Muertos de papel (5 page)

Read Muertos de papel Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Muertos de papel
4.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dejé la prensa apilada en un montón y me decidí a levantarme y darme una ducha. ¡Ya estaba bien de Ernesto Valdés, aquel tipejo no tenía ningún derecho a infiltrarse en mi vida privada como siempre había hecho en las vidas de los demás! Pero iba a ser realmente difícil librarse de él. Tras la ducha fui a la cocina para prepararme huevos y tostadas, encendí la televisión y en menos de dos minutos volvió a aparecer Valdés con su cara de águila morena. El locutor del noticiario aseguraba que podría tratarse de un crimen pasional y que la policía carecía de pistas definitivas. ¿Quién coño habría sido el portavoz subnormal que había pasado semejante versión a los medios? Varios nombres de compañeros me vinieron a la mente, pero desestimé pedirles explicaciones. Estaba bien, que dijeran lo que quisieran, que le echaran un poco de morbo a la cosa. Los periodistas lo necesitaban para su trabajo y yo no pensaba hacer ninguna declaración. ¿Pasión era lo que querían?, ¡pues pasión iban a tener!, quizá no anduvieran tan desencaminados. En el fondo todo aquel alboroto constituía una especie de restitución para la sociedad: el hombre que vivía de meterse entre sábanas ajenas acababa teniendo los ojos del público fijos en su mortaja.

Después de zamparme los huevos me sentí mucho mejor. Estaba tan relajada que ni siquiera me enfadé cuando Garzón me llamó por teléfono con la pretensión de trabajar. Me limité a decir de modo civilizado:

—No, hoy no me pagan, y por lo tanto me siento liberada del deber.

—Inspectora, no sería propiamente trabajar, sino echar una ojeada a un material que he recopilado.

—¿Pornografía dura?

—Algo así. He conseguido varios vídeos de programas de Valdés, y también sus últimos reportajes en las revistas. Pensé que no estaría de más saber a qué se dedicaba y como no andamos sobrados de tiempo en jornada laboral...

Hice un ruido de difícil interpretación.

—¿Ha dicho algo? —preguntó.

—No, sólo estaba vomitando el desayuno ante la perspectiva de ver los vídeos de Valdés.

—Serán sólo un par de horas; tiempo de tomar una copa y comentar la cuestión.

—Esta mañana no puedo, me voy a una exposición de Chagall.

—¿Y esta tarde?

—Tampoco, voy al cine. Hay una película que hace tiempo que quiero ver.

—Será una de esas películas en versión original.

—¡Exacto, una película danesa! ¿Qué me dice del domingo por la tarde?

—¡Bueno, justamente el domingo por la tarde...!

—Suele ser un día tranquilo.

—Pero hacen un partido de fútbol interesante por televisión.

—¡No sea decadente, Fermín, el fútbol es siempre igual!

—¡Más iguales son siempre los cuadros de Chagall, que como ya está muerto no puede pintar otros nuevos!

—Puede que lleve razón, pero la idea de trabajar en fin de semana fue suya, no mía.

Cedió, no le quedaba más remedio si de verdad pretendía como siempre cumplir con sus obligaciones. ¿Cuál era el misterio de Fermín Garzón?, ¿en serio le gustaba su trabajo hasta el punto de no poder desconectarse de él? Yo me temía que se tratara de una cuestión de años y costumbre, con lo cual intuía que aquello alguna vez llegaría a sucederme a mí también.

Cuando llegó el domingo por la tarde me di cuenta de que no habíamos determinado en cuál de las dos casas se celebraría la reunión. Le llamé. Me sorprendió diciendo que ya había previsto un tentempié para cenar, de modo que aparecí en su puerta a las nueve como un clavo.

Todo estaba preparado para una concienzuda sesión de trabajo. Sobre una mesita baja se apilaban las revistas del corazón y un paquete de vídeos descansaba a su lado. ¿Podría soportarlo? Garzón me animó. No debía preocuparme, un poco de basura sólo era eso, un poco de basura, ¿o acaso prefería la sordidez de los bajos fondos que a menudo nos veíamos obligados a visitar?

—No sé, Fermín, al menos en los bajos fondos piensas que se encuentran los desechos de la sociedad, aquellos que por una u otra razón viven al margen. Pero aquí nos encontramos con una porquería que le gusta paladear al ochenta por ciento de la gente.

—¿Y qué?, eso es alentador; lo contrario sería reconocer que los delincuentes constituyen una raza aparte, y usted sabe muy bien que no es así. Resulta que todo el mundo se pirra por las habladurías, la trastienda familiar, la porquería... nadie es puro, inspectora.

—Ya, pero el sentido de la estética...

Abrí una de las revistas por la mitad. Una serie de invitados a un bautizo se arrebujaba en un grupo compacto para poder salir en la foto. Su aspecto general era atroz: ellas llevaban trajes ceñidos de colores pastel con la falda por encima de las marchitas rodillas, pamelas dejadas caer en sus cabezas como escombros en un vertedero, joyas que afloraban con el brillo del oro por cualquier resquicio. Los caballeros se empaquetaban en trajes de alpaca opalescente, enlazaban sus gargantas con corbatas azul cielo y se maltrataban los pies encapsulándolos en cámaras de charol con la punta afilada.

Una troupe de monos amaestrados me hubiera parecido mucho más bella.

—Y estos tíos con pinta de horteras, ¿quién
coño
son?

Garzón lanzó una mirada por encima de mi hombro.

—¡Joder, Petra, pues si ésos le parecen horteras...! Mire lo que dice el titular, es el bautizo de los hijos de los marqueses de Hoz, y todos los que ve forman parte de la nobleza.

—Yo creía que la nobleza ya había decaído por completo, pero al parecer les quedan aún varios escalones por bajar.

—Pues espere a ver a los cantantes de tercera, a las folklóricas, a los presentadorzuelos de televisión, a los hijos de los famosos en edad de merecer...

—No siga, aún estoy a tiempo de dimitir.

—No se deprima, ya verá que la especialidad de Valdés era darles caña. Acabará por caerle simpático. Abra esa revista por la sección que él firma.

Fui pasando desganadamente página tras página, todas plagadas de trasgos y horrores. Por fin llegué a una columna en la que Garzón me hizo parar.

—Lea, lea —exclamó gozoso.

Leí, mucho menos entusiasmada que él:

«Albertito de las Heras, que ha dejado deudas y cuentas pendientes incontables en Marbella, dice ahora que va a abrir un restaurante en Madrid. La verdad es que no sabemos en qué parte del establecimiento va a colocarse, si de pinche de cocina o en la caja registradora para poder meter mano a la recaudación antes de pagar a sus empleados. Aunque lo más probable es que se dedique a alternar con los clientes, sobre todo con las clientas, a las que seguro gustará un montón como hasta ahora ha sucedido siempre, ya que a Albertito no se le conoce más mérito que el vivir para, por y de las damas; ¡y no me refiero a un juego como el del ajedrez!»

Me quedé estupefacta. Volví la cara hacia el subinspector, que observaba mi reacción lleno de confianza.

—¿Lo ve? Sabía que se quedaría sorprendida.

—¡Pero si lo insulta sin ningún rubor! Lo que no entiendo, Fermín, es cómo este tío que cita en el artículo no se querella inmediatamente contra él.

—Pues porque el tal Albertito debe de ser un zascandil de mucho cuidado, sin contar con que lo más probable es que le guste que hablen de él, aunque sea en esos términos. La mayoría de esos tipos viven de la publicidad, buena o mala da lo mismo.

—Pero algunas cosas pueden perjudicarles.

—Sin duda alguna, pero se aguantan, porque a lo mejor los insultos dan en el clavo y es mejor no «meneallo». La verdad es que hay protestas contra Valdés, continuas protestas y réplicas por parte de la gente a quien vapulea, pero su índice de querellas judiciales ha sido mínimo.

Garzón se había documentado sobre el tema con mucha profundidad adelantándose al curso de la investigación. Pensé que debía estar seguro de que acabaríamos desembocando en lo profesional una vez explorado el círculo privado del muerto. Seguí leyendo en voz alta, presa de una repentina curiosidad.

«Nacha Domínguez, la pequeña de los Domínguez, parece que por fin va a casarse con su novio de última hornada, el cantante hispanoamericano Chucho Álvarez. No sabemos el éxito que Chucho tiene en su país; pero lo cierto es que aquí no lo conoce nadie. Da igual, la pareja carece de problemas económicos porque de todos es sabido que ella ha heredado un pastón de su abuela. Lo que no sabemos es si se lo ha gastado todo en la operación de estética que se ha hecho para la boda. Puede que no sea ya nunca más una mujer rica pero no cabe duda, a tenor de toda la silicona que le han puesto en los labios, de que siempre podrá besar al novio con enorme pasión.»

Tartamudeé varias veces hasta conseguir decir:

—¡Pero esto es terrible, Fermín, infamante!

Garzón contestó con una sonora carcajada.

—¡Pues qué se creía, inspectora!

—¿Cómo se puede ser tan rastrero, tan malintencionado, tener un estilo tan zafio?

—Era el natural de Valdés, no le costaba nada encontrar ese punto.

—¡Vaya tipo!

—Ése era Valdés y ése era el mundo en el que se movía, y en el que tendremos que movernos a partir de ahora usted y yo.

—Lo intuía, y por eso he querido retrasar al máximo nuestra entrada en el baile, pero nunca pensé que la indignidad llegara a tanto.

—Vamos a tomar un bocado y luego pasamos a la televisión.

—No sé si tengo estómago para comer.

—Ya verá la empanada que he preparado, le encantará.

Por muchos ingredientes que contuviera la empanada de mi compañero, nunca superaría la mezcla de mal gusto, rencor y bajeza que cocinaba Valdés. Comprendí en qué consistía el cambio de estilo en la prensa rosa al que aludía el artículo leído ayer, pero no podía comprender el porqué de su éxito. ¿Quién podía revolcarse con gusto en semejante fango? Sin duda las personas sobre quienes recaían los primores de tal bazofia periodística nunca estarían en la lista de ningún premio Nobel, ni eran grandes hombres, ni benefactores de la humanidad. A buen seguro ni siquiera podía afirmarse de ellos que fueran personas íntegras y cabales, pero en cualquier caso ¿qué gozo cabía extraer de su humillación pública?

Garzón no era de mi parecer. Él opinaba que la mayor parte del género humano anda más que atribulado con su vida diaria. En el trabajo, en el hogar, en sus relaciones corrientes, el ciudadano medio debe bajar la cabeza y tragar amargura con una frecuencia alarmante.

—¡Por eso les gusta comprobar que aquellos que aparentemente tienen más suerte son tratados al final por el mismo patrón! —concluía entre migajas de empanada.

—Es un triste consuelo.

—No hay consuelo alegre, inspectora, y éste encima es barato, y se puede comentar con los amigos, y se puede exagerar, y comparar con casos conocidos y...

—¡Va usted a acabar diciéndome que nos encontramos ante una panacea social!

—En cierto modo lo es, aunque no creo que sea ésa la razón por la que la fórmula se cultiva cada vez más, sino por el dinero que produce.

—Una fórmula sucia y rastrera.

—También las patatas lo son, y mire cuánta gente se alimenta con ellas. Y hablando de comer, ¿qué le ha parecido mi empanada?

—Francamente sobrenatural. ¿Cómo la ha hecho?

—Con paciencia y amor.

—¿No piensa descubrirme la receta?

—Me parecería impropio de bregados policías estar intercambiando recetas de cocina. Mejor tomamos un postre de basura concentrada.

Metió una cinta de vídeo en su aparato y bajó la intensidad de la luz.

—Preparada, inspectora, vamos a seguir solazándonos con las hazañas del muerto, como sucedía con el Cid Campeador.

Unos títulos de crédito ruidosos informaban del inicio de un programa llamado
Latidos
. En un plató decorado con colores estridentes se mostraba un semicírculo de sillas en las que se sentaban diferentes hombres y mujeres. Frente a éstos había una especie de estrado con un solo asiento donde se aposentaba el invitado de honor. Garzón me sopló en voz baja que los del tribunal eran los periodistas, todos al mando de Valdés, que ocupaba un lugar eminente y dirigía la sesión de preguntas y respuestas. La primera encartada era una muchacha joven de aspecto rozagante. «Ésta es la esposa del actor Víctor Doménico, que la acaba de abandonar por una azafata de Iberia», volvió a apuntarme mi compañero. Asistimos entonces a un espectáculo curioso, una especie de juego repugnante en el que los periodistas incitaban a la invitada a hacer declaraciones punzantes y envenenadas contra el hombre que ahora era su enemigo. De modo sibilino, conociendo bien la psicología humana y probablemente la escasez de luces de la chica, los periodistas del hemiciclo tocaban los puntos candentes en los que estaban seguros de que ella iba a hacer una cascada de afirmaciones airadas. Pues bien, cuando las hacía, cuando confesaba demasías como que su marido era pendenciero y bebedor en la intimidad, o que había contratado a una abogada para poder dejarla en la ruina, era el momento indicado para que el propio Valdés saltara sobre ella y la convirtiera de acusadora en acusada. Con los ojos abiertos como platos vi a aquel hombrecillo de mirada penetrante y nariz ganchuda soltar frases llenas de furia como: «¿Y no es cierto que tú lo incitabas a beber con tus continuos coqueteos entre sus amigos?» o «Pero tú también has contratado a un abogado que tiene la consigna de tirar a matar, incluso de pagar a testigos falsos». La infeliz se defendía como podía, en muchas ocasiones demostrando que también los imbéciles poseen una vesícula de veneno presto a ser escupido sobre el adversario. Si he de decir la verdad, todo aquello me pareció un espectáculo perturbador que movía a sentir vergüenza ajena y a lamentar que los lobos fueran una especie en extinción por culpa de dejar más espacio al hombre civilizado.

Cuando todo aquel despropósito hablado a gritos concluyó, el subinspector rebobinó la cinta en silencio y me miró de modo interrogante.

—¿Qué le ha parecido?

—Insultante.

—Sabía que le parecería espantoso.

—Pero lo que a mí me parezca no es lo peor, Fermín. Lo peor es lo que esto demuestra. Cualquiera, absolutamente cualquiera de los tipos a quienes Valdés humilla así, ha podido cargárselo.

—No sea ingenua, Petra, la gente a quien entrevista Valdés cobra por ir a su programa y sabe muy bien a lo que va.

—Parece que no conozca usted los recovecos del alma humana. Ya me imagino que están dispuestos a cualquier cosa cuando se presentan como presa del tigre, pero ¿y después, cuando solos en su habitación recapacitan y piensan y regurgitan lo que ha pasado? Estoy convencida de que alguno de ellos no ha podido digerir su papel. Póngase usted mismo en la piel de quien intenta dormir después de haber sido vapuleado en público por ese hombre. ¿No le aflorarían a la mente momentos de la entrevista, la cara aviesa de Valdés acosándolo, sus ojos carroñeros, la salivilla que despide su boca?

Other books

The Red Abbey Chronicles by Maria Turtschaninoff
Blacklist by Sara Paretsky
Lore vs. The Summoning by Anya Breton
What Happened to Ivy by Kathy Stinson
Por quién doblan las campanas by Ernest Hemingway
The Ogre Downstairs by Diana Wynne Jones
Bearing It by Zenina Masters