Authors: Alicia Giménez Bartlett
—La vida es una mierda.
—Jodida de verdad. ¿Piensas darle tiempo para reflexionar a él también?
—No sé qué pienso, ni siquiera he tenido ocasión de plantearme seriamente lo que quiero.
—Yo te aconsejaría que empezaras a buscar un trabajo.
Noté en su voz algo cercano al escándalo y la incredulidad.
—Petra, aprecio tu sentido de lo práctico, pero antes de hacer ninguna otra cosa me gustaría comprender.
—Comprender ¿qué?
—La manera de actuar de mi marido.
—Amanda, el amor no es materia analizable, se siente o no se siente; pero con dificultad puede encontrársele un sustrato racional.
Dejó la taza de té sobre la superficie de la mesa dando un golpe más fuerte de lo normal.
—¡Sustrato racional! ¡Hay que ver, Petra! ¿Has sacado ese estilo un frío de la policía?
—¡Pero Amanda, me refiero a...!
—¡Dime si tiene o no un sustrato racional que hayamos pasado un montón de años juntos, que tengamos dos hijos, que yo abandonara mis estudios para casarme con él!
—Bueno, de acuerdo, ha sido una expresión desafortunada, pero el trasfondo es el mismo: Enrique no va a poder darte buenas razones para que tú las aceptes, simplemente porque carece de ellas.
—¿Qué es lo que valoran los hombres, Petra? Tú debes saberlo, has estado casada dos veces. ¿De qué modo funcionan esas mentes estrechas?
Me abandonaron las fuerzas, y noté cómo los músculos me pesaban. En poco tiempo la misma pregunta. Los hombres y las mujeres. La imposible generalización. El deseo de despersonalizar al máximo el dolor para repartirlo entre una comunidad genérica y antigua. No era sorprendente; lo único curioso es que se me considerara una experta en la materia cuando mi bagaje era sólo de fracasos. ¿No viene un divorcio tras el fracaso de un matrimonio? ¿Qué podía yo saber de las seriadas estirpes de Adán y Eva una vez expulsados del Paraíso? Aunque lo más probable es que tampoco se esperara ninguna respuesta de mí, sino sólo que sirviera de interlocutora paciente y amable.
—Los hombres son muy egoístas —acerté a decir en un delirio de vulgaridad.
—Enrique ha sido un marido perfecto.
—Pues entonces...
—¿Entonces?
—Entonces déjalo marchar y no le guardes rencor.
Volvió a llorar con una amargura que me asustó. Las lágrimas le caían silenciosas y se precipitaban en su jersey. Si pudiéramos evitar el dolor amoroso, los humanos seríamos una raza omnipotente, pensé. No existía consuelo posible. Ni ella misma sabía de qué estaba compuesta su desesperación: pena por la pérdida, miedo al futuro, ego dolido, humillación social, decepción, sensación de tiempo dilapidado... semejante mezcla, cuando hubieran transcurrido unos años, sería considerada como experiencia de la vida y contaría como un tanto a su favor. ¿Atemperaría eso su sufrimiento si se lo decía? No, a buen seguro me lanzaría la tetera a la cabeza si me atrevía a soltarle algo así. Tampoco estaba convencida de que el conocimiento y la experiencia tuvieran mucho que ver entre sí. ¿No sería preferible estudiar en los libros, meditar en lo abstracto, en vez de ir dando trompicones por la existencia? ¿No se perdía con la llamada experiencia capacidad de dilucidación? Serví una nueva taza de té. Mi hermana estaba llorando a moco tendido y a mí sólo se me ocurría ponerme a filosofar. Me pregunté qué se esperaría de mí en una ocasión como aquélla. Era inútil disimular, cada uno es como es, de modo que le pregunté a Amanda:
—¿Tú crees que los sentimientos forman parte del conocimiento global?
Amanda empezó a reír otra vez, entre sollozos.
—¡Por Dios, Petra!, ¿es así como resuelves los casos? ¿Cuando te encuentras a un tío destripado en la Morgue empiezas a preguntarte por el ser y el no ser?
Solté una carcajada.
—A veces, sí. Lo cual pone de muy mala uva a mi compañero Garzón.
—Me siento solidaria con él.
A ambas nos habían educado en el sentido del humor. No existe herencia más rica. Aproveché la apertura del claro para intentar que escampara de una vez, al menos aquella noche.
—Justamente, estoy llevando un caso que me ha puesto en contacto con las delicias de ser mujer.
—¡Ah, maravilloso, de ésas puedo dar fe yo también!
—Sí, ya te contaré todo lo que me permita la discreción profesional. Pero, de momento, te diré lo que vamos a hacer. Mañana me tomaré la tarde libre e iremos a experimentar todas las cosas que teóricamente detesto, pero que quizás en la práctica no estén mal.
—¿Qué te propones hacer conmigo?
—Iremos a que nos den un masaje relajante, drenante y todo lo demás. Después una limpieza de cutis. Más tarde, un buen corte de pelo. Maquillaje, manicura, pedicura y sol artificial. Después intentaremos abrirnos paso entre las hordas de admiradores callejeros enloquecidos por nuestra belleza e iremos a cenar.
—¿Tanta historia para acabar en un chino?
—¿En un chino, dices, en un chino? Querida, voy a llevarte a un restaurante donde sirven lo impensable: comida afrodisíaca, hidromiel y tapas de maná.
—¿Crees que podrán asarme una buena chuleta?
—Te pasarán a fuego lento la mismísima costilla de Adán.
—Entonces, no puedo asegurarte que no se me atragante.
Reímos de buena gana y, antes de que su risa volviera a devenir en llanto, fuimos a hacer su cama y preparar su habitación.
El madrugón del día siguiente me sentó como un tiro, pero si de verdad pensaba tomarme la tarde libre en honor a mi hermana, no tenía más narices que aprovechar el tiempo y hacerle caso al despertador. Llegué a comisaría en lo que a mí me pareció la madrugada. Pregunté por mis recados, cogí las direcciones que Abascal me había dado y salí galopando antes de poder encontrarme con alguien. Necesitaba tener la mente despejada. Nadie me había advertido cómo se las apaña uno con los confidentes, de modo que iba a tener que sacar de mis recursos ocultos una buena cantidad de improvisación.
La primera dirección que me había dado Abascal correspondía a un bar. El nombre del confidente era Francisco Pazos. Pregunté por él en la barra y la dueña me informó de que solía ir a desayunar alrededor de las diez. Hubiera podido ganar un par de horas de sueño, pensé, y me dejé caer con indolencia en un taburete como si fuera una puta que vuelve de una noche cansada. Algo debió entrever la propietaria del local, porque sin demasiadas contemplaciones me preguntó:
—¿Quieres café? Sin tomar nada no puedes estar aquí.
—Sí, claro que quiero café, y también un cruasán.
La mujer suspiró largamente y movió la cabeza. Sin duda se compadecía de mí por la vida arrastrada que llevaba. Me miré en el espejo desconchado que ornamentaba la barra. ¿Realmente tenía aspecto de prostituta? La superficie, nada complaciente, me devolvió una imagen descuidada. Llevaba los pelos en desorden, me había puesto un jersey negro que parecía heredado y mi gabardina se superponía al desastre demostrando que tampoco había nacido ayer. Bien, si seguía sin preocuparme del desaliño que amenazaba mi existencia, cualquier día pasaría la noche en comisaría, acusada de ejercer la mendicidad. Ninguna prostituta se hubiera atrevido a salir con semejante pinta. En el fondo, me divertía que me tomaran por alguien de vida azarosa. ¿Podría pasar también por una yonki de cierta edad? Puse cara de estar fastidiada cuando llegó el café, una vena histriónica imparable se me desató. Me acodé con gesto rendido y soplé de medio lado sobre la taza. La mujer del bar me miró y por fin dijo:
—No has tenido una buena noche, ¿verdad?
—Fatal —contesté echándole coraje.
—Hay que tener valor para pasar la noche por ahí, en serio. Muchas veces pienso en vosotras y la mala vida que lleváis. ¿Es que no hay otras maneras de ganarse los duros?
—Supongo que sí —aventuré.
—Ya, pero hay que currar demasiado, ¿no?
Chisté, temiendo estar llevando el malentendido demasiado lejos. Mojé mi pasta en el café y pedí a los cielos que aquella mujer se olvidara de mí. Como broma ya era suficiente. Pero los cielos no me escucharon y enseguida preguntó:
—¿Tienes hijos?
—No.
—Menos mal. Lo peor es que seres inocentes hayan de pagar por nuestras miserias.
Pensé en la posibilidad de enviarla al infierno y pedirle que me dejara en paz; pero entonces la conversación tomó derroteros imprevistos.
—El otro día se me fue la chica que ayuda en la cocina. Dice que ha encontrado algo mejor. Ella sabrá. El caso es que me he quedado sin nadie que eche una mano. Por las mañanas y las noches ya puedo apañarme, pero a mediodía viene bastante gente a comer. Hay que dejar las patatas y las verduras peladas desde el día anterior, y con lo reventada que voy...
Me di cuenta con cierto retraso de que se proponía ofrecerme trabajo de un momento a otro, como así fue.
—Si tú quieres quedarte... la paga no es gran cosa, pero desde luego da para vivir si no pides mucho.
Mis ojos la miraban con espanto. Casi me atraganté. En aquel momento apareció un hombrecillo con
look
patibulario que a mí me pareció todo un caballero salvador. La mujer se interrumpió y dijo señalando al recién llegado con desprecio:
—Ahí tienes a tu hombre.
Me incliné hacia el identificado como Francisco Pazos y, cogiendo mi taza, le hice una señal con la cabeza para que nos dirigiéramos a una mesa. Sólo me faltaba en aquellos momentos que la patrona oyera mi conversación.
Con bastante lógica, el individuo preguntó:
—¿Quién es usted?
Y yo, con la taza ya colocada fuera del alcance auditivo de mi benefactora, respondí:
—Soy Petra Delicado, inspectora de policía.
El tipo, que iba a sentarse más o menos mosqueado, al oír mi nombre pegó un salto casi circense y exclamó gritando:
—¿Qué? ¡Pero qué coño! ¿Qué carajo hace aquí?
La mujer, desde la barra, saltó como una exhalación.
—¡Cuidado con lo que hacemos, Pazos, en mi casa ni hablar! No te pases ni un pelo que a mí llamar a la policía no me cuesta demasiado, ¿eh?
Bajó la voz. Me miró con desespero.
—¿Cómo se le ocurre que nos veamos aquí?
—¿Conoce un sitio mejor? —contraataqué a voleo.
Suspiró como si tuviera que enfrentarse al más torpe de los alumnos y, acto seguido, su expresión se tornó de pavor.
—¿Ha traído coche?
—Lo tengo en un aparcamiento, en la calle Comerç.
—Vaya delante, yo la seguiré.
Pagué la consumición sintiéndome observada. Cuando iba a ganar la puerta, la mujer me soltó:
—¡Oye, piensa en lo que te he dicho! Por lo menos no tendrías que aguantar a tipos como ése. ¡Puede que vivieras mejor!
—Lo pensaré —dije por salir del paso. Y oí cómo ella exclamaba en una cansada media voz:
—No, no lo pensarás.
Una vez en la calle caminé mirando de cuando en cuando con discreción hacia atrás. Pazos me seguía. Nada más entrar en el coche, él abrió la portezuela de al lado y se sentó. Estaba indignado.
—Le he dicho muchas veces al comisario que si ustedes no tienen cuidado se acabarán los informes. ¡A quién se le ocurre venir al bar donde siempre desayuno!
Obviamente había metido la pata, y con tal profundidad que no me quedaba más alternativa que sacar virtud del error. Ahuequé la voz hasta encontrar un tono que incluso a mí me pareció irreal.
—Oiga Pazos, deje de joder. Lo del bar ha sido un primer aviso para refrescarle la memoria en caso de que hoy no la tenga en forma.
No se amilanó. Estaba asombrado.
—¿Qué? Pero ¿quién coño es usted? A mí la policía nunca me habla así.
—Lo siento, es mi estilo, y no pienso cambiarlo para no herir su fina sensibilidad.
Cabeceó, indignado.
—¿Qué carajo quiere saber?
—A Ernesto Valdés, el periodista, se lo ha cargado un profesional. Creemos que tú sabes quién ha sido.
Soltó una falsa carcajada que atronó el coche por completo.
—¡Cojonudo! ¿Quiere que le dé el nombre directamente o le paso un fax a comisaría?
—No me haces ni puta gracia —farfullé.
—Oiga, inspectora, del asesinato de Valdés yo no sé nada. ¿Sabe usted lo que cuesta enterarse de quién hace un trabajo profesional?
—Te pagaremos más de lo habitual.
—No se trata de eso; es que no lo sé. Esto no es como cuando una maestra pregunta en clase. No sé si ya se ha dado cuenta.
No podía soportar que se me subiera a las barbas por haber detectado mi falta de experiencia en casos como aquél. Saqué la pistola y se la hinqué en los genitales. Atónito, se tensó, arrimando la espalda contra el asiento.
—Oye tío, yo no soy una maestra, pero algo te voy a enseñar. Si no me dices inmediatamente todo lo que sabes acabaré por volarte esto blando y pequeño que tienes aquí.
—A mí, la policía nunca...
—¡Corta ese rollo ya! En este momento la policía soy yo. Y si no estás convencido te lo voy a demostrar enseguida. Te seguiré por todas partes, Pazos, de uniforme, ya has visto que no me cuesta demasiado darme a conocer. Te seguiré y te esperaré a la puerta de tu casa. Te señalaré con el dedo. Y si no te mata nadie en cosa de cuatro días, entonces yo te castraré, te lo juro por Dios.
Había empezado a sudar, ya completamente convencido de que mi locura ponía en cuestión su inviolabilidad de confidente.
—Lo siento, inspectora, lo siento. No quería ofenderla, hablo en serio. Pero puedo asegurarle que no conozco al tipo que se cargó a Valdés.
—Dime lo que hayas oído por ahí.
—El otro día Higinio Fuentes comentaba algo, pero creo que hablaba de oídas.
—¿Qué dijo?
—Nada en particular, que la poli lo tendría crudo para resolver este crimen, algo así. Ya ve que no era gran cosa. Hable con él.
Guardé la pistola. El tipo suspiró. No se atrevía a volver a renegar contra mí, pero me miraba pensando aún que estaba loca.
—No sé qué mosca le ha picado, inspectora. No tenía motivos para tratarme tan mal, soy un buen colaborador.
—¿A qué te dedicas cuando no colaboras?
—Bueno, hago mis trabajillos.
—Eres proxeneta, ¿verdad?
—Tengo mis chicas, y no me va mal.
—No sé por qué me das más asco, Pazos, si por ser chulo o por ser soplón; pero de todas maneras me das asco. Lárgate de aquí. Y lo dicho, si me entero de que sabes algo y no quieres soltarlo, iré a visitarte de uniforme. El uniforme me sienta muy bien.