—La ha empujado; le he visto, me toca a mí —espetó Jo con dureza.
—No la he tocado, ¡le doy mi palabra! Puede que la pelota llegase rondando los últimos centímetros, pero eso está permitido, de modo que, por favor, apártese y déjeme seguir.
—En Estados Unidos no solemos hacer trampas. Pero no se prive por mí —replicó Jo muy enfadada.
—Todo el mundo sabe que los yanquis son los más tramposos del mundo. ¡Allá va! —dijo Fred golpeando la pelota de Jo con la suya y lanzándola muy lejos.
Jo abrió la boca con intención de soltar alguna grosería, pero se contuvo a tiempo, se puso roja como un tomate y, sin moverse del sitio, comenzó a dar golpes con el palo en el suelo con mucho empeño, mientras Fred alcanzaba la meta y, exultante, se declaraba salvado. Jo fue a rescatar su bola y tardó un buen rato en encontrarla, pues había ido a parar entre unos arbustos; cuando volvió, tenía el semblante más tranquilo, estaba de mejor humor y esperó pacientemente su turno. Hubo de dar varios golpes para recuperar la posición perdida pero, cuando lo consiguió, el equipo contrario había avanzado mucho; la bola de Kate estaba a unos centímetros de la meta, por lo que les faltaba un tiro para declararse vencedores.
—¡Por Jorge! ¡Estamos perdidos! Kate, dile adiós a tu bola. La señorita Jo me debe una, de modo que estás acabada —exclamó Fred, alterado, mientras los demás se acercaban para ver el desenlace del partido.
—A pesar de su fama de tramposos, los yanquis suelen ser generosos con sus enemigos —explicó Jo lanzando al muchacho una mirada que lo hizo enrojecer—, sobre todo cuando van a derrotarlos —añadió mientras ganaba el partido con un inspirado tiro y sin rozar la bola de Kate.
Laurie arrojó al aire su sombrero pero, comprendiendo eme celebrar la derrota de sus huéspedes sería poco delicado, frenó su entusiasmo y le susurró a su amiga al oído:
—¡Bien hecho, Jo! Ha hecho trampas, yo le he visto. No lo puedo acusar en voz alta, pero tienes mi palabra de que no volverá a ocurrir.
Meg la llevó a un lado con la excusa de arreglarle una trenza suelta y le dijo, en tono de aprobación:
—Este muchacho te ha provocado de mala manera pero tú has sabido mantener la calma. ¡Estoy muy contenta, Jo!
—No me alabes tanto, Meg, podría darle una bofetada ahora mismo. De no haberme quedado entre los arbustos hasta contener mi rabia, seguro que hubiese perdido los estribos. Todavía no estoy todo lo tranquila que quisiera, de modo que espero que ni se me acerque —dijo Jo, mordiéndose los labios mientras observaba a Fred bajo la enorme ala del sombrero.
—¡Es hora de comer! —informó el señor Brooke tras consultar su reloj—. Comisario general, encienda el fuego y vaya a por agua mientras la señorita March, la señorita Sallie y yo ponemos la mesa. ¿Quién sabe hacer un buen café?
—Jo —respondió Meg, encantada de recomendar a su hermana. Y Jo, feliz de poder mostrar sus avances tras las clases de cocina, fue a preparar el puchero mientras los niños recogían ramas secas y los jóvenes encendían el fuego o traían agua de un manantial cercano. La señorita Kate dibujó unos bocetos y Frank conversó un rato con Beth, que estaba trenzando unos juncos para improvisar unos platos.
El comandante en jefe y sus ayudantes pusieron enseguida el mantel y colocaron la comida y la bebida de forma muy decorativa, con hojas verde a modo de centro de mesa. Jo anunció que el café estaba listo y todo el mundo se sentó a disfrutar de una abundante comida, porque la juventud no suele tener problemas de dispepsia y el ejercicio despierta mucho el apetito. Fue una comida muy alegre, desenfadada y divertida, con frecuentes carcajadas que sobresaltaban a un venerable caballo que pastaba cerca. El terreno sobre el que habían colocado el mantel era desigual, lo que provocó no pocos estropicios con tazas y platos; la leche se llenó de bellotas que caían del árbol, un grupo de hormiguitas negras se sumó al festín sin que nadie las invitara y unas velludas orugas se deslizaron tronco abajo para ver mejor qué ocurría. Tras la valla asomaron las cabecitas de tres niños y, desde el otro lado del río, se oyó a un perro ladrar con toda su fuerza.
—Si te apetece, puedes echarles sal —dijo Laurie mientras le tendía a Jo un plato de fresas.
—No, gracias, las prefiero con arañas —repuso ella sacando dos incautas arañas que habían muerto ahogadas en la nata—. ¿Por qué me haces pensar ahora en aquella horrible comida que organicé, con lo buena que está la tuya? —añadió Jo, y ambos se rieron y compartieron plato, puesto que la vajilla se había quedado corta.
—Aquel día me divertí tantísimo que no logro olvidarlo. En cuanto a hoy, no es mérito mío. Yo no he hecho nada. Es todo gracias a ti, a Meg y a Brooke, y por eso me siento en deuda con vosotros. ¿Qué haremos cuando terminemos de comer? —preguntó Laurie, como si la comida fuese su último as en la manga.
—Podríamos jugar hasta que refresque un poco. Yo he traído «Autores» y es posible que la señorita Kate conozca algún entretenimiento nuevo y agradable. Ve a preguntarle; es tu invitada y deberías pasar más tiempo con ella.
—¿Acaso tú no eres mi invitada también? Pensé que se llevaría bien con Brooke, pero a él solo le interesa hablar con Meg y Kate no hace sino mirarlos todo el rato con ese ridículo anteojo que ha traído. De todos modos, iré con tal de que dejes de darme lecciones de urbanidad. No eres la persona más indicada, Jo.
La señorita Kate conocía varios juegos nuevos y; cuando las chicas no quisieron comer más y los chicos no pudieron seguir comiendo, se reunieron todos en la sala de estar para jugar al embrollo.
—Una persona empieza a contar una historia, una cualquiera que le agrade, y se calla en un punto culminante. El siguiente continúa y hace lo mismo. Si se hace bien, resulta de lo más divertido. Al final, la historia acaba siendo un embrollo, una mezcla de situaciones cómicas y dramáticas con la que pasar un buen rato. Por favor, señor Brooke, empiece usted —elijo Kate con un gesto autoritario que sorprendió a Meg, quien solía tratar al tutor con el respeto debido a todo caballero.
El señor Brooke, que estaba tumbado en la hierba entre las dos jóvenes, obedeció y empezó a relatar la historia, con sus hermosos ojos marrones fijos en las brillantes aguas del río, donde se reflejaba el sol.
—Érase una vez un caballero que salió a buscar fortuna por el mundo, pues no poseía nada más que la espada y el escudo. Viajó durante mucho tiempo, casi veintiocho años, y pasó muchas penalidades, hasta que llegó al palacio de un rey, anciano y bondadoso, que había ofrecido una recompensa a quien domase y adiestrase un potro muy rebelde al que tenía en gran estima. El caballero aceptó el reto y fue logrando progresos, lento pero seguro. El potro, aunque caprichoso y salvaje, era gallardo y no tardó en tomar aprecio a su nuevo amo. El caballero lo entrenaba a diario e iba con él a dar una vuelta por la ciudad, momento que aprovechaba para buscar a una bella joven que solo había visto en sueños. Un día, mientras cabalgaba por una calle tranquila, divisó en la ventana de un castillo ruinoso el rostro amado. Encantado, el caballero preguntó quién vivía en el viejo castillo y le contestaron que varias princesas cautivas por culpa de un hechizo y que, para ganar dinero y comprar su libertad, hilaban sin descanso durante todo el día. El caballero deseaba liberarlas, pero era pobre, por lo que se limitó a acudir allí cada día con la esperanza de ver el dulce rostro de su amada a la luz del sol. Al fin, decidió entrar en el castillo y averiguar cómo podía rescatarlas. Fue a la entrada y llamó. La enorme puerta se abrió de par en par y el caballero contempló…
—… a una joven bellísima que, tras un grito de alegría, exclamó: «¡Al fin! ¡Al fin!» —continuó Kate, que había leído muchas novelas caballerescas francesas y era una gran aficionada al género—. «Es ella», dijo el conde Gustave, y cayó rendido a sus pies, henchido de felicidad. «Por favor, levantaos», susurró la joven tendiéndole la mano, de marmórea blancura. «No antes de que me digáis cómo puedo rescataros», afirmó el caballero, aún hincado de rodillas. «Por desgracia, mi cruel destino me condena a permanecer aquí hasta que mi tirano sea derrotado». «¿Dónde está el villano?» «En el salón malva; id, valeroso caballero, y salvadme de la desesperación.» «Así lo haré y ¡volveré victorioso o muerto!». Tras pronunciar aquellas terribles palabras, corrió hacia el salón malva, abrió la puerta de un puntapié y, cuando se disponía a entrar, recibió…
—… un golpe impresionante; un viejo vestido de negro le lanzó un diccionario de griego a la cabeza —siguió Ned—. Sir Como-sea-que-se-llame se recuperó de inmediato, arrojó al tirano por la ventana y se marchó para volver junto a la dama, victorioso, pero con un chichón en la frente; encontró la puerta cerrada con llave, rasgó las cortinas e hizo con ellas una escalera que se rompió cuando no había terminado de bajar, de modo que cayó de cabeza en el foso desde cinco metros de altura. El caballero, que nadaba como un pato, dio varias vueltas hasta llegar a una portezuela custodiada por dos fortachones. Golpeó la cabeza del uno con la del otro, con lo que crujieron como nueces, y después, haciendo gala de su impresionante fuerza, destrozó la puerta, y subió por unas escaleras de piedra cubiertas de una gruesa capa de polvo, con sapos grandes como puños y unas arañas que pondrían histéricas a las señoritas March. Al llegar a lo alto, vio una escena que le heló la sangre y casi le cortó la respiración…
—Tenía ante sí a una mujer alta, vestida de blanco, con el rostro cubierto por un velo y una lamparilla en la mano —prosiguió Meg—. Le indicó por señas que la siguiese y lo condujo, sigilosa, por un pasillo oscuro y frío como una tumba, flanqueado por sombrías efigies con armaduras, en medio de un silencio sepulcral, con la luz azulada de la lámpara de aceite como guía. La fantasmagórica figura volvía la cabeza hacia él de vez en cuando y mostraba, tras el blanco velo, el brillo de unos ojos terroríficos. Llegaron a una puerta con cortinajes tras los que sonaba una música hermosísima. El caballero se disponía a entrar, pero el espectro lo retuvo y agitó ante él, con aire amenazador…