Mujercitas (24 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Mujercitas
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Una de ellas era de su madre y, al leerla, se le encendieron las mejillas y los ojos se le inundaron de lágrimas. La carta decía lo siguiente:

Querida:

Te escribo estas pocas líneas para decirte lo mucho que me satisfacen tus esfuerzos por controlar tu mal genio. Nunca dices nada de tu lucha, tus éxitos y tus fracasos, y puede que creas que nadie los ve, excepción hecha del Amigo, al que supongo pides ayuda cada día, a juzgar por lo gastadas que están las tapas de tu libro de oraciones. Quiero que sepas que yo también los veo y aprecio mucho tu sincero deseo de mejorar, que comienza a dar frutos. Sigue adelante, querida, con paciencia y con coraje, y recuerda que nadie te quiere tan tiernamente ni te comprende mejor que yo.

M
AMÁ

¡Cómo me anima esto, mamá!, se dijo Jo. Tus palabras son más valiosas que una montaña de dinero o de alabanzas. ¡Oh, mamá, no sabes cómo me esfuerzo! Seguiré esforzándome sin desfallecer gracias a tu apoyo.

Recostó la cabeza sobre los brazos y derramó unas lágrimas de felicidad que cayeron sobre el cuento que estaba escribiendo. Había pensado que, en efecto, nadie reparaba en sus esfuerzos por mejorar y por eso el mensaje de su madre era doblemente valioso y motivador, porque era inesperado y provenía de la persona que más respeto le inspiraba. Sintiéndose más fuerte que nunca para vencer a su Apollyón particular, prendió la nota en el forro de su vestido, a modo de escudo protector y recordatorio de que no debía bajar la guardia. Luego procedió a abrir la segunda carta, preparada para encajar tanto buenas como malas noticias. Era de Laurie y, en letra elegante, se leía:

Querida Jo:

Mañana vendrá a casa un grupo de amigos y amigas ingleses con los que espero pasar un buen rato. Si hace buen tiempo, montaré una tienda de campaña en Longmeadow, remaremos en el río, comeremos y jugaremos al cróquet. Encenderemos una hoguera para preparar la comida, como si estuviésemos en un campamento gitano, y estaremos de jarana. Son gente estupenda y les encanta esta clase de fiestas. Brooke también vendrá, para vigilar que nos portamos bien, y Kate Vaughn liará lo propio con las chicas. Quiero que vengáis todas, y eso incluye a Beth, no quiero excusas de ningún tipo, nadie la molestará. No os preocupéis por la comida, yo me encargo de eso y de todo lo demás. Solo venid, estaremos entre amigos.

Ahora te dejo, pues tengo que darme prisa con los preparativos. Con cariño,

L
AURIE

—¡Qué maravilla! —exclamó Jo, que corrió a comunicar a Meg la buena noticia—. Mamá, nos dejas ir, ¿verdad? A Laurie le seríamos de mucha ayuda, porque yo sé remar, Meg puede ocuparse de la comida y seguro que las niñas también pueden colaborar de alguna forma.

—Espero que los Vaughn no sean demasiado mayores y refinados. ¿Qué sabes de ellos? —preguntó Meg.

—Solo que son cuatro hermanos. Kate es mayor que tú, Fred y Frank, que son gemelos, tienen mi edad y Grace, la pequeña, tiene nueve o diez años. Laurie los conoció en el extranjero y trabó amistad con los chicos pero, por la mueca que hace cuando habla de Kate, sospecho que no le cae demasiado bien.

—Menos mal que mi vestido estampado de estilo francés está limpio. Es de lo más adecuado y, además, me favorece mucho —apuntó Meg, complacida—. Y tú, Jo, ¿tienes algo decente que ponerte?

—El traje marinero escarlata y gris me basta y me sobra. Pienso remar y correr, y no quiero que ninguna prenda almidonada me frene. Betty, ¿vendrás?

—Si me aseguráis que ningún chico me dirigirá la palabra.

—¡Ni uno solo!

—Me gusta complacer a Laurie y el señor Brooke no me da miedo, lo encuentro muy amable; pero no quiero cantar, tocar ni tener que decir nada. Me portaré bien y no molestaré a nadie. Jo, si puedo contar con tu protección, iré.

—¡Esta es mi chica! Me encanta ver que intentas superar tu timidez. Luchar contra nuestros defectos es difícil, lo sé muy bien, pero una palabra de aliento siempre ayuda. Mamá, gracias por todo —dijo Jo, y le dio un beso en la mejilla, que la señora March apreció mucho más que si le hubieran devuelto la rosada tersura de su juventud.

—Yo he recibido una caja de chocolatinas y un dibujo que quería copiar —explicó Amy mostrando su correo.

—A mí el señor Laurence me ha enviado una nota para pedirme que toque para él esta noche, antes de que enciendan las lámparas, y por supuesto pienso ir —dijo Beth, cuya amistad con el anciano señor seguía creciendo.

—Bueno, démonos prisa y adelantemos trabajo para que mañana podamos divertirnos sin remordimientos —dijo Jo, preparada para cambiar la pluma por la escoba.

A la mañana siguiente, cuando el sol entró en el dormitorio de las jóvenes para anunciarles un buen día, vio una escena muy cómica. Todas se ocupaban de los preparativos que consideraban necesarios para la
fête
. Una hilera de papeles para rizar el flequillo cruzaba la frente de Meg, Jo se había aplicado una gruesa capa de crema en la cara para aliviar el malestar de las quemaduras solares, Beth se había llevado a la cama a Joanna para que la inminente separación no fuese tan dura, y Amy, superando en espectacularidad al resto, se había puesto una pinza en la nariz para levantar su humillante apéndice. Era la clase de pinza que los artistas usan para sujetar el papel al tablón de dibujo y, por ello, le parecía de lo más adecuada y eficaz para este nuevo propósito. Al sol debió de hacerle mucha gracia la escena porque se adentró en el dormitorio con una fuerza tal que despertó a Jo, quien a su vez despertó al resto con las carcajadas que le provocó ver el adorno de Amy.

El sol y las risas auguran un buen día de fiesta, y en ambas casas se inició enseguida una animada actividad. Beth, que fue la primera en estar lista, informaba de lo que ocurría en la casa vecina y entretenía a sus hermanas mientras se arreglaban con sus frecuentes telegramas desde la ventana.

—¡Allí va un hombre con la tienda! La señora Barker está guardando la comida en una cesta grande y otra pequeña. El señor Laurence acaba de echar un vistazo al cielo y a la veleta. ¡Me encantaría que nos acompañase! Ahí está Laurie, parece un marinero, ¡qué guapo está! ¡Oh, no! Está llegando un carruaje lleno de gente… una joven alta, una niña y dos niños ¡horribles! Uno de ellos está cojo, ¡pobrecito! ¡Lleva una muleta! Laurie no nos lo dijo. Daos prisa, chicas, que se está haciendo tarde. Vaya, ahí está Ned Moffat. Mira, Meg. ¿No es el muchacho que te saludó el otro día, cuando estábamos comprando?

—Así es. ¡Qué raro que venga! Pensé que estaba en casa de los Mountain. Y ahí viene Sallie; me alegra que haya vuelto a tiempo. Jo, dime, ¿estoy bien? —preguntó Meg, muy nerviosa.

—Pareces una flor. Ponte bien el vestido y endereza tu sombrero; inclinado queda algo cursi y, además, saldrá volando como sople un poco de aire. Ahora sí. ¡Vamos!

—Eh, Jo, no pensarás llevar ese sombrero, ¿verdad? ¡Es horrible y queda demasiado ridículo! No trates de parecer un chico, querida —la reprendió Meg mientras Jo se sujetaba con un lazo rojo el sombrero de paja y ala ancha, pasado de moda, que Laurie le había enviado a modo de broma.

—Claro que pienso llevarlo. ¡Es estupendo! Protege del sol, es ligero y grande. Será divertido. Además, si me siento cómoda, me da igual parecer un chico —afirmó Jo, que emprendió la marcha muy decidida, seguida por las demás. Formaban un grupo resplandeciente, todas tan bien arregladas, con trajes estivales y el rostro alegre bajo los desenfadados sombreros.

Laurie corrió a darles la bienvenida y les presentó a sus amigos con gran cordialidad. El jardín se convirtió en un improvisado recibidor en el que permanecieron durante varios minutos. Meg agradeció que la señorita Kate, a pesar de tener veinte años, vistiese con una sencillez que las jóvenes norteamericanas harían bien en imitar, y se sintió especialmente halagada cuando Ned, todo un caballero, aseguró que había aceptado la invitación para verla de nuevo. Jo comprendió enseguida por qué Laurie fruncía la boca al hablar de Kate; la joven tenía un aire distante y envarado que contrastaba con la actitud desenfadada y natural del resto de las muchachas. Beth observó a los niños y concluyó que el cojo, lejos de ser «horrible» como había pensado, era educado y débil, y decidió mostrarse más atenta con él precisamente por eso, Grace le pareció a Amy una personita alegre y bien educada; después de mirarse fijamente en silencio durante varios minutos, se hicieron grandes amigas.

La tienda, la comida y los útiles aguardaban en el lugar de la fiesta, por lo que el grupo subió a dos barcas que partieron a la vez, mientras el señor Laurence los despedía agitando el sombrero desde la orilla. Laurie y Jo remaban en una barca, y el señor Brooke y Ned en la otra, mientras Fred Vaughn, el gemelo travieso, entorpecía el avance de ambas moviendo el remo sin ton ni son desde una chalana. El divertido sombrero de Jo resultó de lo más útil. Al principio, les permitió romper el hielo, puesto que provocó más de una carcajada; después, levantó una suave y agradable brisa al aletear con los movimientos que hacía Jo al remar y, como ella mismo hizo notar, si les sorprendía un chaparrón todos podrían guarecerse en él como si fuera un paraguas. Los modales de Jo tenían a Kate perpleja. Le sorprendió oírla exclamar «¡Por Cristóbal Colón!» cuando le resbaló el remo de las manos, y observar que Laurie, que le puso el pie al acomodarse en la barca, le decía: «Querida amiga, ¿te he hecho daño?». Sin embargo, después de examinar con su anteojo a la peculiar joven, la señorita Kate decidió que era «rara, pero lista» y le sonrió desde lejos.

En el otro bote, Meg gozaba de una excelente posición, frente a los dos remeros, que admiraban la vista y manejaban las palas con una destreza y un empeño nada habituales. El señor Brooke era un joven serio y discreto, con unos hermosos ojos marrones y una voz muy agradable. A Meg le gustaba su carácter tranquilo y le consideraba una enciclopedia ambulante, una fuente de saber. No solía hablar mucho con ella, pero sí la miraba con frecuencia y ella estaba segura de que no lo hacía con animadversión. Ned, que estaba en la universidad, adoptaba el aire de superioridad que los estudiantes de primer año parecen considerar un deber ineludible; no destacaba por su inteligencia, pero era un joven alegre, de buen carácter, el acompañante perfecto para una tarde de picnic. Sallie Gardiner estaba concentrada en dos asuntos: por un lado, mantener impoluto su vestido de piqué blanco y, por otro, charlar con Fred, que parecía poseer el don de la ubicuidad y no paraba de asustar a Beth con sus travesuras.

Longmeadow no quedaba lejos de la casa pero, cuando llegaron, encontraron la tienda montada y todo dispuesto en un prado con tres robles de copa ancha en el centro y una zona despejada convertida en campo de cróquet.

—¡Bienvenidos al campamento Laurence! —dijo el joven anfitrión cuando todos bajaron de las barcas entre exclamaciones de júbilo—. Brooke será el comandante en jefe; yo, el comisario general, los demás jóvenes tendrán el rango de oficiales y las damas formarán la compañía. La tienda está a vuestra disposición; el primer roble es la sala; el segundo, el comedor, y el tercero, la cocina. Ahora, vayamos a jugar un rato antes de que haga demasiado calor; comeremos después.

Frank, Beth, Amy y Grace se sentaron para ver jugar a los ocho restantes. El señor Brooke formó equipo con Meg, Kate y Fred, y Laurie lo hizo con Sallie, Jo y Ned. El equipo de los ingleses jugó bien, pero el de los estadounidenses lo hizo mejor y defendieron su territorio con el mismo entusiasmo con el que los colonos proclamaron la independencia el 4 de julio de 1776. Jo y Fred tuvieron varios encontronazos y, en una ocasión, estuvieron a punto de protagonizar una riña sonada. Jo acababa de fallar un lanzamiento y estaba de muy mal humor. Le llegó el turno a Fred, que se encontraba junto a ella; la bola dio en un palo y no se coló por muy poco. El joven aprovechó que no había nadie cerca para empujarla discretamente con el pie antes de que los demás llegasen a comprobar si había o no entrado.

—¡Lo he logrado! Ahora, señorita Jo, la pondré en su sitio y la ganaré —gritó el joven caballero, que se preparó para dar un nuevo golpe.

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