Muerte en la vicaría (7 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Muerte en la vicaría
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Griselda abrió la boca con intención de hablar pero, por algún extraño motivo, volvió a cerrarla.

Los labios de Lettice se entreabrieron en una extraña sonrisa.

—Creo que regresaré a casa para contarle a Anne que Lawrence ha sido detenido.

Salió por la puerta ventana. Griselda se volvió hacia miss Marple.

—¿Por qué me pisó usted?

La vieja solterona estaba sonriendo.

—Creí que iba usted a decir algo, querida. A veces es mejor que las cosas sucedan por sí mismas. No creo que esa niña sea en realidad de mente tan vaga como parece. Tiene una idea definida en la cabeza y está obrando desde luego en consecuencia.

Mary golpeó la puerta del comedor y entró.

—¿Qué sucede? —preguntó Griselda—. Recuerde que no debe usted golpear las puertas. Se lo he dicho ya en otras ocasiones.

—Pensé que pudieran ustedes estar ocupados —repuso Mary—. El coronel Melchett ha llegado. Quiere ver al amo.

El coronel Melchett es el jefe de policía del condado. Me puse en pie en seguida.

—Pensé que no le gustaría que le hiciesen esperar en la entrada y le hice pasar al salón —prosiguió Mary—. ¿Retiro el servicio?

—Todavía no —repuso Griselda—. Ya le avisaré.

Se volvió hacia miss Marple y yo salí del comedor.

C
APÍTULO
VII

E
L coronel Melchett es un hombre pequeño y delgado, que acostumbra a resoplar súbita e inesperadamente. Su cabello es rojizo y sus ojos azules son vivos y brillantes.

—Buenos días, vicario —dijo—. Feo asunto, ¿verdad? Pobre Protheroe. No es que fuera amigo mío, por cierto. Creo que nadie le apreciaba. Su muerte le habrá causado a usted muchos inconvenientes, supongo. Espero que su esposa lo haya tomado con calma.

Repuse que Griselda no estaba más excitada de lo normal.

—Mejor. Es muy desagradable que sucedan cosas así en la casa de uno. Debo admitir que me ha sorprendido el joven Redding, haciendo tal cosa. No se ha preocupado por los sentimientos de los demás.

Me invadió un loco deseo de reír pero, evidentemente, el coronel Melchett no veía nada extraño en la idea de que un asesino debiera tener en cuenta los sentimientos de la gente.

—Debo admitir que me sorprendí cuando me informaron que fue a la comisaría a entregarse —prosiguió el coronel Melchett, dejándose caer en una silla.

—¿Cómo ocurrió?

—Anoche, alrededor de las diez, se presentó, tiró la pistola encima de la mesa y dijo: «Yo le maté». Así, tal como suena.

—¿Qué motivo alegó?

—Ninguno. Se le previno, naturalmente, que sus palabras podrían ser empleadas contra él, pero se limitó a reír. Dijo que había venido a verle a usted y que encontró a Protheroe. Discutieron y le mató. Se niega a manifestar el motivo de la querella. Oiga, Clement, de usted para mí, ¿sabe usted algo de ello? He oído rumores de que se le había prohibido la entrada en Old Hall. ¿Por qué? ¿Sedujo quizá a la hija? Queremos evitar mezclarla en la encuesta, en cuanto sea posible. ¿Fue ése el motivo?

—No —repuse—. Puede usted creer que fue algo completamente distinto, pero nada más puedo decirle en este momento.

Asintió con la cabeza y se levantó.

—Prefiero que sea así. La gente habla mucho. Hay demasiadas mujeres en esta parte del mundo. Debo irme. He de ver a Haydock. Salió a visitar un enfermo, pero ya debe estar de regreso. No me importa decirle que me apena lo de Redding. Siempre le creí un buen muchacho. Quizá los abogados encuentren una buena base para su defensa. Debo irme. ¿Quiere acompañarme?

Dije que sí y salimos juntos.

La casa de Haydock está al lado de la mía. Su criada dijo que el doctor acababa de regresar y nos hizo pasar al comedor, donde Haydock se disponía a engullir un plato de huevos con jamón.

Me saludó con una amable inclinación de cabeza.

—Siento no haber estado en casa antes —dijo—. Se trataba de un caso grave. He permanecido levantado la mayor parte de la noche a causa del asesinato. He extraído la bala.

Puso una cajita encima de la mesa. Melchett la examinó.

—¿Calibre veinticinco?

Haydock asintió.

—Reservaré los detalles técnicos para la encuesta —dijo—. Cuanto necesita usted saber por ahora es que la muerte fue instantánea. ¡Muchacho estúpido! ¿Por qué lo haría? A propósito, es extraño que nadie oyera el disparo. Me sorprende de veras.

—Sí —asintió Melchett—. Es realmente sorprendente.

—La ventana de la oficina da al otro lado de la casa —dije—. Con la puerta del estudio cerrada, y cerradas también las de la despensa y de la cocina, no me extraña que nadie lo oyera. La cocinera estaba sola en casa.

—De todas maneras —insistió Melchett—, es raro. Me pregunto si la vieja miss Marple lo oiría. La ventana del gabinete estaba abierta.

—Quizá sí —dijo Haydock.

—No lo creo —afirmé—. Hace poco rato estuvo en la vicaría y no habló de ello. No hubiera dejado de mencionarlo, en caso contrario.

—Acaso oyó el disparo, pero no le dio importancia. Pudo pensar que era producido por el escape de un coche.

Me llamó la atención que Haydock estuviera tan jovial y de buen humor aquella mañana. Tenía el aspecto de una persona que trata de reprimir un desacostumbrado buen humor.

—¿No han pensado ustedes en un silenciador? —añadió—. Eso solucionaría el asunto. Nadie hubiera podido oír el disparo.

Melchett negó con la cabeza.

—Slack no encontró ninguno. Se lo preguntó a Redding, pero éste pareció no saber de qué le hablaban y negó rotundamente haber empleado uno. Supongo que podemos creer sus palabras.

—Sí, claro que sí.

—¡Condenado muchacho! —exclamó el coronel Melchett—. Lo siento, Clement; pero, realmente, lo hizo. No puedo imaginármelo como un asesino.

—¿Algún motivo? —preguntó Haydock, apurando la taza de café y echando hacia atrás la silla.

—Dijo que discutieron, se excitó y disparó contra él.

—Acaso quiere que se le acuse de homicidio y no de asesinato —observó el médico, meneando la cabeza—. No hubo ninguna discusión.

—No creo que tuvieran tiempo de discutir —dije, recordando las palabras de miss Marple—. Acercarse a él cautelosamente, disparar, poner el reloj a las seis y veintidós y salir le debió ocupar todo el tiempo que estuvo en la casa. Jamás olvidaré su cara cuando le vi junto a la verja, ni la forma en que me dijo: «¿Debe ver a Protheroe? ¡Ya le verá!» Eso hubiera debido hacerme sospechar lo que unos momentos antes había sucedido en el gabinete.

Haydock me miró.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Cuándo cree usted que Redding le mató?

—Unos minutos antes de llegar yo a la casa.

—Imposible, totalmente imposible. Hacía mucho más tiempo que había muerto.

—Pero usted dijo que media hora era solamente un cálculo aproximado —dijo el coronel Melchett.

—Media hora, treinta y cinco minutos, veinticinco, acaso, pero no menos. De lo contrario, el cuerpo hubiera estado aún caliente cuando yo llegué.

Nos miramos asombrados. La cara de Haydock cambió de color. Me pregunté a qué se debería.

—Pero, amigo Haydock —repuso el coronel—, Redding admite haberle asesinado a las siete menos cuarto.

Haydock se puso en pie.

—¡Le digo que es imposible! —exclamó—. Si Redding afirma que mató a Protheroe a las siete menos cuarto, miente. Soy médico y sé lo que digo. La sangre había empezado a coagularse.

—Si Redding miente… —empezó a decir Melchett.

Calló y meneó la cabeza dubitativamente.

—Será mejor que vayamos a la comisaría y le interroguemos —dijo.

C
APÍTULO
VIII

C
AMINÁBAMOS en silencio hacia la comisaría. Haydock acortó el paso y me dijo en voz baja:

—No me gusta el aspecto que toman las cosas. No me gusta. Hay algo que no comprendemos.

Parecía realmente preocupado.

El inspector Slack estaba en la comisaría y pocos momentos después nos encontramos cara a cara con Redding.

Estaba pálido y agotado, pero tranquilo, maravillosamente tranquilo, dadas las circunstancias. Melchett resopló.

—Mire, Redding —dijo—. Tengo entendido que ha hecho usted una declaración al inspector Slack. Dice que fue a la vicaría aproximadamente a las siete menos cuarto, encontró allí a Protheroe, discutió con él, le mató y salió de la casa.

—Sí.

—Voy a hacerle algunas preguntas. Ya ha sido advertido de que no está obligado a contestar. Su abogado ha…

Lawrence le interrumpió:

—Nada tengo que ocultar. Yo maté a Protheroe.

—Sí —dijo Melchett, resoplando—. ¿Cómo fue que tenía una pistola?

—La llevaba en el bolsillo.

—¿También cuando fue a la vicaría?

—Sí.

—¿Por qué?

—Siempre la llevaba.

Había vuelto a vacilar antes de contestar y tuve la certeza de que no decía la verdad.

—¿Por qué retrasó usted el reloj?

—¿El reloj?

Pareció asombrado.

—Si. Las manecillas señalaban las seis y veintidós.

Una expresión de temor se retrató en su cara.

—¡Oh, sí! Ah… Sí, yo…, yo lo retrasé.

Haydock habló súbitamente:

—¿Dónde disparó contra el coronel Protheroe?

—En el gabinete de la vicaría.

—Me refiero a qué parte del cuerpo.

—¡Oh! A la cabeza, creo. Sí, a la cabeza.

—¿No está usted seguro?

—No veo la necesidad de que me hagan estas preguntas, puesto que saben muy bien dónde le herí.

Sus palabras sonaban a falso. Se produjo cierta conmoción en la comisaría. Un agente trajo una nota.

—Es para el vicario. Urgente.

La abrí y la leí:

«Por favor, por favor, venga a mi lado. No sé qué hacer. Es algo terrible. Debo hablarle. Venga en seguida, por compasión, y traiga a quien quiera con usted.

Anne Protheroe»

Me volví significativamente hacia Melchett. Me comprendió. Al salir juntos, miré a Lawrence Redding brevemente. Sus ojos estaban clavados en el papel que yo tenía en la mano. Pocas veces he visto una mirada de angustia y desesperación tan terrible.

Recordé a Anne Protheroe sentada en el sofá del gabinete, diciendo: «Estoy desesperada». Entonces comprendí la posible razón de la heroica acusación que así mismo se hizo Redding.

Melchett habló con Slack.

—¿Ha averiguado usted los movimientos de Redding durante el día? Parece que existen motivos para creer que mató a Protheroe antes de lo que dice. Ocúpese de ello.

Se volvió hacia mí y, sin hablar palabra, le entregué la nota de Anne Protheroe. La leyó y frunció los labios, asombrado. Después me miró interrogativamente.

—¿Es esto lo que insinuó esta mañana?

—Sí. No estaba seguro entonces de si era mi deber hablar. Ahora lo estoy.

Le conté seguidamente lo que vi aquella noche en el estudio.

El coronel habló unos momentos con el inspector y después nos dirigimos hacia Old Hall. El doctor Haydock vino con nosotros. Aunque nos sorprendió que viniera.

Un mayordomo muy correcto abrió la puerta.

—Buenos días —dijo Melchett—. Haga el favor de decir a la doncella de mistress Protheroe que avise a su señora de que deseamos verla, y vuelva después aquí para contestar algunas preguntas.

El mayordomo se retiró rápidamente y no tardó en regresar diciendo que había cumplido lo ordenado.

—Vamos a hablar de lo sucedido ayer —dijo el coronel Melchett—. ¿Comió su señor en casa?

—Sí, señor.

—¿Tenía el humor de costumbre?

—No observé ningún cambio en él, señor.

—¿Qué sucedió después?

—Una vez terminada la comida, mistress Protheroe se retiró a sus habitaciones y el coronel se dirigió a su gabinete. Miss Lettice marchó a jugar un partido de tenis, en el coche de dos plazas. El coronel y la señora tomaron el té a las cuatro y media, en el salón. Pidieron el coche para las cinco y media, para ir al pueblo. Inmediatamente después de marchar ellos, míster Clement —se inclinó hacia mí— llamó y le dije que acababan de salir.

—¿Recuerda con seguridad cuándo estuvo aquí por última vez míster Redding?

—El martes por la tarde, señor.

—¿Es cierto que hubo una discusión entre él y el coronel?

—Creo que sí, señor. El coronel me ordenó que míster Redding no debía volver a ser admitido en la casa.

—¿Oyó usted las palabras que se cruzaron entre ellos? —preguntó Melchett abruptamente.

—El coronel Protheroe hablaba siempre en voz muy alta, señor, especialmente cuando estaba irritado, y no pude menos que oír algunas palabras.

—¿Las suficientes para saber la causa de la disputa?

—Me pareció comprender, señor, que era debida a un retrato que míster Redding estaba pintando; un retrato de miss Lettice.

Melchett gruñó:

—¿Vio a míster Redding cuando se retiró?

—Sí, señor. Le acompañé hasta la puerta.

—¿Parecía enfadado?

—No, señor. Si se me permite decirlo, más bien parecía divertido.

—¡Ah! ¿Estuvo aquí ayer?

—No, señor.

—¿Vino alguien ayer?

—No, señor.

—¿Y anteayer?

—Míster Dennis Clement estuvo aquí por la tarde, y también el doctor Stone. Al anochecer vino una señora.

—¿Una señora? —Melchett estaba sorprendido—. ¿Quién era?

El mayordomo no recordaba su nombre. Era una dama que no había visto con anterioridad. Sí, le dio su nombre, y cuando él le manifestó que la familia estaba cenando, dijo que esperaría. Entonces la hizo pasar al salón.

Preguntó por el coronel Protheroe. Anunció la visita al coronel y éste se dirigió al salón apresuradamente apenas acabó de cenar.

¿Cuánto tiempo había permanecido esa señora en la casa? Creía que quizá una media hora. El propio coronel la había acompañado hasta la puerta. ¡Ah, sí! Ya recordaba su nombre. La señora dijo ser mistress Lestrange.

Fue una sorpresa.

—Es curioso —dijo Melchett—, muy curioso.

No hablamos más de ello entonces, pues mistress Protheroe mandó recado que nos recibiría seguidamente.

Anne estaba en cama. Su cara era de color de la cera y los ojos le brillaban. Su rostro estaba contraído en forma que me llamó la atención, mostrando una firme determinación.

—Gracias por venir tan deprisa —dijo dirigiéndose a mí—. Veo que comprendió lo que quise decir al indicarle que podía traer con usted a quien quisiera.

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