Authors: Ben Mezrich
Se llamaba Mark Zuckerberg, era alumno de segundo y aunque Eduardo había pasado bastante tiempo con él en varios actos de Epsilon Pi, además de al menos una fiesta previa—que Eduardo recordara— en el Phoenix, apenas le conocía. La reputación de Mark, sin embargo, le precedía: Mark era un estudiante de informática alojado en la Residencia Eliot; había crecido en Dobbs Ferry, localidad de clase media-alta del estado de Nueva York, hijo de un dentista y de una psiquiatra. En secundaria había sido una especie de
hacker
estrella, tan bueno penetrando sistemas informáticos que había terminado por figurar en alguna lista del FBI, o al menos eso se decía. Fuera eso cierto o no, Mark era ciertamente un genio de la informática. También se había hecho un nombre en Exeter, donde comenzó por afinar sus habilidades programadoras creando una versión informatizada del juego del Risk, para luego crear con un amigo un programa de software llamado Synapse, una extensión para reproductores MP3 que les permitía «aprender» las preferencias del usuario y crear listas de reproducción personalizadas en función de esa información. Mark había colgado Synapse como una descarga gratuita por Internet, y las grandes compañías del sector le habían llamado casi al momento tratando de comprar su creación. Se rumoreaba que Microsoft le había ofrecido entre uno y dos millones de dólares para que fuera a trabajar con ellos… y asombrosamente Mark había rechazado la oferta.
Eduardo no era ningún experto en informática y sabía muy poco de
hackers,
pero el sentido de los negocios le venía de familia y la idea de que alguien pudiera rechazar un millón de dólares le resultaba fascinante… y levemente repelente. Mark era un enigma y sin duda también un genio. Después de lo de Synapse había hecho algo llamado Course Match, un programa desarrollado ya en Harvard que permitía a los alumnos saber las clases a las que se habían matriculado otros alumnos; Eduardo lo había usado un par de veces para seguirles la pista a un par de tías buenas que había conocido en el comedor, aunque con escaso éxito. Pero el programa era lo bastante bueno como para tener muchos fans; la mayor parte del campus apreciaba las virtudes de Course Match, si no las del tío que lo había creado.
Cuando los otros compañeros de fraternidad se fueron a rellenar sus vasos en el bol de ponche, Eduardo aprovechó para estudiar un poco más de cerca a aquel alumno de pelo infantil.
Eduardo siempre había estado orgulloso de su habilidad para ver el fondo de las personas: era algo que le había enseñado su padre, una forma de ir un paso por delante de los demás en el mundo de los negocios. Para su padre, los negocios lo eran todo: hijo de ricos inmigrantes que se habían escapado por los pelos del Holocausto viajando a Brasil durante la Segunda Guerra Mundial, había educado a Eduardo en las verdades a veces duras de los supervivientes; procedía de un largo linaje de hombres de negocios que sabían la importancia de triunfar, fueran cuales fueran las circunstancias. Y Brasil sólo fue el principio: la familia Saverin se había visto obligada a trasladarse casi igual de precipitadamente a Miami cuando Eduardo tenía trece años, al descubrirse que su nombre figuraba en una lista de secuestros posibles a causa del éxito financiero de su padre.
En el instituto, Eduardo se había encontrado a la deriva en un mundo desconocido, tratando de aprender un nuevo idioma —el inglés— y una nueva cultura —Miami— al mismo tiempo. De modo que no sabía nada de ordenadores, pero entendía perfectamente lo que era ser un extraño en un lugar; ser diferente, por cualquier razón.
A juzgar por su aspecto, Mark Zuckerberg era indudablemente diferente. Tal vez fuera por su gran inteligencia, que le impedía encajar incluso allí, entre los suyos, no por ser realmente judíos sino por ser frikis como él; tíos que convertían sus fetiches en algoritmos, que no tenían nada mejor que hacer un viernes por la noche que pasar el rato en una aula llena de papel crepé y carteles chillones, hablando de chicas que no se estaban ligando realmente.
—Esto sí que es una fiesta —dijo Mark finalmente para romper el silencio. Casi no había inflexión en su voz, y Eduardo era incapaz de decir cuál era la emoción (si es que había alguna) que trataba de transmitir.
—Es verdad —respondió Eduardo—. Por lo menos este año el ponche tiene ron. El año pasado creo que era Capri Sun. Esta vez han tirado la casa por la ventana.
Mark tosió, luego alargó el brazo hacia una de las cintas de papel crepé y tocó el tirabuzón que tenía más cerca. La tira adhesiva se despegó y la cinta fue a parar al suelo, sobre sus sandalias Adidas. Mark miró a Eduardo.
—Bienvenido a la jungla.
Eduardo sonrió, aunque el tono uniforme de la voz de Mark no dejaba claro si se trataba de una broma. Sin embargo, le daba la impresión de que había algo realmente anarquista detrás de los ojos azules de aquel alumno. Parecía estar absorbiendo todo lo que tenía a su alrededor, incluso allí, en un lugar con tan pocos estímulos como aquél. Tal vez fuera realmente el genio que todo el mundo pensaba que era. Eduardo sintió repentinamente que quería hacerse amigo de aquella persona, llegar a conocerla mejor. Cualquiera que hubiera rechazado un millón de dólares a los diecisiete años iba a hacer algo en la vida.
—Tengo la impresión de que todo se vendrá abajo en unos minutos —dijo Eduardo—. Me voy otra vez al río… a la Residencia Eliot. ¿En cuál me dijiste que estabas?
—Kirkland —respondió Mark. Hizo un gesto hacia la salida, al otro lado del estrado. Eduardo echó una ojeada a sus otros amigos, que todavía estaban junto al bol de ponche; los cuatro vivían en el Quad, o sea que irían en otra dirección cuando terminara la fiesta. Era una ocasión tan buena como cualquier otra para conocer mejor al asocial genio de la informática. Eduardo asintió, luego siguió a Mark entre la escasa concurrencia.
—Si quieres —propuso Eduardo mientras buscaban la salida rodeando el estrado—, podemos pasarnos por una fiesta que hay en mi residencia. Será una mierda, pero no peor que ésta.
Mark se encogió de hombros. Los dos llevaban el tiempo suficiente en Harvard para saber qué esperar de una fiesta de dormitorio; cincuenta tipos y algo así como tres chicas apiñados en una pequeña habitación con aspecto de ataúd, mientras alguien intenta conseguir de extranjís un barril de cerveza muy barata.
—Por qué no —le respondió Mark por encima del hombro—, tengo unos cuantos ejercicios que hacer para mañana, pero los logaritmos me salen mejor borracho que sobrio.
Unos minutos después habían logrado abrirse paso por el aula hasta la escalera de cemento que llevaba al piso de abajo. Bajaron las escaleras en silencio, hasta salir por una doble puerta a la calma arbolada de Harvard Yard. Una brisa fría se colaba por la delgada tela de la camisa de Eduardo. Éste hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones y apretó el paso por el sendero que cruzaba Harvard Yard. Había una caminata de diez minutos hasta las residencias del río, donde vivían los dos.
—Mierda, estamos a diez grados.
—Más bien cuarenta —respondió Mark.
—Yo soy de Miami. Para mí son diez.
—Pues tal vez haríamos bien en correr.
Mark arrancó a correr a un ritmo moderado. Eduardo le siguió, haciendo esfuerzos para atrapar a su nuevo amigo. Estaban a la misma altura cuando pasaron por delante de la impresionante escalinata de piedra de la Biblioteca Widener. Eduardo había pasado muchas noches perdido entre los estantes de la Widener, leyendo las obras de teóricos de la economía como Adam Smith, John Mills, incluso Galbraith. La biblioteca seguía abierta, a pesar de que era más de la una de la madrugada; una cálida luz naranja se escapaba del vestíbulo de mármol a través de las puertas de cristal y arrancaba largas sombras a los magnificentes escalones.
—Tercero —se lamentó Eduardo cuando doblaban el último escalón de piedra para enfilar hacia el puente metálico que llevaba a Cambridge saliendo de Harvard Yard—, voy a follar entre esas estanterías. Juro que voy a hacerlo.
Era una vieja tradición de Harvard, algo que supuestamente debías hacer antes de graduarte. La verdad era que sólo un puñado de chicos lograban realmente cumplir con la misión. Los estantes de la biblioteca —enormes módulos móviles
y
automatizados dispuestos sobre guías— eran laberínticos y llenaban varios pisos bajo el inmenso edificio, pero siempre había estudiantes y miembros del personal acechando por los estrechos pasillos; encontrar un espacio lo bastante aislado como para realizar el acto en sí ya era toda una hazaña. Encontrar a una chica dispuesta a perpetuar la tradición era aún más improbable.
—Paso a paso —respondió Mark—, tal vez deberías intentar primero llevar a una chica a tu dormitorio.
Eduardo torció el gesto, pero luego volvió a sonreír. Comenzaba a gustarle el cáustico sentido del humor de aquel tío.
—No todo está tan mal. Me han invitado a los cócteles del Phoenix.
Mark le lanzó una mirada cuando giraron la esquina y enfilaron el muro lateral de la inmensa biblioteca.
—Felicidades.
Ahí estaba otra vez, cero inflexión. Pero Eduardo sabía por el leve brillo de los ojos de Mark que estaba impresionado, y no poco envidioso. Esa era la reacción que Eduardo había aprendido a esperar cuando mencionaba lo de los cócteles. Y lo cierto era que no había dejado de mencionar ante todos sus conocidos que estaba cada vez más cerca de convertirse en miembro del Phoenix. Ya había superado tres cócteles; y ahora tenía muchas posibilidades de llevarse el gato al agua. Y tal vez, sólo tal vez, eventos como la fiesta de Alpha Epsilon Pi a la que acababan de sobrevivir, se convertirían en una cosa del pasado.
—Bueno, si al final entro tal vez pueda poner tu nombre en la lista. Para el próximo año. Como alumno de tercero aún podrías entrar.
Mark hizo otra pausa. Tal vez se hubiera quedado sin aire, pero lo más probable era que estuviera procesando la información. Había algo muy informático en su forma de hablar;
input, output.
—Eso sería… interesante.
—Si llegas a conocer a algunos de los miembros, tendrás buenas opciones. Estoy seguro de que muchos de ellos han usado tu programa Course Match.
Eduardo se daba perfecta cuenta al decirlo de lo estúpida que sonaba la idea. Los miembros del Phoenix no iban a perder la cabeza por un chico asocial como Mark por un simple programa informático. No te hacías popular escribiendo programas informáticos. Un programa informático no te metía a ninguna chica en la cama. Te hacías popular —y a veces te ibas a la cama con alguien— yendo a fiestas, ligando con tías buenas.
Eduardo no había llegado aún a ese punto, pero la noche anterior había recibido la crucial invitación para el cuarto ponche. Dentro de una semana, el próximo viernes por la noche, había un banquete en el cercano hotel Hyatt y luego una fiesta en el Phoenix. Era una gran noche, tal vez el último gran cóctel antes de la iniciación de los nuevos miembros. La invitación «sugería» que Eduardo fuera acompañado de una chica a la cena; había oído decir a sus compañeros de clase que los miembros juzgaban a los candidatos en función de la calidad de las mujeres que traían con ellos. Cuanto más guapas sus parejas, más probable era que superaran el último cóctel.
Después de recibir la carta, Eduardo se había preguntado cómo iba a conseguir una pareja —y una pareja de bandera, además— con tan poco tiempo. Las chicas no se peleaban exactamente por meterse en su dormitorio.
De modo que Eduardo se había visto obligado a coger el toro por los cuernos. A las nueve de la mañana, en el comedor de Eliot, se había presentado delante de la chica más cañón que conocía: Marsha, rubia, pechos generosos, en realidad alumna de economía pero con aspecto de alumna de psicología. Sería unos cinco centímetros más alta que Eduardo y tenía una extraña inclinación por las gomas de pelo ochenteras, pero era guapa, estilo pijo del noreste. En pocas palabras, era perfecta para la ocasión.
Para sorpresa de Eduardo, Marsha había dicho que sí. Eduardo se había dado cuenta inmediatamente: era el Phoenix, no Eduardo. Se trataba de ir a la cena de un Club Final. Lo cual corroboró todas las convicciones previas de Eduardo acerca de los Clubs Finales. No sólo eran una poderosa red social, sino que su carácter exclusivo confería a sus miembros un estatus inmediato: la capacidad de atraer a las tías más populares, más buenas, las mejores. Eduardo no se hacía ilusiones respecto a la posibilidad de que Marsha quisiera hacerlo con él entre los estantes de la Widener después de la cena, pero si había alcohol suficiente tal vez le dejaría acompañarla hasta su casa. Aunque ella sólo lo despidiera en la puerta de su dormitorio con un besito, habría llegado más lejos que en los últimos cuatro meses.
Cuando doblaron la esquina trasera de la biblioteca y salieron de la alargada sombra de los arcaicos pilares de piedra del edificio, Mark le lanzó otra de sus impenetrables miradas.
—¿Ha sido todo tal como esperabas?
¿Estaba hablando de la biblioteca? ¿De la fiesta de la que acababan de irse? ¿De la fraternidad judía? ¿Del Phoenix? ¿Dos colgados corriendo por Harvard Yard, uno con una camisa Oxford totalmente abrochada, el otro en bermudas, los dos muertos de frío mientras se esforzaban por llegar a alguna penosa fiesta de dormitorio?
¿Acaso se suponía que la vida universitaria podía llegar a ser mejor para tíos como Eduardo y Mark?
Las cinco de la madrugada.
Un tramo desolado del río Charles, casi medio kilómetro de trazo serpenteante y agua cristalina de color azul verdoso, delimitado por las arcadas de piedra del puente Weeks Footbridge por un lado y por la estructura de cemento y múltiples calzadas del puente de la avenida Massachussets, por el otro. Una frígida extensión de agua en zigzag cubierta por un dosel bajo y pesado de niebla gris, un aire tan húmedo que costaba decir dónde terminaba el río y dónde comenzaba el cielo.
Silencio absoluto, un momento congelado en el tiempo, un único párrafo en una única página de un libro que contenía tres siglos de momentos congelados y expectantes como éste. Silencio absoluto… y de repente un levísimo ruido: el sonido de dos remos que se hunden como dos cuchillos en la fría corriente, pivotan bajo el remolino de agua azul verdosa y hacen palanca hacia atrás en un perfecto y completo matrimonio de la mecánica y el arte.
Un segundo después, una piragua con dos tripulantes salió de la sombra del puente Weeks, seccionando el río por el centro con su cuerpo fálico de fibra de vidrio, como un diamante cortaría un cristal. El movimiento era tan armónico que la embarcación parecía casi parte del agua; el casco curvado de fibra de vidrio parecía una herida abierta en el agua azul verdosa; su avance era tan puro que casi no dejaba estela.