Aprobé sinceramente el plan y partió hacia allá con instrucciones de telefonearme si creía que mi presencia podía servir de consuelo para las señoras.
Seguidamente llamé por teléfono a los profesores de la escuela dominical, que debían venir a la vicaría a las siete y treinta, para dar su clase semanal de preparación. Creí que, en aquellas circunstancias, sería mejor aplazar la clase.
Dennis fue la primera persona que apareció en escena después de terminar su partido de tenis. El hecho de que se hubiera cometido un asesinato en la vicaría parecía producirle gran satisfacción.
—Es curioso vivir en el lugar en que se ha cometido un crimen —exclamó—. Siempre he deseado encontrarme en parecida situación. ¿Por qué ha cerrado el gabinete la policía? ¿No podríamos abrirlo con otra llave?
Me negué rotundamente a que tal cosa fuese siquiera intentada y Dennis hubo de desistir, aunque de mala gana. Después de sonsacarme cuanto pudo salió al jardín en busca de huellas, diciendo alegremente que resultaba una suerte que el muerto fuese el viejo Protheroe, a quien nadie quería.
Su alegría me irritó, pero pensé que quizá yo era demasiado severo con el muchacho. A su edad, una historia policíaca es lo mejor que existe en el mundo, y si en lugar de historia se trata de realidad, con un cadáver en la propia casa, no es de extrañar que Dennis se sintiera en el séptimo cielo. La muerte tiene poca importancia para un chico de dieciséis años.
Griselda regresó al cabo de una hora. Había visto a Anne Protheroe después que el detective le hubo dado la noticia.
Al enterarse de que mistress Protheroe había visto por última vez a su marido en el pueblo, alrededor de las seis menos cuarto, y que ningún dato de interés podía facilitarle, el inspector salió de Old Hall, diciendo que al día siguiente volvería para celebrar una entrevista más larga.
—Fue bastante decente, a su manera —admitió Griselda, a regañadientes.
—¿Cómo recibió mistress Protheroe la noticia?
—Muy tranquilamente. Conservó su calma acostumbrada.
—No puedo imaginar a Anne Protheroe presa de un ataque de histerismo —dije.
—Naturalmente, fue un golpe terrible. No costaba mucho trabajo darse cuenta de ello. Me dio las gracias por mi visita y dijo que apreciaba mucho mis buenos deseos, pero que no había nada que yo pudiese hacer.
—¿Y Lettice?
—Estaba jugando al tenis y no había regresado a casa todavía.
Se produjo un corto silencio.
—Su actitud era muy extraña, Len; muy extraña, ciertamente —dijo Griselda.
—La súbita noticia —sugerí.
—Sí, supongo que sí; pero, sin embargo… —Griselda frunció el ceño, perpleja—. No creo que fuera eso. No parecía tan apesadumbrada como… como aterrorizada.
—¿Aterrorizada?
—Sí. Trataba de ocultarlo, pero en sus ojos había una mirada vigilante. Me pregunto si tendrá alguna idea acerca de la identidad del asesino. Preguntó varias veces si había algún sospechoso.
—¿Lo preguntó? —dije pensativamente.
—Sí. Desde luego, Anne posee un maravilloso autodominio; pero no era difícil ver que estaba terriblemente trastornada, más de lo que yo hubiera creído porque, después de todo, no me parece que estuviera muy enamorada de su esposo. Incluso creo que le detestaba.
—La muerte altera los sentimientos de las personas en algunas ocasiones —observé.
—Sí, supongo que sí.
Dennis entró satisfecho de sí mismo por haber encontrado la huella de un pie en uno de los macizos de flores. Estaba seguro de que la policía no la había descubierto y que era la clave del misterio.
Pasé una noche agitada. Dennis entró y salió de la casa varias veces antes del desayuno, «para estudiar los últimos acontecimientos», según dijo.
Sin embargo, no fue él, sino Mary, quien trajo la noticia sensacional de la mañana.
Nos acabábamos de sentar a la mesa para desayunar cuando entró en el comedor, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, dirigiéndose a nosotros con su acostumbrada falta de ceremonia.
—¿Qué les parece? El panadero me lo acaba de contar. Han detenido al joven míster Redding.
—¿Arrestado a Lawrence? —exclamó Griselda—. Es imposible. Debe tratarse de un absurdo error.
—No es ningún error —repuso Mary con exultante satisfacción—. El propio míster Redding fue a la policía a entregarse. Fue anoche, a última hora. Entró, arrojó la pistola encima de la mesa y dijo: «Yo le maté». Así, tal como suena.
Nos miró, afirmando vigorosamente con la cabeza y se retiró, satisfecha de la sensación que su noticia había causado. Griselda y yo nos miramos.
—No es verdad —dijo Griselda—. ¡No puede serlo! Tú tampoco crees que lo sea, Len, ¿no es así? —preguntó sorprendida por mi silencio—. Es muy difícil creerlo.
Me fue imposible contestarle. Permanecí callado, con múltiples pensamientos cruzándome la mente.
—Debe de estar loco —prosiguió Griselda—. Absolutamente loco. Quizá estaban examinando la pistola juntos y se disparó.
—No creo que sucediera así.
—Pero debe tratarse de un accidente de alguna clase, porque no existe ni la sombra de un motivo. ¿Qué razón podía tener Lawrence para matar al coronel Protheroe?
Pude haber dado cumplida respuesta a esa pregunta, pero mi intención era no descubrir a Anne Protheroe mientras me fuera posible guardar silencio. Quizá existiera aún la posibilidad de que su nombre no se viera mezclado en el crimen.
—Recuerda que tuvieron una pelea —dije.
—¿Por Lettice y su traje de baño? Sí, pero es absurdo. Y aunque Lettice y él estuvieran comprometidos en secreto… Bueno, no es una razón para matar al padre de ella.
—No sabemos cuáles pueden ser las razones verdaderas del caso, Griselda.
—¡Tú sí lo crees! ¡Oh! ¿Cómo es posible que lo creas? Estoy segura de que Lawrence jamás toco un cabello de la cabeza de Protheroe.
—Recuerda que le encontré al otro lado de la verja y que parecía loco.
—Sí, pero… ¡Es imposible!
—No olvides el reloj —proseguí—. Esto lo explicaría. Lawrence debió haberlo retrasado a las seis y veinte, con la intención de prepararse una coartada. Observa cómo el inspector Slack cayó en la trampa.
—Estás equivocado, Len. Lawrence sabía que el reloj estaba adelantado. «Para que el vicario no se retrase», solía decir. Lawrence jamás hubiera cometido el error de ponerlo a las seis y veintidós. Más bien hubiese adelantado las manecillas, quizá a las siete menos cuarto.
—Acaso ignoraba la hora en que Protheroe llegó, o se le olvidó que el reloj adelantaba.
Griselda no se mostró de acuerdo.
—No; cuando se comete un asesinato, estas cosas no se olvidan.
—Tú no lo sabes, querida —repuse—. Jamás has cometido uno.
Antes de que Griselda pudiera contestar, una sombra cayó sobre la mesa del desayuno y una voz muy suave dijo:
—Espero no molestarles. Les ruego me perdonen, pero en estas circunstancias, estas tristes circunstancias…
Era nuestra vecina, miss Marple. Después de asegurarle que su presencia nos complacía en extremo, entró y le acerqué una silla. Parecía ligeramente sonrojada y muy excitada.
—Es terrible, ¿verdad? ¡Pobre coronel Protheroe! No era una persona muy agradable, ni muy popular, pero ello no hace menos penosas las circunstancias. Creo que fue asesinado en la vicaría. ¡Qué terrible!
Le aseguré que, efectivamente, así había ocurrido.
—¿El querido vicario no estaba aquí cuando ello sucedió? —preguntó miss Marple a Griselda.
Le expliqué con toda claridad dónde me encontraba entonces.
—¿Y míster Dennis? —preguntó miss Marple mirando a su alrededor.
—Dennis se cree un detective aficionado —repuso Griselda—. Está muy excitado por haber encontrado la huella de un pie en uno de los macizos de flores y supongo que habrá ido a dar parte de ello a la policía.
—Y seguramente cree que sabe quién ha cometido el crimen —sugirió miss Marple—. Supongo que todos pensamos que conocemos al criminal.
—¿Quiere usted decir que su identidad salta a la vista? —dijo Griselda.
—¡Oh, no, querida! Por el contrario, me parece que las cosas son realmente muy distintas. Por eso es tan importante poseer pruebas. Por ejemplo, yo estoy completamente convencida de que sé quién lo hizo, pero debo admitir que no tengo ni la sombra de una prueba. Tiene una que ser muy cuidadosa en estas circunstancias. Me propuse serlo en extremo con el inspector Slack. Mandó decir que vendría a verme esta mañana, pero hace poco que ha telefoneado diciendo que no será necesario molestarme.
—Debe ser debido al arresto —dije.
—¿El arresto? —Miss Marple se inclinó hacia mí con las mejillas arreboladas de excitación—. Ignoraba que se hubiera practicado una detención.
Sucede en tan contadas ocasiones que miss Marple esté menos informada que uno, que yo había dado por descontado que conocía los últimos sucesos al dedillo.
—Sí; han detenido a Lawrence Redding.
Miss Marple pareció muy sorprendida.
—¿Lawrence Redding? —preguntó, incrédula—. Yo hubiera creído…
Griselda la interrumpió con vehemencia.
—Ni siquiera ahora puedo creerlo, a pesar de que haya confesado.
—¿Confesado? —dijo miss Marple—. ¿Dice usted que ha confesado? ¡Oh, querida! He estado divagando, sí, divagando…
—No puedo menos que creer que la muerte fue debida a un accidente —insistió Griselda—. ¿No lo crees tú así, Len? Quiero decir que su presentación espontánea a la policía sugiere algo por el estilo.
Miss Marple se inclinó hacia delante.
—¿Dice usted que se presentó espontáneamente?
—Sí.
—¡Oh! —suspiró miss Marple—. Estoy tan contenta, tan contenta.
La miré sorprendido.
—La conciencia debía remorderle —dijo.
—¿Remorderle? —Miss Marple parecía estar muy sorprendida—. Pero, querido vicario, no irá usted a creer que es culpable, ¿verdad?
Me tocó el turno de sorprenderme.
—Pero puesto que ha confesado…
—Exactamente. Ello precisamente prueba que no tuvo nada que ver con el asesinato.
—No lo comprendo —repuse—. No comprendo la razón de acusarse de un asesinato que no ha cometido. ¿Por qué había de hacerlo? ¿Qué motivo le impulsó?
—Hay uno, desde luego —comentó miss Marple—. Siempre hay un motivo, ¿verdad? Los jóvenes de hoy son tan impulsivos y están siempre enteramente dispuestos a creer lo peor.
Se volvió a Griselda.
—¿No está usted de acuerdo conmigo, querida?
—No lo sé —repuso mi esposa—. Es difícil saber exactamente qué pensar. No comprendo la razón que haya podido tener Lawrence para portarse como un perfecto idiota.
—Si hubieran ustedes visto su cara anoche… —empecé a decir.
—Cuéntenoslo —pidió miss Marple.
Describí mi llegada a casa. Miss Marple escuchó con reconcentrada atención.
—Ya sé que a menudo soy bastante tonta y que no comprendo las cosas muy claramente, pero en realidad, no acierto a explicarme su punto de vista —dijo, cuando hube terminado mi relato—. Me parece que cuando un hombre decide quitarle la vida a alguien, no se lamenta después de su crimen. Sería una acción premeditada y cometida a sangre fría, y aunque el asesino se encontrara algo nervioso y posiblemente cometiera algún pequeño error, no creo que estuviera presa de un estado de excitación como el descrito por usted. Es algo difícil ponerse uno en lugar del asesino, pero no puedo, en verdad, imaginarme a mí misma en tal estado.
—Desconocernos las circunstancias —argüí—. Quizá hubo una discusión y el disparo fue hecho en un momento de excitación y Lawrence se sintió después arrepentido. Esto es lo que me gustaría pensar que sucedió.
—Ya lo sé, querido míster Clement; pero hay muchas maneras de mirar las cosas, a pesar de lo cual uno debe atenerse a la realidad, ¿no es así? Y no me parece que los hechos justifiquen su interpretación de ellos. Su cocinera afirmó claramente que míster Redding permaneció sólo un par de minutos en la casa, lo que no es suficiente tiempo para una discusión como la que usted sugiere. Además, tengo entendido que el coronel murió cuando estaba escribiendo, de un tiro que le dispararon en la cabeza, por la espalda. Por lo menos, esto es lo que mi sirvienta me ha dicho a grandes rasgos.
—Así fue —afirmó Griselda—. Parece que estaba escribiendo una nota diciendo que no podía esperar más tiempo. Dicha nota estaba fechada a las seis y veinte y el reloj de sobremesa aparecía volcado habiéndose parado a las seis y veintidós, y esto es precisamente lo que nos extraña tanto a Len y a mí.
Y seguidamente explicó nuestra costumbre de tener aquel reloj adelantado un cuarto de hora.
—Es muy curioso —murmuró miss Marple—, pero la nota me parece más curiosa aún. Quiero decir…
Calló y miró a su alrededor. Lettice Protheroe se hallaba junto a la puerta ventana.
—Buenos días —dijo, entrando y acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza.
Se dejó caer en su sillón.
—Han detenido a Lawrence —añadió, hablando con más animación que de costumbre.
—Sí —repuso Griselda—. Nos ha sorprendido mucho.
—Jamás creí que alguien fuera capaz de matar a mi padre —siguió diciendo Lettice. Claramente se veía que estaba orgullosa de no dejar traslucir su pena o emoción—. Estoy segura de que muchas personas deseaban su muerte y hubo momentos en que yo misma le hubiera quitado la vida.
—¿Quiere usted tomar algo, Lettice? —preguntó Griselda.
—No, gracias. Sólo vine a ver si me había dejado mi boina aquí, mi boina amarilla. Creo que debí dejarla en el gabinete el otro día.
—En ese caso aún debe de estar aquí —repuso Griselda—. Mary nunca limpia nada.
—Iré a verlo —replicó Lettice, levantándose—. Siento causarles esta molestia, pero creo que he perdido ya todas mis boinas y sombreros.
—Temo que no podrá usted entrar en el gabinete —dije—. El inspector Slack ha cerrado la habitación.
—¡Qué lástima! ¿No se puede entrar por la puerta ventana?
—No. Está cerrada por dentro. De todas maneras, supongo que una boina amarilla no le servirá de mucho en estos momentos.
—¿Se refiere usted al luto? No me lo pondré. Creo que es una costumbre arcaica. Es una pena lo de Lawrence, una verdadera pena.
Se puso en pie, frunciendo el ceño distraídamente.
—Supongo que habrá sido a causa de mi retrato en traje de baño. Pero es muy estúpido…