—¡Déjalo! —le ordenó Roxana, furiosa—. ¡Eso tampoco ayudará al Príncipe!
Recio soltó a Ardacho y comenzó a sollozar. Minerva lo rodeó con sus brazos. Resa continuaba mirando arriba, a la urraca.
—La planta que describes parece el botón de los muertos —opinó Roxana, mientras Ardacho se frotaba el cuello, tosiendo, y cubría de horribles maldiciones a Recio—. Es muy rara. Aunque creciera en estos parajes, hace mucho que el frío la habría matado. ¿No existe otro remedio?
El Príncipe Negro volvió en sí. Intentó incorporarse, pero cayó de nuevo hacia atrás, gimiendo. Baptista se arrodilló a su lado y miró a Roxana en demanda de ayuda. También Recio dirigía hacia ella sus ojos llorosos como un perro suplicante.
—¡No me miréis así! —gritó, y Meggie percibió la desesperación en su voz—. No puedo ayudarle. Intenta darle raíz de ipecacuana —dijo a Minerva—. Yo buscaré raíces de botón de los muertos, aunque sea inútil.
—La ipecacuana sólo empeorará su estado —advirtió Resa con voz inexpresiva—. Créeme. Lo he visto muchas veces.
El Príncipe Negro jadeaba de dolor y hundió la cara en el costado de Baptista. Después, su cuerpo se relajó de repente, como si hubiera perdido la batalla contra el dolor. Roxana, arrodillándose a su lado, colocó el oído junto a su pecho y los dedos sobre su boca. Meggie probó las propias lágrimas en sus labios, y Recio rompió a sollozar como un niño.
—Todavía vive —informó Roxana—. Pero no le queda mucha vida.
Ardacho se marchó a hurtadillas, seguro que para informar a Birlabolsas. Elinor susurró algo a Fenoglio. Este intentó apartarse, enojado, pero Elinor lo retuvo y siguió habiéndole con insistencia.
—¡No te pongas así! —la oyó susurrar Meggie—. ¡Claro que puedes! ¿Es que vas a dejarlo morir?
No sólo Meggie había entendido las últimas palabras. Recio, desconcertado, se enjugó las lágrimas. El oso volvió a gemir y enterró su hocico en el costado de su amo. Fenoglio seguía allí plantado, con la vista clavada en el Príncipe inconsciente. Después dio un paso vacilante hacia Roxana.
—Esa… ejem… planta, Roxana…
Elinor se situó muy cerca detrás de él, como si tuviera que asegurarse de que decía lo correcto. Fenoglio le dirigió una mirada furibunda.
—¿Qué? —inquirió Roxana.
—Háblame más de ella. ¿Dónde crece? ¿Qué altura tiene?
—Le gustan la humedad y la sombra, pero ¿a qué vienen esas preguntas? Ya he dicho que se habrá helado.
—Flores blancas, diminutas. Sombra y humedad —Fenoglio se pasó la mano por el rostro fatigado. Después giró bruscamente y agarró a Meggie por el brazo.
—Ven conmigo —le dijo en voz baja—. Hemos de apresurarnos. Sombra y humedad —murmuraba mientras arrastraba a Meggie—. Bien, si crecen a la entrada de una cueva de duendes, protegida por el vapor cálido que brota del interior porque unos duendes hibernan allí dentro… Sí, eso tiene sentido. ¡Sí!
La cueva estaba casi vacía. Las mujeres habían conducido a los niños al exterior para que no oyeran los gritos de dolor del Príncipe. Sólo los bandidos permanecían allí, sentados, silenciosos, en grupitos, mirándose entre ellos, como si se preguntaran quién había intentado matar a su jefe. Birlabolsas, acomodado con Ardacho justo a la entrada, devolvió la mirada de Meggie con una expresión tan siniestra que ella miró deprisa en otra dirección.
Fenoglio, sin embargo, no esquivó su mirada.
—Me preguntó si fue Birlabolsas —susurró a Meggie—. Sí, no ceso de preguntármelo.
—Si alguien debiera saberlo, eres tú —cuchicheó Elinor, que los había seguido—. ¿Quién inventó si no a ese individuo horrendo?
Fenoglio se volvió de golpe, como si le hubieran pinchado.
—¡Escucha, Loredan! Hasta ahora he sido paciente contigo porque eres tía de Meggie…
—Tía abuela —corrigió Elinor, impasible.
—¡Lo que sea! No te he invitado a esta historia, así que a partir de ahora ahórrate los comentarios sobre mis personajes.
—¿Ah, sí? —la voz de Elinor subió tanto de tono que resonó por la vasta cueva—. ¿Y qué pasaría si te hubiera ahorrado mi comentario de hace un momento? A tu cerebro obnubilado por el vino nunca se le habría ocurrido traer esa planta…
Fenoglio le tapó la boca con la mano sin contemplaciones.
—¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? —siseó—. Ni una palabra sobre la escritura, ¿entendido? No tengo ganas de que me descuarticen por brujo por culpa de una lerda.
—Fenoglio —Meggie tiró de él con fuerza apartándolo de Elinor—. ¡El Príncipe Negro! Se muere.
Fenoglio la miró durante una fracción de segundo como si juzgase de muy mal gusto esa interrupción, pero después la condujo en silencio hasta el rincón donde él dormía. Con expresión hierática, apartó a un lado un odre de vino y de debajo de las ropas sacó unas hojas que, para asombro de Meggie, estaban escritas.
—¡Maldición! ¿Dónde está Cuarzo Rosa? —murmuró mientras sacaba una hoja en blanco de entre las escritas—. Seguramente, anda otra vez por ahí con Jaspe. En cuanto juntas a dos de ellos, se olvidan del trabajo y se dedican a perseguir a las mujeres de cristal salvajes. ¡Como si éstas fueran a desperdiciar una mirada en un inútil de color rosa!
Depositó con descuido a su lado las hojas escritas. Cuántas palabras. ¿Desde cuándo había vuelto a escribir? Meggie intentó leer las primeras.
—Sólo son unas ideas someras —gruñó Fenoglio al reparar en la mirada de Meggie—. Sobre el posible desenlace de todo esto. El papel que tu padre desempeña en ello…
A Meggie el corazón le dio un vuelco, pero Elinor se le adelantó.
—¡Ajajá! Así que fuiste tú el que escribió todo eso de Mortimer: que se entregó prisionero, que ahora cabalga hacia ese castillo, y que mi sobrina se pasa las noches llorando como una magdalena.
—¡No, no he sido yo! —bufó Fenoglio, irritado, mientras ocultaba deprisa debajo de sus ropas las hojas escritas—. Y tampoco le hice hablar con la Muerte… aunque esa parte de la historia me gusta de veras. ¡Ya lo he dicho, son simples ideas! Garabatos inútiles que a nada conducen. Y seguramente sucederá lo mismo con lo que escriba ahora. Pero lo intentaré. ¡Si se hace por fin el silencio! ¿O es que con tanta palabrería queréis llevar al Príncipe Negro directo a la tumba?
Cuando Fenoglio hundió la pluma en la tinta, Meggie oyó un ligero rumor a su espalda. Cuarzo Rosa, visiblemente confundido, asomó de detrás de la piedra sobre la que reposaban los utensilios de escritura de Fenoglio. Tras él apareció la cara verde pálida de una mujer de cristal salvaje que se deslizó deprisa junto a Fenoglio y Meggie sin decir palabra.
—¡No puedo creerlo! —tronó el anciano tan fuerte que Cuarzo Rosa se tapó los oídos con las manos—. ¿El Príncipe Negro se debate entre la vida y la muerte y tú te dedicas a refocilarte con una mujer de cristal salvaje?
—¿El Príncipe? —Cuarzo Rosa miró tan consternado a Fenoglio que éste se tranquilizó inmediatamente—. Pero, pero…
—Deja de balbucear y remueve la tinta —le increpó Fenoglio—. Y no se te ocurra chapurrear alto tan ingenioso como «¡Con lo bueno que es el Príncipe!»; en fin, creo que eso todavía no supone una protección contra la muerte en ningún mundo, ¿verdad? —hundió la pluma en la tinta, con tal fuerza que salpicó la cara rosada de Cuarzo Rosa. Meggie se dio cuenta de que al anciano le temblaban los dedos—. Ánimo, Fenoglio —musitó—. No es más que una flor. ¡Lo conseguirás!
Cuarzo Rosa lo miraba con gesto de preocupación, pero Fenoglio se limitaba a clavar la vista en la hoja vacía que tenía delante. La miraba igual que un torero al toro.
—La cueva de duendes a cuya entrada crecen está donde Espantaelfos tiende sus lazos —murmuró—. Y la verdad es que huelen que apestan, huelen tan mal que las hadas dan un amplio rodeo para evitarlas. Pero a las polillas les encantan, a esas polillas grises con dibujos en las alas, como si un hombre de cristal hubiera pintado encima diminutas calaveras. ¿Las ves, Fenoglio? ¡Sí!
Levantó la pluma, vaciló… y comenzó a escribir.
Palabras nuevas. Frescas. Meggie creía oír los profundos suspiros de la historia. ¡Al fin comida, después de tanto tiempo en el que Orfeo sólo la había alimentado con las viejas palabras de Fenoglio!
—Fíjate. No hay más que apremiarlo. ¡Es un viejo vago! —le susurró Elinor—. Por supuesto que es capaz, aunque se niegue a creerlo. Esas cosas no se olvidan. ¿Se te olvida a ti leer?
No lo sé, quiso responder Meggie. Pero calló. Su lengua esperaba a las palabras de Fenoglio. Palabras que curaban. Igual que antaño, cuando había leído para Mo.
—¿Por qué llora así el oso? —Meggie notó las manos de Farid sobre sus hombros.
Debía de haber estado otra vez en algún sitio donde no pudieran encontrarlo los niños, para llamar al fuego, pero a juzgar por su cara de angustia las llamas habían permanecido ciegas de nuevo.
—¡Oh, no, el que faltaba! —exclamó Fenoglio, irritado—. ¿Para qué hemos apilado Darius y yo todas estas piedras? ¿Para que cualquiera irrumpa en mi dormitorio? ¡Necesito tranquilidad! ¡Es una cuestión de vida o muerte!
—¿Vida o muerte? —Farid, inquieto, miró a Meggie.
—El Príncipe Negro… él… él… —Elinor intentó aparentar serenidad, pero su voz temblaba.
—Ni una palabra más —ordenó Fenoglio sin levantar la vista—. Cuarzo Rosa, ¡arena!
—¿Arena? ¿Y de dónde voy a sacarla? —replicó Cuarzo Rosa con voz estridente.
—¡Ay, pero qué inútil eres! ¿Para qué crees que te he traído a estos parajes despoblados? ¿Para que disfrutes de unas vacaciones y persigas a mujeres de cristal verde? —Fenoglio sopló sobre la tinta todavía húmeda y con gesto inseguro entregó a Meggie la hoja recién escrita.
—Hazlas crecer, Meggie —dijo—. Un puñado de las últimas hojas curativas, calentadas por el aliento de duendes dormidos, recogidas antes de que las hiele el invierno.
Meggie examinó el papel. Allí estaba de nuevo la melodía que había salido a su encuentro por última vez cuando había traído a Orfeo.
Sí, las palabras volvían a obedecer a Fenoglio. Y ella les enseñaría a respirar.
Los personajes tienen su propia vida y su propia lógica, y hay que actuar de acuerdo con ello.
Isaac Bashevis Singer
,
Advice to Writers
Roxana encontró las plantas en el lugar exacto descrito por Fenoglio: a la entrada de una cueva de duendes, donde Espantaelfos tendía sus lazos. Meggie, con Despina cogida de la mano, volvió a comprobar cómo las palabras que acababa de leer momentos antes se convertían en realidad:
Las hojas y flores resistían el viento frío, como si las hubieran plantado las hadas para soñar con el verano al contemplarlas. Pero sus flores exhalaban un aroma a putrefacción y muerte. De ahí su nombre: botones de los muertos. Se las depositaba sobre las tumbas para granjearse las simpatías de las Mujeres Blancas.
Roxana ahuyentó a las polillas posadas sobre las hojas, arrancó dos plantas y dejó otras dos, para no enojar a los elfos. Luego regresó deprisa a la cueva, en la que las Mujeres Blancas ya acompañaban al Príncipe Negro, ralló las raíces, las hirvió, siguiendo las indicaciones de Resa, y administró al Príncipe la cocción caliente. Este ya estaba débil, muy débil, y sin embargo sucedió lo que ninguno de ellos osaba esperar: la cocción mitigó el veneno, lo durmió con su canto y restituyó la fuerza vital.
Y las Mujeres Blancas desaparecieron como si la Muerte las hubiera llamado a otro lugar.
Había leído las últimas frases con enorme facilidad, y sin embargo transcurrieron muchas horas malas antes de que se convirtieran en realidad. Al veneno le costaba rendirse, y las Mujeres Blancas iban y venían. Roxana esparció hierbas que las ahuyentaban, como había aprendido de Ortiga, pero las caras pálidas aparecían una y otra vez, casi invisibles ante las grises paredes de la cueva, y en cierto momento a Meggie le asaltó la sensación de que no sólo miraban al Príncipe Negro, sino también a ella.
¿No te conocemos?, parecían preguntar sus ojos. ¿No protegió tu voz al hombre que ya ha sido nuestro en dos ocasiones? Meggie les devolvió la mirada apenas durante una fracción de segundo, y sin embargo percibió en el acto la nostalgia de la que había hablado su padre: la nostalgia de un lugar situado mucho más allá de las palabras. Dio un paso hacia las Mujeres Blancas, deseosa de sentir sus manos frías sobre su corazón palpitante, para que eliminasen el miedo y el dolor, pero otras manos, manos firmes y cálidas, la sujetaron.
—¡Meggie, no las mires, por el amor de Dios! —le susurró Elinor—. Vamos, salgamos ahora mismo a tomar el aire. ¡Si estás ya tan pálida como esas criaturas!
Y sin tolerar una negativa, arrastró a la chica hacia el exterior, donde los bandidos secreteaban y los niños jugaban bajo los árboles, como si hubieran olvidado lo que sucedía en el interior de la cueva. La hierba estaba blanquecina por la escarcha, blanca como las mujeres que esperaban al Príncipe Negro, pero su embrujo se quebró en cuanto Meggie escuchó las risas de los niños, que se tiraban pinas y gritaban cuando la marta saltaba hacia ellos. La vida parecía mucho más poderosa que la muerte, la muerte mucho más poderosa que la vida. Como la pleamar y la bajamar…
También Resa estaba fuera de la cueva, rodeándose el cuerpo con los brazos, estremecida de frío, a pesar de que Recio le había echado sobre los hombros una capa de piel de conejo.
—¿Habéis visto a Birlabolsas? —preguntó a Elinor—. ¿Y a Ardacho con su urraca?
Baptista se les acercó. Parecía extenuado. Era la primera vez que se alejaba del Príncipe.
—Se han ido —informó—. Birlabolsas, Ardacho y otros diez más. Salieron tras Arrendajo… en cuanto fue evidente que el Príncipe no podría seguirlo.
—Pero Birlabolsas odia a Mo —Resa alzó tanto la voz que algunos bandidos se volvieron hacia ella y hasta los niños interrumpieron sus juegos—. ¿Por qué iba a querer ayudarle?
—Me temo que no se propone ayudarle —explicó Baptista en voz baja—. Ha dicho a los demás que va porque Arrendajo nos ha traicionado y quiere firmar su propio acuerdo con Violante. Además ha dicho que tu marido no nos contó toda la verdad sobre el Libro Vacío.
—¿Qué verdad? —la voz de Resa perdió todo su vigor.
—Birlabolsas —susurró Baptista— afirma que el libro no sólo te hace inmortal sino también inmensamente rico. A la mayoría de nuestros hombres eso les atrae mucho más que la inmortalidad. Por un libro así, venderían a su propia madre. ¿Por qué, se dicen ellos, no pretendería hacer lo mismo con nosotros Arrendajo?