Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Qué derecho tiene a conocer datos de la investigación? No está aquí como periodista, sino como acusado.
—¡Me da igual, no hablaré, no lo haré! No me utilizará como a uno de esos desgraciados a los que detienen cada día.
El abogado intentaba aplacarlo tomándolo del brazo, llevándolo hacia su silla. Sin duda, se encontraba consternado por el cariz imprevisible que estaba tomando la actitud de su defendido. Yo, por el contrario, empecé a ver entrar luz por las fisuras de su carácter. Miré a Garzón, que se mantenía hierático e inexpresivo. Quizá era el momento de atreverse a otro procedimiento heterodoxo.
—Nogales, ¿quiere pactar conmigo?
La sacudida que dieron Garzón y el abogado fue de las mismas características. Luego, ambos se tensaron a la vez. Nogales levantó la vista hacia mí y recuperó su cordura.
—¿Qué pacto quiere hacer?
El abogado intentó interrumpir, pero Nogales le mandó callar. Yo tenía los ojos fijos en él.
—Usted me lo cuenta todo desde el principio y yo le informo sobre la confesión de ese hombre.
—¿Confesión significa que...?
—Atienda a lo que le digo, por favor. En el fondo, no tiene nada que perder. Sólo le pido que me facilite el trabajo de deducción; la parte básica del caso ya está resuelta, y usted va a ser acusado de la muerte de Valdés.
—Está bien —susurró.
—Inspectora, debo advertirle que... —dijo el abogado.
—Y que su abogado salga de esta habitación; eso también está incluido en el trato —añadí.
—Él también debe marcharse —dijo Nogales señalando a Garzón.
No había ningún motivo para que atendiera semejante exigencia, pero accedí. Fue innecesaria cualquier orden; sólo ante mi mirada indecisa, el subinspector salió sin hacer el menor comentario. La mirada de Nogales a su abogado resultó más demorada y amenazante. Al final, abandonó también la sala de interrogatorios con el miedo y la alarma pintados en la cara.
—Puede empezar —me autorizó Nogales. Yo sonreí:
—¿Es posible que aún no se dé cuenta de cuál es su situación? Adelante, Nogales, puede empezar y recuerde que aquí las órdenes las doy yo.
—Hubiera confesado lo que sé de todas maneras, porque la explicación de lo que sucedió me exculpará en gran parte.
—Estoy en ascuas por conocer su exculpación.
Acusó mi ironía con un levísimo plegamiento de labios y prosiguió.
—Conocí a Marta Merchán en una fiesta, en la embajada de Francia. Ella había ido desde Barcelona representando a la marca comercial para la que trabajaba. Nos enamoramos en muy poco tiempo. Tengo casi cincuenta años y soy soltero. Nunca antes me había enamorado. Cuando me enteré de que era la ex mujer de Ernesto Valdés, me fastidió: mucha carnaza para mis enemigos. Decidimos dejar pasar un tiempo antes de dejarnos ver juntos en público. En ese lapso, Marta tuvo ocasión de conocerme como soy en realidad.
—¿Cómo es en realidad?
—Un hombre ambicioso, inspectora, ¿no se había fijado?
—Supongo que sí.
—A Marta se le ocurrió un plan que podría ayudarme profesionalmente. Su ex marido trasegaba una gran cantidad de basura informativa. Ella pensó que quizá ciertos datos sobre la vida privada de personajes políticos podrían interesarme, y me puso en contacto con él.
—Y usted le pagaba por cada información.
—Tanto si la utilizaba como si no.
—¿Eran chantajeadas las personas implicadas? —Se quedó callado—. Conteste, por favor.
—En última instancia, sí.
—No le entiendo, explíquese mejor.
—Yo quería los datos sólo para fines profesionales; pero si decidía no publicar la información dejaba que Valdés les sacara dinero. Por el contrario, si los datos pasaban al periódico, sólo le pagaba yo.
—¿Con fondos de
El Universal
?
Introdujo una pausa muy larga y luego dijo escuetamente:
—Sí.
—En cualquier caso, usted ya había obtenido lo que quería, ¿verdad Nogales? Podía controlar a esos personajes que tenían algo que ocultar. Se convertía usted en un hombre todopoderoso en la sombra. Las posibilidades de influencia en políticos y empresarios eran ilimitadas: nombramientos, alianzas, incluso derrocamientos de gobiernos enteros... Han corrido rumores de que la finalidad última de su actuación de denuncia periodística era entrar en política.
—Eso excede el ámbito de esta declaración y no le contestaré.
—Digamos sólo que su interés no era el dinero.
—Mi interés era en el fondo el bien de este país, evitar que políticos corruptos llegaran al poder o se perpetuaran en él, yo he sacrificado muchas horas y mucho bienestar...
Lo interrumpí con toda la frialdad de la que fui capaz:
—Como muy bien ha dicho antes, sus motivos exceden el ámbito de esta declaración.
—Lleva razón, dudo que a la policía le importen las razones de nadie.
—Siga, por favor.
—Valdés me dijo que podíamos establecer un cerco de presión en torno al ministro de Sanidad. Había contactado con Rosario Campos y ella incluso se avino a colaborar, por dinero, naturalmente, no le pida ideología a según quién. Algo se torció entre ellos y esa chica amenazó a Valdés con destapar todo el tinglado. Me lo comentó, le aconsejé que le ofreciera alguna cantidad superior a la establecida, pero esa bestia de Valdés, ese hijo de la gran puta, sin decirme nada, sin avisarme, sin contar conmigo, se la cargó. ¡Hubiera querido morirme cuando me enteré!
—¿Cómo se la cargó? ¿Contrató a alguien?
—¡No lo sé!
—Piense, por favor; eso es importante.
—Creo que lo hizo algún colaborador suyo en quien tenía confianza, pero no me dijo quién. Daba igual, el mal ya estaba hecho. Debía parar a aquel tipo, era un asesino, era un peligro, había sentado un precedente terrible, ¿no se da cuenta? Yo no tengo entre mis planes matar y Valdés era incontrolable.
—De modo que, para no convertirse en un asesino, le asesinó. Puso a uno de sus periodistas a investigar en el mundo de los matones profesionales y, cuando tuvo bastantes datos, usted mismo contactó con uno y le encargó el asesinato de Valdés. Ya no era su cómplice, ya no podía hablar, casi todo quedaba enterrado. Sólo le faltaba saber quién había sido el ejecutor real de Rosario Campos, dato que Valdés no había querido pasarle. Ésa ha sido su espada de Damocles, ¿verdad? Fuera quien fuese, no habló. Todo limpio, sin sospechas y con un solo cabo suelto, un riesgo que debía correr.
—El que haya matado a un asesino para impedirle que continuara en una dinámica de muerte me exculpará en gran parte, ya lo verá.
—Sí, apuesto a que le condecoran. ¿La Gran Cruz del mérito civil sería suficiente para usted? Y dígame, ¿qué papel ha desempeñado Marta Merchán en este asunto?
—Absolutamente ninguno; a no ser ponerme en contacto inicial con su ex.
—Parece mentira, amigo mío, a lo mejor es verdad que es usted un idealista incapaz de ver la realidad.
—¿Qué está insinuando?
—¿No ha pensado usted en la posibilidad de que su maravillosa amante también estuviera obteniendo beneficio económico de las transacciones que usted hacía con Valdés?
—¡Eso no es cierto!
—Tenemos pruebas de que existía un pacto entre los dos. Marta Merchán ha estado haciendo inversiones extrañas de cantidades de dinero que sus ingresos no pueden justificar.
—No la creo.
—Es indiferente que me crea o no. Sospechamos que tiene más dinero escondido en alguna parte. Estoy convencida de que pronto aparecerá.
—Es ridículo, ella no hubiera hecho eso jamás.
—Acabemos de una vez, Nogales. Ahora, atendiendo a nuestro pacto entre caballeros, yo le contaré lo que debo contarle. Le diré que es improbable que el sicario a quien hemos detenido haya asesinado a Marta Merchán.
La inquietud afloró a su rostro con enorme fuerza.
—¿Por qué?
—Su hombre sí se cargó a nuestro confidente y a su mujer; pero no hay pruebas para atribuirle la muerte de Marta.
—¿Cómo que no hay pruebas, y el método, y la munición? Usted me dijo...
—Me equivoqué. Marta Merchán murió apuñalada por alguien de complexión mucho menor que la de su profesional. Lo siento, me equivoqué.
Un rubor súbito apareció en su rostro. Los ojos, también enrojecidos, se le licuaron. Apretó las mandíbulas y se lanzó sobre mí. Intenté repelerlo, pero me apretaba el cuello con fuerza inusitada. Inmediatamente entró un policía seguido de Garzón. Lo agarraron, le golpearon los brazos, pero tuvo que entrar otro policía y desenganchar aquellos dedos como garfios de mi garganta. Lo atenazaron, me separé; sin embargo, nada pudo impedir que, en el último instante, me escupiera en la cara.
—¡Zorra, zorra! —murmuró.
Garzón hizo ademán de darle un mamporro con su puño sano, pero se lo impedí:
—¿Está loco, Fermín? ¡Ni lo toque! ¡Llévenselo!
Los policías lo flanquearon. Entonces, Nogales abandonó la ira de improviso, perdió también la compostura, se aterrorizó:
—Inspectora, la chica, Raquel, tengan cuidado, pueden matarla a ella también. Cualquiera puede hacer cualquier cosa, ya no comprendo nada, ya no sé...
—Las cosas se le han escapado de las manos y ya no puede rectificar. Es uno de los riesgos que sufre un manipulador.
Di orden de que se lo llevaran. El subinspector me tendía desde hacía un buen rato un pañuelo de papel. Yo estaba alterada, resollante, sin haber aterrizado aún en mi estado normal.
—Límpiese, inspectora, venga conmigo.
Me condujo del brazo por el pasillo hasta llegar frente al lavabo de señoras.
—Entre ahí y lávese la cara, Petra, se encontrará mejor.
Le obedecí. Me aboqué a la pileta bajo el grifo. Dejé correr el agua largamente, me restregué. La sensación de asco remitió levemente. Me incorporé y el espejo me trajo la imagen de una mujer con arrugas marcadas, tensa, pálida como la muerte, el cuello surcado de marcas rojizas. No era yo, nada tenía que ver conmigo aquel rostro alterado, aquella locura insinuada de los ojos. Yo debía de estar en algún otro lugar, atractiva, serena, dueña de mí.
Garzón y yo tomamos litros de té, como primera providencia, antes de empezar nada, antes de darles tiempo a nuestras neuronas de ejercer la menor reacción. Té verde, té ruso, té de roca... El camarero de aquel establecimiento especializado pensó que debía avisarnos de las propiedades excitantes de la teína, pero era justo lo que necesitábamos, un poco de excitación. Yo, después de reportar con Coronas, me había quedado lánguida como una hoja de sauce. El muy cabrón, en vez de felicitarnos por lo bien que nos habíamos movido, aludió a que el caso quedaba aún sin cerrar. «Sólo faltan los flecos», me atreví a responder. Entonces él montó en cólera como un jinete monta en su corcel: «¿Los flecos, los flecos dice? ¿A dos muertos les llama usted flecos? Más de uno se haría con esos flecos un bonito mantón.» «Del asesinato de Rosario Campos únicamente debemos averiguar el autor material», argüí. No recuerdo muy bien qué contestó, pero sé que hizo alusiones a nuestros planes o más exactamente a qué coño pensábamos hacer. Luego, en el colmo de la horterada y la ingratitud, comentó lo caro que resultaba mantenernos desplazados en Madrid. Le pedí que nos diera una tarde para decidir nuestra estrategia, y de esa tarde ya habíamos empleado dos horas baldías tomando té.
—¿Qué vamos a hacer, Fermín?
—¿Se encuentra ya en condiciones de pensar?
—Deje de preocuparse, estoy bien.
—Si falla la mente, fallará todo lo demás.
—¿Se ha vuelto usted un gurú?
—Hago mis pinitos en meditación.
—Pues medite sobre a quién pudo contratar Valdés para quitarse de en medio a la amante del ministro.
—Nogales mencionó a un buen colaborador.
—¡Vaya usted a saber, Valdés pudo decirle cualquier cosa! Quizá incluso la mató él personalmente.
—No creo que tuviera huevos. No, para hacer algo así haría falta alguien que estuviera más en contacto con la realidad callejera, alguien que tuviera facilidad para encontrar una pistola y usarla.
—¿Volvemos a la hipótesis de otro asesino a sueldo?
—Si es así, ya puede echarle un galgo por siempre jamás. Nunca descubriremos quién fue.
Garzón pidió un té árabe y se puso a mirar cómo subían y bajaban los piñones que llevaba en suspensión. Llamaron a mi móvil.
—¿Petra? Soy Moliner. La chacha cantó en el interrogatorio de ayer por la noche. La Merchán le pagaba por esconder dinero negro en su casa.
—Ese dinero ha pringado a todo cristo.
—El dinero pringa siempre.
—¿Hay algo más?
—Volveré a interrogar a Raquel, pero creo de verdad que estaba fuera del jaleo.
—¿La estáis protegiendo? Nogales insinuó que podía correr peligro.
—Se lo comentaré al comisario, pero anda cabreado.
—Ya lo sé.
—De momento, la chica vive en casa de su tía, no creo que pueda pasarle nada.
—Depende de quién matara a su madre, y de por qué.
—¿Vais a venir pronto? Me gustaría que le dieras una ojeada a todo el asunto.
—Volveremos, Moliner, volveremos, no pensamos quedarnos en la capital para toda la vida. Sentimos gran añoranza pero aún quedan cosas que resolver.
Garzón seguía absorto en la contemplación de los piñones.
—Y digo yo, inspectora...
Conocía bien aquel inicio de frase, era el de las grandes deducciones, el de las consecuencias sacadas a contrapelo, el de las frases que aspiran a convertirse en historia.
—Y digo, en fin, se me ocurre decir que... nosotros conocemos a una colaboradora de Valdés, quizá la única. Además, ésta sí conocía la calle.
—¿Maggy?
—No tenía otra. Según nos dijo la directora de la cadena, Maggy era su brazo derecho, la persona en quien confiaba plenamente, su factótum. Él la puso donde estaba.
—¿Maggy le era fiel hasta el punto de matar?
—No creo que contara con más posibilidades de trabajo que las que Valdés pudiera ofrecerle; a no ser volver a ser camarera en un bar o limpiadora nocturna. Él pudo amenazarla con el despido.
—Pero Maggy nos ayudó a atrapar a Nogales.
—Eso no prueba nada. Nogales no puede perjudicarla. Es posible incluso que haya querido que atrapáramos al asesino de su jefe.
Nos miramos con intensidad.
—No hay pruebas contra ella, a no ser la mención imprecisa del colaborador —dije, intentando eliminar cualquier falsa ilusión.