Regresé alrededor de las cuatro menos cuarto con la intención de trazar el borrador de mi sermón para el próximo domingo, pero Mary me dijo que Redding me esperaba en el gabinete.
Paseaba agitadamente arriba y abajo de la habitación, con aspecto preocupado. Estaba pálido y parecía deshecho.
Se volvió cuando entré.
—He pensado en lo que usted me dijo anoche, señor. No he podido dormir a causa de ello. Tiene usted razón. Debo cortar por lo sano y alejarme de aquí.
—Mi querido muchacho… —repuse.
—Estaba usted en lo cierto en cuanto a Anne. Sólo la haré más desgraciada quedándome. Es…, es demasiado buena. Comprendo que debo marcharme.
—Creo que ha tomado usted la mejor decisión —repuse—. No ignoro que es dolorosa, pero es lo mejor que puede hacer.
Vi que pensaba que mis palabras eran muy fáciles de decir por quien no hubiera de sufrir las consecuencias de su acto.
—¿Querrá usted cuidar de Anne? Necesita un amigo.
—Tenga la seguridad de que haré por ella cuanto pueda.
—Gracias, señor —dijo, y me estrechó la mano—. Es usted una buena persona. Esta tarde me despediré de ella, y después seguramente prepare mi equipaje para partir mañana. De nada servirá prolongar la agonía. Muchas gracias por haberme permitido utilizar el cobertizo como estudio. Siento no haber podido acabar el retrato de mistress Clement.
—No se preocupe por ello, amigo mío. Adiós, y que Dios le bendiga.
Cuando hubo salido, traté de dedicarme a mi sermón, pero no podía dejar de pensar en Lawrence y Anne Protheroe.
Tomé una taza de un té bastante desagradable, frío y negro, y a las cinco y media sonó el teléfono. Me informaron de que míster Abbott, de Lower Farm, estaba muriendo, y me pidieron que acudiera a su lado sin demora.
Inmediatamente llamé a Old Hall, pues Lower Farm se hallaba casi a dos millas de distancia y no me sería posible estar de regreso a las seis y cuarto. Jamás he podido aprender a montar en bicicleta.
Me contestaron que el coronel Protheroe acababa de salir en el coche, y me marché diciendo a Mary que salía porque me habían llamado y que estaría de regreso hacia las seis y media.
E
RAN cerca de las siete cuando me acercaba de regreso a la puerta de la verja de la vicaría. Antes de llegar a ella se abrió y Lawrence Redding salió. Se detuvo en seco al verme y su aspecto me llamó la atención. Parecía a punto de volverse loco. Sus ojos miraban de una manera extraña, estaba terriblemente pálido y todo su cuerpo temblaba.
Por un instante pensé que debía haber estado bebiendo, pero deseché la idea.
—¡Hola! —dije—. ¿Venía usted a verme? Siento haber tenido que salir. Acompáñeme. Debo ver a Protheroe para tratar acerca de algunas cuentas; pero creo que no emplearemos mucho tiempo en ello.
—Protheroe —dijo echándose a reír—. ¿Protheroe? ¿Debe ver a Protheroe? ¡Ya lo verá! ¡Oh, Dios mío!
Le miré asombrado, e instintivamente alargué una mano hacia él. Se echó rápidamente a un lado.
—¡No! —casi gritó—. Debo alejarme de aquí para pensar. Debo pensar. Debo pensar.
Echó a correr y de pronto lo perdí de vista en la carretera que conduce al pueblo. No pude evitar volver a pensar que había bebido.
Finalmente meneé la cabeza y me dirigí a la vicaría. La puerta delantera está siempre abierta pero, a pesar de ello, pulsé el timbre. Mary apareció secándose las manos en el delantal.
—Por fin ha regresado usted —observó.
—¿Ha venido el coronel Protheroe? —pregunté.
—Espera en el gabinete. Llegó a las seis y cuarto.
—¿Ha estado aquí también míster Redding?
—Vino hace unos minutos y preguntó por usted. Le dije que no tardaría en regresar y que el coronel Protheroe estaba aguardando en el gabinete. Entonces dijo que también él le esperaría. Debe de estar allí, en el despacho.
—No, no está —dije—. Acabo de encontrarle en la calle.
—No le oí salir. Entonces no habrá esperado más de dos minutos. La señora no ha regresado de la ciudad.
Asentí con aire ausente. Mary volvió a la cocina y yo me dirigí al gabinete y abrí la puerta.
Después de la penumbra del pasillo, el sol de la tarde que entraba por la puerta ventana me hizo parpadear. Di uno o dos pasos por la habitación y me detuve repentinamente.
Durante un instante me fue imposible comprender el significado de lo que mis ojos vieron.
El coronel Protheroe yacía de bruces sobre mi escritorio, en una postura horrible. Sobre el tablero había un charco de sangre que goteaba lentamente al suelo.
Con un esfuerzo crucé la habitación. Su piel estaba fría. La mano que levanté cayó pesadamente al soltarla. Estaba muerto, con un balazo atravesándole la cabeza.
Abrí la puerta y llamé a Mary. Le ordené que corriera lo más de prisa posible a buscar al doctor Haydock, que vive en la esquina de la calle, diciéndole que había ocurrido un accidente.
Regresé al gabinete, cerré la puerta y aguardé la llegada del médico.
Afortunadamente, Mary le encontró en casa. Haydock es una buena persona, alto y fuerte, y de facciones nobles.
Enarcó las cejas cuando señalé en silencio a través de la habitación pero, como verdadero médico, no mostró señal alguna de emoción. Se inclinó sobre el cadáver, examinándolo rápidamente. Después se irguió y me miró.
—¿Qué? —pregunté.
—Está muerto. Murió hace una media hora.
—¿Suicidio?
—No. Además, si se hubiera dado muerte a sí mismo, ¿dónde está el arma?
Tenía razón. No había señal alguna por allí del arma homicida.
—Será mejor que no toquemos nada —dijo Haydock—. Voy a avisar a la policía.
Alzó el teléfono. Explicó el caso con el menor número posible de palabras, colgó y vino hasta el sitio en que yo estaba sentado.
—Es un asunto muy feo. ¿Cómo lo encontró?
Se lo expliqué.
—Es un asunto muy feo —repitió.
—¿Es…, es un asesinato? —pregunté débilmente.
—Así parece. Quiero decir, ¿qué otra cosa puede ser? Es extraordinario. Me pregunto quién podía estar lo suficientemente resentido con él para matarle. Naturalmente, sé que no gozaba de mucha popularidad, pero eso no suele ser razón que explique un asesinato.
—Hay otra cosa curiosa —observé—. Esta tarde me llamaron por teléfono para que acudiera junto a un feligrés moribundo. Cuando llegué a su casa, se sorprendieron de verme. El supuesto enfermo goza de magnífica salud y su esposa negó en redondo haberme llamado.
Haydock frunció el ceño.
—Es, efectivamente, muy curioso. Fue una manera sencilla de quitarle de en medio. ¿Dónde está su esposa?
—Ha ido esta mañana a Londres.
—¿Y la doncella?
—Está en la cocina, al otro extremo de la casa.
—Desde donde, probablemente, no puede oír lo que sucede aquí. Es un asunto muy feo —insistió—. ¿Quién sabía que Protheroe vendría a su casa esta tarde?
—Habló de ello esta mañana en plena calle en el pueblo y, como de costumbre, lo hizo a gritos.
—Con lo cual todo el mundo se enteró. De todas maneras, se hubiera sabido. ¿Conoce alguien que estuviese resentido con él?
El rostro desencajado de Lawrence Redding me vino a la mente. El ruido de unos pasos que se acercaban por el pasillo me evitó contestar.
—La policía —dijo mi amigo, poniéndose de pie.
Nuestras fuerzas policíacas estaban representadas por el agente Hurst, de aspecto importante, pero ligeramente desconcertado.
—Buenas tardes, caballeros —saludó—. El inspector llegará dentro de un momento. Entretanto, seguiré sus instrucciones. Tengo entendido que el coronel Protheroe ha sido encontrado muerto en la vicaría.
Hizo una pausa y me miró con fría sospecha, que traté de contrarrestar con mi aspecto inocente.
—Nada debe tocarse hasta que llegue el inspector —dijo, dirigiéndose hacia el escritorio con toda premura.
Para conveniencia de mis lectores, adjunto un plano del gabinete.
Sacó una libreta de apuntes, humedeció la mina del lápiz y nos miró con aire expectante.
Repetí mi historia acerca de la forma en que encontré al muerto. Cuando lo hubo anotado, lo que le llevó bastante tiempo, se volvió hacia el doctor.
—¿Cuál fue, en su opinión, la causa de la muerte, doctor Haydock?
—Un disparo que le atravesó la cabeza, hecho a corta distancia.
—¿Y el arma?
—No puedo hablar de ella con seguridad hasta que extraigamos la bala, pero me atrevo a decir que se trata de una pistola de calibre pequeño, posiblemente una Mauser del 25.
Me sobresalté recordando nuestra conversación de la noche anterior y la declaración de Lawrence Redding. El agente de policía trasladó a mí su fría mirada.
—¿Dijo usted algo, señor?
Negué con la cabeza. Las sospechas que yo pudiera albergar no eran sino simples suposiciones y, por tanto, debía guardarlas para mí.
—¿Cuándo, según su opinión, ocurrió el crimen?
El doctor vaciló antes de contestar.
—Lleva muerto poco más de media hora, según me parece. Desde luego, no mucho más tiempo.
Hurst se volvió hacia mí.
—¿Oyó algo la cocinera?
—Creo que no —repuse—, pero será mejor que se lo pregunte usted a ella.
En aquel momento llegó el inspector Slack, procedente de Much Benham, a dos millas de St. Mary Mead.
Cuanto puedo decir del inspector Slack es que jamás hombre alguno trató tan firmemente de contradecir su apellido
[*]
. Es un hombre cetrino, nervioso y enérgico, con ojos oscuros que todo lo examinan. Sus modales son rudos y extremadamente molestos.
Contestó a nuestro saludo con una ligera inclinación de cabeza, se apoderó de la libreta de apuntes de su subordinado, cambió con él unas palabras en voz baja y después se acercó al cadáver.
—Supongo que lo habrán revuelto todo —dijo.
—Nada he tocado —contesto Haydock.
—Lo mismo puedo decirle —afirmé.
El inspector examinó detenidamente los objetos que había en el escritorio y el charco de sangre.
—¡Ah! —dijo con tono triunfal—. He aquí lo que necesitamos. El reloj rodó cuando él cayó. Sabemos cuándo se cometió el crimen. Las seis y veintidós minutos. ¿A qué hora dijo usted que había ocurrido la muerte, doctor?
—Dije una media hora, pero…
El inspector consultó su propio reloj.
—Las siete y cinco. Hace unos diez minutos que me llegó la noticia, a las siete menos cinco. El cuerpo fue hallado alrededor de las siete menos cuarto. Tengo entendido que le llamaron en seguida. Digamos que examinó el cadáver a las siete menos diez. ¡Magnífico! Esto nos da la hora exacta casi al segundo.
—No puedo garantizar absolutamente la hora exacta —dijo Haydock—. Mi opinión no es sino aproximada.
—Pero es suficiente, señor, es suficiente.
Traté de decir algo.
—Respecto a ese reloj…
—Excúseme, señor, pero ya le preguntaré lo que quiera saber. Tenemos poco tiempo. Necesito silencio absoluto.
—Sí, pero me gustaría decirle…
—Silencio absoluto —repitió el inspector, mirándome ferozmente.
Enmudecí.
El inspector seguía examinando el escritorio.
—¿Para qué se habría sentado aquí? —gruñó—. ¿Acaso quiso escribir una nota? ¡Hola! ¿Qué es esto?
Levantó la mano, en la que sostenía triunfalmente una hoja de papel. Estaba tan satisfecho de su hallazgo que nos permitió acercarnos a él y examinarlo.
Era un papel carta con el membrete de la vicaría y estaba encabezado: «6.20».
«Querido Clement —empezaba—: Siento no poder esperar más tiempo, pero debo…»
A estas palabras seguía un rasguño producido por la pluma.
—Está claro como el día —dijo alegremente el inspector Slack—. Se sienta a escribir esta nota, el asesino entra por la puerta ventana y dispara contra él mientras está escribiendo. ¿Qué más podemos desear?
—Me gustaría decirle… —empecé.
—Tenga la bondad de alejarse algo, señor. Debo ver si hay huellas de pisadas.
Se agachó y, apoyándose en manos y rodillas, se dirigió hacia la abierta puerta ventana.
—Creo que debiera usted saber… —dije obstinadamente.
El inspector se levantó y me replicó con firmeza:
—Hablaremos más tarde. Les agradecería, caballeros, que salieran de esta habitación.
Obedecimos sumisamente.
Parecían haber transcurrido ya varias horas, pero en realidad no eran sino las siete y cuarto.
—Bien —dijo Haydock—. Ésta es la situación. Cuando ese borrico orgulloso quiera verme, mándemelo a casa. Adiós.
—La señora ha regresado —anunció Mary, haciendo una breve aparición. Sus ojos demostraban claramente su excitación—. Llegó hace unos quince minutos.
Encontré a Griselda en la sala de estar. Parecía asustada y emocionada al mismo tiempo.
Le conté lo sucedido y ella me escuchó con atención.
—La carta está encabezada a las seis y veinte —terminó diciendo—. Y el reloj señala las seis y veintidós.
—Pero, ¿no le dijiste que ese reloj adelantaba un cuarto de hora?
—No —contesté—. No tuve oportunidad de hacerlo. No me dejó hablar.
Griselda estaba francamente asombrada.
—Pero, Len —observó—, eso hace que el caso resulte extraordinario. Cuando el reloj señalaba las seis y veinte eran en realidad las seis y cinco, y a esa hora no creo que el coronel Protheroe hubiera siquiera llegado aquí.
E
STUVIMOS considerando lo del reloj durante algún tiempo, pero no pudimos poner nada en claro. Griselda dijo que debería hacer otro esfuerzo más para contárselo al inspector Slack, pero yo no me sentía muy dispuesto a ello.
El inspector se había mostrado terrible e innecesariamente desconsiderado. Yo esperaba el momento en que pudiera comunicárselo, desconcertándole. Entonces, con suave tono de reproche, le diría:
—Si me hubiera usted escuchado, inspector Slack…
Esperaba que por lo menos me avisaría antes de marcharse; pero con sorpresa supimos por Mary que se había ido después de cerrar la puerta del gabinete y ordenar que nadie entrara en la habitación.
Griselda sugirió que ella debería presentarse en Old Hall.
—Anne Protheroe estará muy apesadumbrada. Quizá pueda hacer algo por ella —dijo.