena, aunque a cada hora que pasaba se me hacía más penoso estar enfadada con mi amiga y recordaba sus mejores cualidades y su cariño sincero por mí. El único espontáneo y desinteresado que yo había encontrado hasta entonces.
Por la tarde vino a buscarme Gerardo. Le reconocí porque esperaba delante de la portería de casa, e inmediatamente se volvió hacia mí, sin sacar las manos de los bolsillos, según su costumbre. Sus gruesas facciones se habían borrado de mi memoria por completo. Ahora no llevaba gabán ni sombrero. Iba metido en un bien cortado traje gris. Resultaba alto y robusto y su cabello se parecía al de los negros.
—¡Hola, bonita!
Me dijo. Y luego, con un movimiento de cabeza como si yo fuera un perro:
—¡Vamos!
Me quedé un poco intimidada.
Echamos a andar uno al lado del otro. Gerardo hablaba tanto como el día en que le conocí. Me fijé que hablaba como un libro, citando a cada paso trozos de obras que había leído. Me dijo que yo era inteligente, que él lo era también. Luego, que él no creía en la inteligencia femenina. Más tarde, que Schopenhauer había dicho...
Me preguntó que si prefería ir al puerto o al parque de Montjuich. A mí me daba igual un sitio que otro. Iba callada a su lado. Cuando cruzábamos las calles él me cogía del brazo. Caminamos por la calle de Cortes
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hasta los jardines de la Exposición.
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Una vez allí me empecé a distraer porque la tarde estaba azul y resplandecía en las cúpulas del palacio y en las blancas cascadas de las fuentes. Multitud de flores primaverales cabeceaban al viento, lo invadían todo con su llama de colores. Nos perdimos por los senderos del parque inmenso. En una plazoleta —verde oscura por los recortados cipreses— vimos la estatua blanca de Venus reflejándose en el agua. Alguien le había pintado los labios de rojo groseramente. Gerardo y yo nos miramos, indignados, y en aquel momento me fue simpático. Mojó su pañuelo y con un impulso de su fuerte cuerpo subió a la estatua y estuvo frotando los labios de mármol hasta que quedaron limpios.
Desde aquel momento pudimos charlar con más cordialidad. Dimos un paseo larguísimo. Gerardo me habló abundantemente de él mismo y luego quiso informarse de mi situación en Barcelona.
—Conque solita, ¿eh? ¿De modo que no tienes padres?
Otra vez me empezaba a parecer fastidioso.
Fuimos hacia Miramar
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y nos acodamos en la terraza del restaurante para ver el Mediterráneo, que en el crepúsculo tenía reflejos de color de vino. El gran puerto parecía pequeño bajo nuestras miradas, que lo abarcaban a vista de pájaro. En las dársenas salían a la superficie los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra. A nuestra derecha yo adivinaba los cipreses del Cementerio del Sudoeste y casi el olor de melancolía frente al horizonte abierto del mar.
Cerca de nosotros, en las mesitas de la terraza, merendaban algunas personas. El paseo y el aire salinos habían despertado aquella cavernosa sensación de hambre que tenía siempre adormecida. Además, estaba cansada. Contemplé las mesas y las apetitosas meriendas con ojos ávidos. Gerardo siguió la dirección de mi mirada y dijo en tono despectivo, como si el contestarle afirmativamente fuera una barbaridad:
—Tú no querrás tomar nada, ¿verdad?
Y me cogió del brazo, arrastrándome fuera del lugar peligroso, con el pretexto de enseñarme otra vista espléndida. En aquel momento él me pareció aborrecible.
Un poco después, de espaldas al mar, veíamos toda la ciudad imponente debajo de nosotros.
Gerardo estaba erguido mirándola.
—¡Barcelona! Tan soberbia y tan rica y sin embargo, ¡qué dura llega a ser la vida ahí! —dijo pensativo.
Me lo decía como una confesión y me sentí súbitamente conmovida, porque creí que se refería a su grosería de un momento antes. Una de las pocas cosas que en aquel tiempo estaba yo capacitada para entender era la miseria en cualquier aspecto que se presentase: aun bajo la buena tela y la camisa de hilo de Gerardo... Puse, en un gesto impulsivo, mi mano sobre la suya y él me la estrechó comunicándome su calor. En aquel momento tuve ganas de llorar, sin saber por qué. Él me besó el cabello.
Súbitamente me quedé rígida, aunque seguíamos unidos. Yo era neciamente ingenua en aquel tiempo —a pesar de mi pretendido cinismo— en estas cuestiones. Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero que lo hiciera sería escogido por mí entre todos. Gerardo apenas había rozado mi cabello. Me pareció que era una consecuencia de aquella emoción que habíamos sentido juntos y que no podía hacer el ridículo de rechazarle, indignada. En aquel momento me volvió a besar con suavidad. Tuve la sensación absurda de que me corrían sombras por la cara como en un crepúsculo y el corazón me empezó a latir furiosamente, en una estúpida indecisión, como si tuviera la obligación de soportar aquellas caricias. Me parecía que a él le sucedía algo extraordinario, que súbitamente se había enamorado de mí. Porque entonces era lo suficientemente atontada para no darme cuenta que aquél era uno de los infinitos hombres que nacen sólo para sementales y junto a una mujer no entienden otra actitud que ésta. Su cerebro y su corazón no llegan a más. Gerardo súbitamente me atrajo hacia él y me besó en la boca. Sobresaltada le di un empujón, y me subió una oleada de asco por la saliva y el calor de sus labios gordos. Le empujé con todas mis fuerzas y eché a correr. Él me siguió. Me encontró un poco temblorosa, tratando de reflexionar. Se me ocurrió pensar que quizás habría tomado mi apretón de manos como una prueba de amor.
—Perdóname, Gerardo —le dije con la mayor ingenuidad—, pero ¿sabes?..., es que yo no te quiero. No estoy enamorada de ti.