Nada (12 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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Al hacerlo me di cuenta de que no estaba sola en la plaza. Una silueta que me pareció algo diabólica se alargaba en la parte más oscura. Confieso ingenuamente que me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y que me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un buen gabán y con un sombrero hasta los ojos. Me alcanzó cuando yo me lanzaba hacia las escaleras de piedra.

—¡Andrea! ¿No te llamas tú Andrea?

Había algo insultante que me molestó en ese modo de llamar, pero me detuve asombrada. Él se reía ante mí con unos dientes sólidos, de grandes encías.

—Estos sustos los pasan las niñas por andar solas a deshoras... ¿No me recuerdas de casa de Ena?

—¡Ah!... Sí, sí —dije, hosca.

«¡Maldito! —pensé—; me has quitado toda la felicidad que me iba a llevar de aquí.»

—Pues sí —continuó, satisfecho—; yo soy Gerardo.

Estaba inmóvil con las manos en los bolsillos, mirándome. Yo di un paso para bajar el primer escalón, pero me sujetó del brazo.

—¡Mira! —me ordenó.

Yo vi, al pie de la escalinata, apretándose contra ella, un conjunto de casas viejas que la guerra había convertido en ruinas, iluminadas por faroles.

—Todo eso desaparecerá. Por aquí pasará una gran avenida y habrá espacio y amplitud para ver la catedral.

No me dijo nada más por entonces y empezamos a descender juntos los peldaños de piedra. Ya habíamos recorrido un buen trecho, cuando insistió:

—¿No te da miedo andar tan sólita por las calles? ¿Y si viene el lobito y te come?...

No le contesté.

—¿Eres muda?

—Prefiero ir sola —confesé con aspereza.

—No, eso sí que no, niña... Hoy te acompaño yo a tu casa... En serio, Andrea, si yo fuera tu padre no te dejaría tan suelta.

Me desahogué insultándole interiormente. Desde que le había visto en casa de Ena me había parecido necio y feo aquel muchacho.

Cruzamos las Ramblas, conmovidas de animación y de luces, y subimos por la calle de Pelayo hasta la plaza de la Universidad. Allí me despedí.

—No, no; hasta tu casa.

—Eres un imbécil —le dije sin contemplaciones—; vete enseguida.

—Quisiera ser amigo tuyo. Eres una peque muy original. Si me prometes que algún día me llamarás por teléfono para salir conmigo, te dejo aquí. A mí también me gustan mucho las calles viejas y sé todos los rincones pintorescos de la ciudad. Conque, ¿prometido?

—Sí —dije, nerviosa.

Me alargó su tarjeta y se fue.

Entrar en la calle de Aribau era como entrar ya en mi casa. El mismo vigilante del día de mi llegada a la ciudad me abrió la puerta. Y la abuelita, como entonces, salió a recibirme helada de frío. Todos los demás se habían acostado.

Entré en el cuarto de Angustias, que desde unos días atrás había heredado yo, y al encender la luz encontré que habían colocado sobre el armario una pila de sillas de las que sobraban en todas partes de la casa y que allí amenazaban caerse, sombrías. También habían instalado en el cuarto el mueble que servía para guardar la ropa del niño y un gran costurero con patas que antes estaba arrinconado en la alcoba de la abuela. La cama, deshecha, conservaba las huellas de una siesta de Gloria. Comprendí enseguida que mis sueños de independencia, aislada de la casa en aquel refugio heredado, se venían al suelo. Suspiré y empecé a desnudarme. Sobre la mesilla de noche había un papel con una nota de Juan: «Sobrina, haz el favor de no encerrarte con llave. En todo momento debe estar libre tu habitación para acudir al teléfono». Obediente, volví a cruzar el suelo frío para abrir la puerta, luego me tendí en la cama, envolviéndome voluptuosamente en la manta.

Oí en la calle palmadas llamando al vigilante. Mucho después el pitido de un tren al pasar por la calle de Aragón,

lejano y nostálgico. El día me había traído el comienzo de una vida nueva; comprendía que Juan había querido estropeármela en lo posible al darme a entender que, si bien se me cedía una cama en la casa, era sólo eso lo que se me daba...

La misma noche en que se marchó Angustias, yo había dicho que no quería comer en la casa y que, por lo tanto, sólo pagaría una mensualidad por mi habitación. Había cogido la ocasión por los pelos cuando Juan, todavía borracho y excitado por las emociones del día aquél, se había encarado conmigo.

—Y a ver, sobrina, con lo que tú contribuyes a la casa..., porque yo, la verdad te digo, no estoy para mantener a nadie...

—No, lo que yo puedo dar es tan poco que no valdría la pena —dije, diplomática—. Ya me las arreglaré comiendo por mi cuenta. Sólo pagaré mi racionamiento de pan y mi habitación.

Juan se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras —dijo de mal humor.

La abuelita escuchó moviendo la cabeza con aire de reprobación, pendiente de los labios de Juan. Luego empezó a llorar.

—No, no, que no pague la habitación..., que mi nieta no pague la habitación en casa de su abuela.

Pero así quedó decidido. Yo no tendría que pagar más que mi pan diario.

Había cobrado aquel día mi paga de febrero y poseída de las delicias de poderla gastar, me lancé a la calle y adquirí enseguida aquellas fruslerías que tanto deseaba..., jabón bueno, perfume y también una blusa nueva para presentarme en casa de Ena, que me había invitado a comer. Además unas rosas para su madre. Comprar las rosas me emocionó especialmente. Eran magníficas flores, caras en aquella época. Se podía decir que eran inasequibles para mí. Y, sin embargo, yo las tuve entre mis brazos y las regalé.Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio —por otra parte vulgar— de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión.

Me acordaba —tumbada en mi cama— de la cordial acogida que me hicieron en casa de Ena sus parientes y de cómo, acostumbrada a las caras morenas con las facciones bien marcadas de las gentes de mi casa, me empezó a marear la cantidad de cabezas rubias que me rodeaban en la mesa.

Los padres de Ena y sus cinco hermanos eran rubios. Estos cinco hermanos, todos varones y más pequeños que mi amiga, se confundían en mi imaginación con sus rostros afables, risueños y vulgares. Ni siquiera el benjamín, de siete años, a quien el cambio de los dientes daba una expresión cómica cuando se reía, y que se llamaba Ramón Berenguer, como si fuera un antiguo conde de Barcelona,

se distinguía de sus hermanos más que en estas dos particularidades.

El padre parecía participar de las mismas condiciones de buen carácter que su prole y era además un hombre realmente guapo, a quien Ena se parecía. Tenía, como ella, los ojos verdes, aunque sin la extraña y magnífica luz que animaba los de su hija. En él todo parecía sencillo y abierto, sin malicias de ninguna clase. Durante la comida le recuerdo riéndose al contarme anécdotas de sus viajes, pues habían vivido todos, durante muchos años, en diferentes sitios de Europa. Parecía que me conocía de toda la vida, que sólo por el hecho de tenerme en su mesa me agregaba a la patriarcal familia.

La madre de Ena, por el contrario, daba la impresión de ser reservada, aunque contribuía sonriendo al ambiente agradable que se había formado. Entre su marido y sus hijos —todos altos y bien hechos— ella parecía un pájaro extraño y raquítico. Era pequeñita y yo encontraba asombroso que su cuerpo estrecho hubiera soportado seis veces el peso de un hijo. La primera impresión que me hizo fue de extraña fealdad. Luego resaltaban en ella dos o tres toques de belleza casi portentosa: un cabello más claro que el de Ena, sedoso, abundantísimo; unos largos ojos dorados y su voz magnífica.

—Ahí donde la ve usted, Andrea —dijo el jefe de familia—, mi mujer tiene algo de vagabunda. No puede estar tranquila en ningún sitio y nos arrastra a todos.

—No exageres, Luis —la señora se sonreía con suavidad.

—En el fondo es cierto. Claro que tu padre es el que me destina para representarle y dirigir sus negocios en los sitios más extraños..., mi suegro es al mismo tiempo mi jefe comercial, ¿sabe usted, Andrea?...; pero tú estás en el fondo de todos los manejos. Si quisieras no me negarías que tu padre te haría vivir tranquila en Barcelona. Bien se vio la influencia que tienes sobre él en aquel asunto de Londres... Claro que yo estoy encantado con tus gustos, mi niña; no soy yo quien te los reprocha —y la envolvió con una sonrisa cariñosa—. Toda mi vida me ha gustado viajar y ver cosas nuevas... Yo tampoco puedo dominar una especie de fiebre de actividad que casi es un placer cuando entro en un nuevo ambiente comercial, con gente de psicología tan desconocida. Es como empezar otra vez la lucha y se siente uno rejuvenecido...

—Pero a mamá —afirmó Ena— le gusta más Barcelona que ningún sitio del mundo. Yo lo sé.

La madre le dirigió una sonrisa especial que me pareció soñadora y divertida al mismo tiempo.

—En cualquier sitio en que estéis vosotros me encuentro siempre bien. Y tiene razón tu padre en esto de que a veces siento la inquietud de viajar; claro que de ahí a manejar a mi padre —sonrió más acentuadamente— va mucha diferencia...

—Y ya que estamos hablando de estas cosas, Margarita —continuó su marido—, ¿sabes lo que me ha dicho tu padre ayer? Pues que es posible que la temporada que viene seamos necesarios en Madrid... ¿Qué te parece? La verdad es que en estos momentos yo prefiero estar en Barcelona que en ningún sitio, sobre todo teniendo en cuenta que tu hermano...

—Sí, Luis, creo que tenemos que hablar de eso. Pero ahora estamos aburriendo a esta niña. Andrea, tiene que perdonarnos usted. Al fin y al cabo somos una familia de comerciantes que acaba todas sus conversaciones en asuntos de negocios...

Ena había escuchado la última parte de la conversación con extraordinario interés.

—¡Bah! El abuelo está un poco chiflado, me parece. Tan emocionado y lloroso cuando vuelve a ver a mamá después de tenerla lejos, y enseguida ideando que nos marchemos. Yo no quiero irme de Barcelona por ahora... ¡Es una cosa tonta!... Al fin y al cabo, Barcelona es mi pueblo y se puede decir que sólo la conozco desde que se terminó la guerra.

(Me miró rápidamente y yo recogí su mirada, porque sabía que ella se había enamorado por aquellos tiempos y que éste era su argumento supremo y secreto para no querer salir de la ciudad.)

Entre mis sábanas, en la calle de Aribau, yo evocaba esta conversación con todos sus detalles y me sacudió la alarma a la idea de separarme de mi amiga cuando me había encariñado con ella. Pensé que los planes de aquel viejo importante —aquel rico abuelo de Ena— movían a demasiada gente y herían demasiados afectos.

En la agradable confusión de ideas que precede al sueño se fueron calmando mis temores para ser sustituidos por vagas imágenes de calles libres en la noche. El alto sueño de la catedral volvió a invadirme.

Me dormí agitada con la visión final de los ojos de la madre de Ena, que cuando ya nos despedíamos se habían levantado hacia mí, fugazmente, con una extraña mirada de angustia y temor.

Aquellos ojos se metieron en lo profundo de mi sueño y levantaron pesadillas.

XI

—No seas tozuda, sobrina —me dijo Juan—. Te vas a morir de hambre.

Y me puso las manos en el hombro con una torpe caricia.

—No, gracias; me las arreglo muy bien...

Mientras tanto eché una mirada de reojo a mi tío y vi que tampoco a él parecían irle bien las cosas. Me había cogido bebiendo el agua que sobraba de cocer la verdura y que estaba fría y olvidada en un rincón de la cocina, dispuesta a ser tirada.

Antonia había gritado con asco:

—¿Qué porquerías hace usted? Me puse encarnada.

—Es que a mí este caldo me gusta. Y como veía que lo iban a tirar...

A los gritos de Antonia acudieron los demás de la casa. Juan me propuso una conciliación de nuestros intereses económicos.

Yo me negué.

La verdad es que me sentía más feliz desde que estaba desligada de aquel nudo de las comidas en la casa. No importaba que aquel mes hubiera gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta diaria para comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una hora buena para pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña. A veces se me ocurría pensar, con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi vagabundeo libre.

Aprendí a conocer excelencias y sabores en los que antes no había pensado; por ejemplo, la fruta seca fue para mí un descubrimiento. Las almendras tostadas, o mejor, los cacahuetes, cuya delicia dura más tiempo porque hay que desprenderlos de su cáscara, me producían fruición.

La verdad es que no tuve paciencia para distribuir las treinta pesetas que me quedaron el primer día, en los treinta días del mes. Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y cometí la locura de comer allí dos o tres veces. Me pareció aquella comida más buena que ninguna de las que había probado en mi vida, infinitamente mejor que la que preparaba Antonia en la calle de Aribau. Era un restaurante curioso. Oscuro, con unas mesas tristes. Un camarero abstraído me servía. La gente comía deprisa, mirándose unos a otros, y no hablaban ni una palabra. Todos los restaurantes y comedores de fondas en los que yo había entrado hasta entonces eran bulliciosos menos aquél. Daban una sopa que me parecía buena, hecha con agua hirviente y migas de pan. Esta sopa era siempre la misma, coloreada de amarillo por el azafrán o de rojo por el pimentón; pero en la carta cambiaba de nombre con frecuencia. Yo salía de allí satisfecha y no me hacía falta más.

Por la mañana cogía el pan —apenas Antonia subía las raciones de la panadería— y me lo comía entero, tan caliente y apetitoso estaba. Por las noches, no cenaba, a no ser que la madre de Ena insistiese en que me quedase en su casa alguna vez. Yo había tomado la costumbre de ir a estudiar con Ena muchas tardes y la familia empezaba a considerarme como cosa suya.

Pensé que realmente estaba comenzando para mí un nuevo renacer, que era aquélla la época más feliz de mi vida, ya que nunca había tenido una amiga con quien me compenetrara tanto, ni esta magnífica independencia de que disfrutaba. Los últimos días del mes los pasé alimentándome exclusivamente del panecillo de racionamiento que devoraba por las mañanas —por esta época fue cuando me cogió Antonia bebiendo el agua de hervir la verdura—, pero empezaba a acostumbrarme y la prueba es que en cuanto recibí mi paga del mes de marzo la gasté exactamente igual. Me acuerdo que sentía un hambre extraordinaria cuando tuve el nuevo dinero en mis manos, que era una sensación punzante y deliciosa pensar que podría satisfacerla enseguida. Más que cualquier clase de alimento, deseaba dulces. Compré una bandeja y me fui a un cine caro. Tenía tal impaciencia que antes de que se apagara la luz corté un trocito de papel para comer un poco de crema, aunque miraba de reojo a todo el mundo poseída de vergüenza. En cuanto se iluminó la pantalla y quedó la sala en penumbra, yo abrí el paquete y fui tragando los dulces uno a uno. Hasta entonces no había sospechado que la comida pudiera ser algo tan bueno, tan extraordinario... Cuando se volvió a encender la luz no quedaba nada en la bandeja. Vi que una señora, a mi lado, me miraba de soslayo y cuchicheaba con su compañero. Los dos se reían.

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