Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¡Eso sí es una novedad en ti! ¿Vas a salir a cenar?
—No te quepa ni la menor duda. No sé si sola o acompañada, pero saldré.
—Me gusta que estés en tan buena disposición.
—¿En qué tal disposición estás tú?
Hubo un largo silencio de mi hermana. Por fin dijo:
—Estoy bien. Enrique se marchó. Fue un poco duro verlo llevarse sus cosas pero... en fin, lo superaré. Estoy buscando trabajo.
—Es una gran idea.
—Sólo espero que el trabajo no me absorba tan completamente como a ti.
—¡Seguro que no, el tuyo será un trabajo normal! Ser policía no es un trabajo normal, es el colmo de las abominaciones, es... bueno, ya viste lo que es.
—A mí los policías no me parecieron nada mal.
—¡Ya sé, no me lo recuerdes!
Amanda se echó a reír. Me alegró que riera, era lo mejor que podía hacer. ¿Para qué emborronar la vida con manchas de tragedia si al final todo acaba por ser cotidiano, repetido, habitual?
Mi siguiente llamada telefónica tuvo como destinatario a Fermín Garzón. Tal y como había imaginado, estaba aún en comisaría.
—¿Se puede saber qué coño hace en su despacho si son cerca de las nueve?
—¡Joder, pues trabajar! Arreando con el informe de los hechos antes de que lo escriba a su manera el inspector Moliner.
—Serénese, Fermín; este caso es nuestro aunque tengamos que linchar a los culpables como demostración.
—¡Joder, no estaría tan mal! ¿Por qué me ha llamado?
—Para invitarlo a cenar. ¿Qué me dice?
—Que sí, a ver qué demonio le voy a decir.
—Si tiene que hacer un sacrificio...
—Usted sabe que un sacrificio de vez en cuando templa el carácter, fortalece el espíritu, anima a ser mejor.
—En ese caso, hágalo, creo que es usted francamente mejorable.
Oí su aguardentosa risa intentando ser reprimida.
—Le recojo en media hora —dije, y colgué.
Bueno, ¿me había puesto tan elegante para cenar con un compañero de trabajo con el cual jamás se me ocurriría ligar? La respuesta era: no. Me había puesto tan elegante porque necesitaba limpiar de mí los últimos retazos de delito, de muerte, de sospecha y culpabilidad. Y oler bien, también necesitaba oler bien.
El hecho de cenar con el subinspector no era en absoluto circunstancial. Los dos vivíamos solos y nos conocíamos desde hacía tiempo. Habíamos conservado sin embargo la costumbre de intentar intimar lo menos posible; lo cual es absolutamente civilizado. Aquella noche hablaríamos sin duda de la complejidad existente en las relaciones humanas. Nuestros comentarios se extenderían sobre los ex esposos que se avienen a colaborar, las amantes justicieras, los maridos abandonados, las esposas despechadas en trance de recuperación. Con temas semejantes, era casi seguro que no llegaríamos a ninguna conclusión, a no ser aquella tan obvia de que en el mundo es creciente la soledad. Por supuesto, la soledad del subinspector y la mía no tenían nada que ver con las soledades forzosas que la gente se ve obligada a aguantar. No todo el mundo podía entrar en nuestro selecto club. Ni hablar, para eso es imprescindible un cierto
back-ground
, un soplo de
savoir-faire
, una pizca de
numerus clausus
. No forma uno parte de la élite de los solitarios así como así.
En fin, sea como fuere, resultó una velada divertida. Garzón ponderó mi belleza y yo ensalcé su sentido del deber. Después, acabamos comiendo jamón ibérico en una tasca de la Barceloneta, siguiendo su elección. Dijo que si llegaba a encontrarse con alguien de la jet, le sentaría mal la cena, y en un restaurante popular parecíamos estar a cubierto de tal riesgo. De cualquier manera, el vino era glorioso, la concurrencia honesta y el jamón exquisito. Habíamos resuelto un caso y salvado la piel. La noche estaba tibia y cerca se encontraba el mar Mediterráneo. Me llegaba el olorcillo amable del perfume que me había puesto en las muñecas mezclado con los efluvios del vino y el café. Nunca se me hubiera ocurrido aspirar a algo más.
Barcelona 19-11-1999