Nada (18 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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Me acuerdo que íbamos por una calleja negra, completamente silenciosa, cuando se abrió una puerta por la que salió despedido un hombre borracho, con tan mala suerte, que cayó sobre Juan, haciéndolo vacilar. Pareció que a Juan le corría una descarga eléctrica por la espalda. En un abrir y cerrar de ojos le propinó un puñetazo en la mandíbula, y se quedó quieto, aguardando a que el otro se repusiera. Al cabo de unos minutos estaban enzarzados en una lucha bestial. Yo apenas podía verles. Oía sus jadeos y sus blasfemias. Una voz rasposa rompió el aire encima de nosotros, desde alguna ventana invisible: «¿Qué pasa aquí?».

Luego me encontré sorprendida por la animación que súbitamente llenó la calle. Dos o tres hombres y algunos chiquillos, que parecían brotados de la tierra, rodearon a los que luchaban. Una puerta entreabierta lanzaba a la calle un chorro de luz que me cegaba.

Yo estaba llena de terror y procuraba permanecer invisible. No tenía idea de lo que podría pasar unos minutos después. Encima de aquel infierno —como si sobre el cielo de la calle cabalgaran brujas— oíamos voces ásperas, como desgarradas. Voces de mujeres animando a los luchadores con sus pullas y sus risas. Alucinada, me pareció que caras gordas flotaban en el aire, como los globos que a veces dejan escapar los niños.

Oí un rugido y vi que Juan y su enemigo habían caído revolcándose sobre el barro de la calle. Nadie tenía intención de separarlos. Un hombre les enfocó con su linterna, y entonces vi que Juan se tiraba al cuello del otro para morder. Uno de los mirones dio un botellazo a Juan con buen tino, haciéndole dar vueltas y quedar caído en el fango. A los pocos segundos se incorporó.

En aquel momento alguien dio un chillido de alarma parecido a la campanilla de los bomberos o al especial claxon del coche de la policía, que tanto impresiona en las películas. En un instante nos quedamos solos Juan y yo. Incluso el contrincante borracho había desaparecido. Juan se levantó tambaleándose. Oímos en lo alto risitas ahogadas. Yo, que estaba pasmada en una extraña inactividad, reaccioné de pronto, saltando, con una prisa febril, como de locura, hacia Juan. Le ayudé a ponerse completamente de pie y toqué sus ropas mojadas de sangre y de vino. Jadeaba.

Yo oía, en mi cerebro, repercutir los latidos de mi corazón. Me ensordecía su ruido.

—¡Vamos! —quise decir—. ¡Vamos!

No me salió la voz y empecé a dar empujones a Juan. Hubiera querido volar. Sabía o creía que iba a llegar gente de la policía poco después y metí a Juan por otra calle. Antes de torcer la segunda esquina oímos pasos. Juan había reaccionado bastante, pero se dejaba guiar por mí. Me apreté contra su hombro y él me abrazó. Pasó un grupo. Eran individuos que pisaban fuertemente y charlaban haciendo bromas. No nos dijeron nada. Un rato después estábamos separados. Mi tío apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cayéndonos a los dos la luz de un farol.

Me miró dándose cuenta de quién era yo. Pero no me dijo nada porque, sin duda, encontraba natural que yo estuviese aquella noche en el corazón del barrio chino. Le saqué un pañuelo del bolsillo para que se limpiara la sangre que le goteaba sobre el ojo.

Se lo até y luego se apoyó en mi hombro, volviendo la cabeza y tratando de orientarse. Yo empecé a sentirme tan cansada como en aquellos tiempos me sucedía con frecuencia. Las rodillas me temblaron hasta el punto de que caminar se me hacía difícil. Los ojos los tenía llenos de lágrimas.

—¡Vamos a casa, Juan!... ¡Vamos!

—¿Crees que me han vuelto loco con el golpe, sobrina? Sé muy bien a lo que he venido aquí...

Otra vez se enfureció y le temblaba la mandíbula.

—Gloria debe de estar en casa a estas horas. Sólo fue a ver a su hermana para pedir que le prestase dinero para las medicinas.

—¡Mentiras! ¡Sinvergüenza! ¿Quién te manda meterte en lo que no te importa? —Se tranquilizó un poco—. Gloria no tiene que pedir dinero a la bruja esta. Hoy mismo le han prometido por teléfono que mañana a las ocho tendríamos en casa cien pesetas que aún me deben por un cuadro... ¿Conque a pedir dinero? ¡Como si yo no supiera que la hermanita no da ni las buenas noches!... ¡Pero ella no sabe que hoy le rompo la cabeza! Conmigo puede portarse mal, pero que sea peor que los animales con sus cachorros, eso no se lo consiento. ¡Prefiero que se muera de una vez la maldita!... Lo que a ella le gusta es beber y divertirse en casa de su hermana. La conozco bien. Pero si tiene sesos de conejo... ¡Cómo tú!, ¡como todas las mujeres!... Por lo menos ¡que sea madre, la muy...!

Todo esto estaba sembrado de palabrotas que recuerdo bien, pero ¿para qué las voy a repetir?

Iba hablando mientras caminábamos. Apoyado él en mi hombro y empujándome al mismo tiempo. En aquellos dedos que me agarraban sentía yo clavarse toda la energía de los nervios. Y a cada paso, a cada palabra, su fuerza se agudizaba.

Sé que volvimos a pasar otra vez por la misma calle de la pelea, envuelta ya en silencio. Allí Juan olfateó como un perro en busca del rastro. Como uno de los perros sarnosos que encontrábamos a veces husmeando en la inmundicia... Por encima de aquel cansancio y de aquella podredumbre se levantaba la luz de la luna. No había más que mirar al cielo para verla. Abajo, en los callejones, se olvidaba una de ella...

Juan empezó a aporrear una puerta. Le contestaron los ecos de sus golpes. Juan siguió pegando patadas y puñetazos un buen rato, hasta que le abrieron. Entonces me apartó de un empujón y entró dejándome en la calle. Oí algo como un grito sofocado allá dentro. Luego nada. La puerta se cerró en mis narices.

Al pronto, estaba tan cansada, que me senté en el umbral, con la cabeza entre las manos, sin reflexionar. Más tarde me empezó a entrar risa. Me tapé la boca con las manos que me temblaban porque la risa era más fuerte que yo. ¡Para esto toda la carrera, la persecución agotadora!... ¿Qué pasaría si no salían de allí en toda la noche? ¿Cómo iba a encontrar yo sola el camino de casa? Creo que después estuve llorando. Pasó mucho rato, una hora quizá. Del suelo reblandecido se levantaba humedad. La luna iluminaba el pico de una casa con un baño plateado. Lo demás lo dejaba a oscuras. Me empezó a entrar frío a pesar de la noche primaveral. Frío y miedo indefinido. Empecé a temblar. Se abrió la puerta a mi espalda y una cabeza de mujer asomó cautelosa, llamándome:


Pobreta.. Entra, entra
.

Me encontré en el local cerrado de una tienda de comestibles y bebidas, iluminado únicamente por una bombilla de pocas bujías. Junto al mostrador estaba Juan, dando vueltas entre sus dedos a un vaso lleno. De otra habitación venía un ruido animado y un chorro de luz se filtraba bajo una cortina. Indudablemente se jugaba a las cartas. «¿Dónde estará Gloria?», pensé. La mujer que me había abierto era gordísima y tenía el cabello teñido. Mojó la punta de un lápiz en su lengua y apuntó algo en un libro.

—De modo que ya es hora de que te vayas enterando de tus asuntos, Juan. Ya es hora de que sepas que Gloria te mantiene... Eso de venir dispuesto a matar es muy bonito..., y la sopa boba de mi hermana aguantando todo antes que decirte que los cuadros no los quieren más que los traperos... Y tú con tus ínfulas de señor de la calle de Aribau...

Se volvió a mí:


Vols una mica d'aiguardent, nena?
.

—No, gracias.


Que delicadeta ets, noia!
.

Y se empezó a reír.

Juan escuchaba el rapapolvo, sombrío. Yo ni siquiera pude imaginarme lo que sucedió mientras estuve en la calle. Juan no llevaba ya el pañuelo en la cabeza. Me fijé que su camisa estaba rasgada. La mujer siguió:

—Y puedes dar gracias a Dios, Joanet, de que tu mujer te quiera. Con el cuerpo que tiene podría ponerte buenos cuernos y sin pasar tantos sustos como pasa la pobreta para poder venir a jugar a las cartas. Todo para que el señorón se crea que es un pintor famoso...

Se empezó a reír, moviendo la cabeza. Juan dijo:

—¡Si no te callas, te estrangulo! ¡Cochina!

Ella se irguió amenazadora... Pero en aquel momento cambió de expresión para sonreír a Gloria que aparecía, saliendo de una puerta lateral. Juan la sintió llegar también, pero aparentó no verla mirando hacia el vaso. Gloria parecía cansada. Dijo:

—¡Vamos, chico!

Y cogió el brazo de Juan. Indudablemente le había visto antes. Dios sabe lo que habría pasado entre ellos.

Salimos a la calle. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, Juan echó un brazo por la espalda de Gloria, apoyándose en sus hombros. Caminamos un rato callados.

—¿Se ha muerto el niño? —preguntó Gloria.

Juan dijo que no con la cabeza y empezó a llorar. Gloria estaba espantada. Él la abrazó, la apretó contra su pecho y siguió llorando, todo sacudido por espasmos, hasta que la hizo llorar también.

XVI

Román entró impetuoso, como rejuvenecido, en la casa.

—¿Han traído mi traje nuevo? —preguntó a la criada.

—Sí, señorito Román. Se lo he subido arriba...

Trueno
se empezó a levantar, perezoso y gordo, para saludar a Román.

—Este
Trueno
—dijo mi tío, frunciendo el ceño— se está volviendo demasiado decadente... Amigo mío, si sigues así te degollaré como a un cerdo...

La sonrisa se quedó quieta en la cara de la criada. Sus ojos se volvieron brillantes.

—¡No diga bromas, señorito Román! ¡Pobre
Trueno
! ¡Si cada día está más guapo!... ¿Verdad,
Trueno
? ¿Verdad, hijito?

Se puso en cuclillas la mujer y el perro le plantó sus patas en los hombros y lamió la cara oscura. Román miraba con curiosidad la escena y se le curvaban los labios en una expresión indefinible.

—De todas maneras, si este perro sigue así le mataré... No me gusta tanta felicidad y tanto abotargamiento.

Román dio media vuelta y se marchó. Al pasar me acarició las mejillas. Tenía brillantes los ojos negros. La piel de su cara era morena y dura, había allí multitud de pequeñas arrugas hondas, como hechas a cortaplumas. En el brillante y rizoso pelo negro, algunas canas. Por primera vez pensé en la edad de Román. Precisamente lo pensé aquel día en que parecía más joven.

—¿Necesitas dinero, pequeña? Te quiero hacer un regalo. He hecho un buen negocio.

No sé qué me impulsó a contestar:

—No necesito nada. Gracias, Román...

Se quedó medio sonriente, confuso.

—Bueno. Te daré cigarrillos. Tengo algunos estupendos... Parecía que quería decir algo más. Se detuvo cuando se marchaba.

—Ya sé que ahora tienen una buena temporada ésos—y señaló, irónico, el cuarto de Juan—. No puedo estar tanto tiempo fuera de casa...

Yo no le dije nada. Se marchó al fin.

—¿Has oído? —me dijo Gloria—. Román se compra un traje nuevo..., y camisas de seda, chica... ¿A ti qué te parece?

—Me parece bien —me encogí de hombros.

—Román nunca se ha preocupado de sus vestidos. Dime la verdad, Andrea. ¿A ti te parece que está enamorado? ¡Román se enamora muy fácilmente, chica!

Gloria se estaba poniendo más fea. La cara se le había consumido aquel mes de mayo y sus ojillos aparecían hundidos.

—Tú también le gustabas a Román al principio, ¿no? Ahora ya no le gustas. Ahora le gusta tu amiguita Ena.

La idea de que yo pudiera haber gustado como mujer a mi tío era tan idiota que me quedé absorta. «¿Cómo serán nuestros actos y nuestras palabras interpretados por cerebros así?», pensé, asombrada, mirando la blanca frente de Gloria.

Me marché a la calle pensando aún en estas cosas. Caminaba deprisa y distraída, pero me di cuenta de que un viejo de nariz colorada atravesaba la calle para venir hacia mí. Y poseída del mismo malestar de siempre crucé a mi vez a la otra acera, no pudiendo evitar, sin embargo, que nos encontráramos en medio. Él llegó sin alientos para pasar justamente a mi lado, quitarse la vieja gorra y saludarme.

—¡Buenos días, señorita!

El pícaro aquel tenía los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de cabeza y huí.

Le conocía bien. Era un viejo pobre que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia, permanecía horas de pie, apoyándose en su bastón y atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba allí sin plañir ni gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan y lleven al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna y a avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo de mi tía Angustias. Me acuerdo que cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía depositaba cinco céntimos en aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Además, se paraba a hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle mentiras o verdades de su vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por Angustias... A veces los ojos se le escapaban en dirección de algún cliente a quien ardía en ganas de saludar y cuya vista estorbábamos mi tía y yo paradas en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:

—¡Conteste! ¡No se distraiga! ¿... Y es verdad que su nietecillo no puede ingresar en el orfelinato? ¿Y su hija murió al fin? ¿Y..?

Al fin terminaba:

—Conste que me enteraré de lo que hay de verdad en todo eso. Le puede costar muy caro a usted el engañarme.

Desde aquellos tiempos ya nos habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso; porque estoy segura de que adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa mansurrona le vagaba por los labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras tanto sus ojos se disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le miraba desesperada.

«¿Por qué no la manda usted a paseo?», le preguntaba yo sin hablar.

Los ojos suyos seguían chispeando.

—Sí, señorita. ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Ay, señorita, lo que pasamos los pobres! ¡Dios y la virgen de Montserrat, señorita, y la virgen del Pilar la acompañen!

Al final recibía su paga de cinco céntimos con toda humildad y zalamería. Angustias respiraba con el orgullo hinchado.

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