Muerte de tinta (42 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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—¿Alteza? —preguntó el soldado que iba detrás de Mo. Todos ellos trataban a su señora con respeto—. ¿Qué hay de vuestro hijo?

—Jacopo se queda aquí —contestó sin volverse—. Nos delataría —añadió con tono gélido. ¿Es que uno aprendía de los propios padres el amor por sus hijos? En caso afirmativo, no era de extrañar que la hija de Cabeza de Víbora no supiera mucho de eso.

Mo sintió el aire en la cara, un aire que no sólo olía a tierra.

El túnel se ensanchaba. Oyó rumor de agua, y cuando salieron al exterior vio Umbra muy alta por encima de ellos. La nieve caía del cielo negro, y el río brillaba tras los arbustos casi desnudos. En la orilla aguardaban los caballos, vigilados por un soldado, pero un joven le había puesto un cuchillo en el cuello. Farid. A su lado estaba Dedo Polvoriento, chispas en el pelo nevado, las dos martas a sus pies.

Cuando los soldados de Violante le apuntaron con sus ballestas, se limitó a sonreír.

—¿Adónde os dirigís con vuestro prisionero, hija de la Víbora? —inquirió—. Yo soy la sombra que él se trajo de entre los muertos, y la sombra lo sigue allá donde vaya.

Tullio se escondió tras la falda negra de Violante, como si tuviera miedo de que Dedo Polvoriento le prendiera fuego en cualquier momento. Violante, sin embargo, ordenó a sus soldados que bajaran las ballestas. Brianna sólo tenía ojos para su padre.

—No es mi prisionero —informó Violante—. Pero no quiero que mi padre se entere por alguno de sus innumerables enemigos. De ahí las ataduras. ¿Quieres que te las quite a pesar de todo, Arrendajo? —y sacó un cuchillo de debajo de su manto.

Mo cruzó una mirada con Dedo Polvoriento. Estaba contento de verlo, pero su corazón todavía precisaba acostumbrarse a esa sensación. El curso de los años, demasiados, había colmado de sentimientos muy diferentes la visión de Dedo Polvoriento. Pero desde que los dos habían tocado a la Muerte, parecían hechos de la misma carne. De la misma historia. ¿Y si solamente hubiera una sola?

¡No confíes en ella!,
decía la mirada de Dedo Polvoriento. Y Mo supo que leería la respuesta en su mente sin necesidad de articular palabra.
He de hacerlo.

—Conservaré las ligaduras —dijo él, y Violante volvió a ocultar el cuchillo entre los pliegues de su vestido. Los copos de nieve se adherían a la tela negra como plumas minúsculas.

—Traslado a Arrendajo al castillo donde nació mi madre —explicó ella—. Allí puedo protegerle. Aquí, no.

—¿Al Castillo del Lago? —Dedo Polvoriento soltó una bolsa de su cinturón y se la entregó a Farid—. Es un largo camino. Al menos cuatro días a caballo.

—¿Has oído hablar de él?

—¿Quién no? Pero lleva muchos años abandonado. ¿Habéis estado allí alguna vez?

—No, nunca, pero mi madre me habló de él, y he leído todo cuanto se ha escrito sobre ese castillo. Lo conozco mejor que si hubiera estado allí —Violante adelantó el mentón en un ademán de obstinación que a Mo le recordó a su hija Meggie.

Dedo Polvoriento se limitó a mirarla. Después se encogió de hombros.

—Si así os parece. Pífano no está allí… lo cual es una ventaja. Y dicen que es fácil de defender —observó a los soldados de Violante como si calculara sus años—. Sí, es probable que Arrendajo esté más seguro allí.

Los copos de nieve que se posaban sobre las manos atadas de Mo refrescaban su piel desollada. Pronto le costaría mucho utilizar las manos si no le permitían moverlas con libertad al menos durante la noche.

—¿Estáis segura de que vuestro padre nos seguirá a ese castillo? —preguntó a Violante. Su voz sonaba como si aún llevara adherida la oscuridad de la mazmorra.

—Oh, sí que lo hará —Violante sonrió—. Me seguirá a todas partes. Y traerá consigo el Libro Vacío.

El Libro Vacío. La nieve caía como si quisiera teñir el mundo entero con la blancura de sus páginas no escritas. Había llegado el invierno. «Tus días están contados, Mortimer. Y los de Meggie.» Los de Meggie… ¿Cómo podía ser que a pesar de todo él siguiera amando aún ese mundo? ¿Cómo podía ser que sus ojos no se saciasen de contemplar los árboles lejanos, más altos que aquellos a los que había subido de chico, y que buscasen hadas y hombres de cristal como si siempre hubieran formado parte de su mundo…? «¡Recuerda, Mortimer! Una vez hubo un mundo completamente distinto», susurró una voz en su interior. Pero quienquiera que susurrase ahí dentro, lo hacía en vano. Hasta su propio nombre se le antojaba ajeno y falso, y sabía que si una mano hubiera querido cerrar para siempre el libro de Fenoglio, él lo habría impedido.

—No tenemos caballo para ti, Bailarín del Fuego.

La voz de Violante traslucía hostilidad. No le gustaba Dedo Polvoriento. Bueno, lo mismo le había sucedido a él durante mucho tiempo, ¿no?

Dedo Polvoriento exhibió una sonrisa tan burlona que Violante lo contempló con más rechazo aún.

—Cabalgad. Yo os encontraré.

Cuando Mo subió a su montura él ya había desaparecido, igual que Farid. En la nieve resplandecían aún débilmente unas chispas en el lugar donde había estado. Mo vio el temor reflejado en los rostros de los soldados de Violante, como si hubieran visto un fantasma. Y quizá esa denominación no fuera errónea para un hombre que había regresado de entre los muertos.

En el castillo no reinaba la menor agitación. Ningún centinela dio la voz de alarma cuando el primer soldado guió a su caballo hasta el río. Nadie gritó desde las almenas que Arrendajo volvía a escaparse. Umbra dormía, y la nieve la cubría con un manto blanco, mientras encima de los tejados los arrendajos de fuego de Dedo Polvoriento continuaban describiendo círculos.

IMÁGENES DE CENIZA

«Lo siento», murmuró Harry.

Dumbledore sacudió la cabeza.

«La curiosidad no es un pecado», dijo él. «Pero deberíamos

usarla con prudencia… sí, de hecho…»

J. K. Rowling
,
Harry Potter y el cáliz de fuego

La cueva que Mo y el Príncipe Negro habían encontrado mucho antes de que Pájaro Tiznado ofreciese su representación distaba dos horas a pie al norte de Umbra. Era un largo trayecto para pies infantiles, y en el Mundo de Tinta había entrado el invierno con una lluvia que se convertía en nieve cada vez con más frecuencia, mariposas blancas que colgaban de repente como hojas de hielo de las ramas desnudas, y buhos de plumaje gris que cazaban a las hadas.

—Bueno, mis hadas duermen en esta época —se defendió Fenoglio cuando Despina se echó a llorar porque un buho había destrozado ante sus ojos nada menos que a dos de esas pequeñas criaturas—. Pero las tontainas creadas por Orfeo revolotean como si nunca hubieran oído hablar del invierno.

El Príncipe Negro los conducía monte arriba monte abajo, entre la espesura y el guijo, por sendas tan intransitables que casi siempre tenían que llevar en brazos a los más pequeños. A Meggie pronto comenzó a dolerle la espalda, pero Elinor caminaba en cabeza, como si quisiera descubrir lo antes posible muchas cosas de ese mundo nuevo y maravilloso… aunque se esforzaba con toda su alma por ocultar su entusiasmo ante el creador de todo.

Fenoglio caminaba casi siempre detrás de ellas, con Resa y Darius. La niña que Resa llevaba en brazos la mayor parte del tiempo se parecía tanto a Meggie que cada vez que ésta se volvía a mirar a su madre, creía retroceder a una época que nunca había existido. Mo la había llevado en brazos de niña, siempre su padre, únicamente su padre. Pero cada vez que veía cómo Resa apretaba su rostro contra el pelo de la niña, Meggie deseaba que las cosas hubieran transcurrido de otra forma. A lo mejor entonces no le habría dolido tanto que Mo no estuviera allí.

Cuando a la mitad del camino Resa se sintió mal, Roxana le prohibió cargar con un niño.

—Ten cuidado —la oyó decir Meggie—. ¿No querrás contar a tu marido cuando regrese que has perdido el hijo, verdad?

Para entonces a Resa ya se le notaba el embarazo, y Meggie deseaba a veces colocar su mano donde crecía la otra criatura, pero no lo hizo. Los ojos de Darius se humedecieron al enterarse del embarazo, y Elinor exclamó:

—¡Ahora sí que tiene que salir bien todo! —y abrazó tan fuerte a Resa que seguramente faltó poco para que estrujase al futuro bebé.

Meggie siempre se sorprendía a sí misma pensando lo mismo: «No necesito una hermana. Ni un hermano. ¡Sólo quiero que regrese mi padre!». Pero cuando uno de los pequeños que había llevado todas esas horas a la espalda le estampó un fuerte beso de agradecimiento en la mejilla, una especie de alegría anticipada se agitó por vez primera y de forma totalmente inesperada en su interior, y comenzó a imaginarse qué se sentiría cuando su hermano o hermana deslizara los deditos entre los suyos.

Todos se alegraban de que Roxana los acompañase. Su hijo no figuraba entre los niños secuestrados por Pífano y Pájaro Tiznado, pero a pesar de todo llevaba con ella a Jehan.

Roxana se había dejado suelto el largo pelo negro, al estilo de las titiriteras. También sonreía más que antes, y cuando algunos de los niños empezaron a llorar durante el largo camino, Meggie la oyó cantar por primera vez, muy bajito, pero bastó para entender lo que había dicho Baptista en cierta ocasión:
Cuando Roxana canta te quita toda la tristeza del corazón y la convierte en música.

¿Por qué Roxana se sentía tan feliz a pesar de que Dedo Polvoriento no estaba con ella?

—Porque ahora sabe que él siempre regresará a su lado —explicó Baptista.

¿Diría Resa lo mismo de Mo?

Meggie no vio la entrada de la cueva hasta estar apenas a un metro de ella. La ocultaban altos pinos, estramonio y arbustos de cuyas ramas colgaba un vello blanco, largo y suave como el cabello humano. Horas después de haber seguido a Doria por la maleza, a Meggie aún le picaba la piel.

La rendija que conducía al interior de la cueva era tan estrecha que Recio tenía que agachar la cabeza y caminar de lado, pero la cueva tenía la altura de una iglesia, y las voces infantiles resonaban tanto entre las paredes de piedra que a Meggie le parecía que llegarían a oírse incluso en Umbra.

El Príncipe apostó seis centinelas en el exterior, que treparon a las altas copas de los árboles circundantes. A otros cuatro hombres los mandó de vuelta, para borrar el rastro. Doria los acompañó, con Jaspe encima del hombro. Desde la marcha de Farid el hombre de cristal se había unido a él. Borrar las huellas de tantos piececitos sería una empresa casi desesperada, y Meggie leyó en el rostro del Príncipe lo mucho que habría deseado llevar a los niños a parajes más recónditos, lejos de Pífano y de los perros de Pardillo.

El Príncipe Negro había permitido que media docena de madres acompañasen a sus hijos. Conocía lo suficiente a sus hombres para saber que como sustitutos maternos no valían gran cosa.

Roxana, Resa y Minerva las ayudaban a hacer la cueva más habitable. Tendieron mantas y telas entre las paredes rocosas, trajeron hojas secas para dormir mejor sobre el suelo abrupto, extendieron pieles y amontonaron piedras para formar nichos en los que durmieran los más pequeños. Prepararon un lugar para cocinar, revisaron las provisiones que habían reunido los bandidos… y aguzaban los oídos, temerosas de oír súbitos ladridos de perros o voces de soldados.

—¡Mirad con cuánta avidez atiborran sus boquitas! —gruñó Birlabolsas cuando el Príncipe Negro mandó repartir por primera vez comida entre los niños—. Nuestras provisiones apenas durarán una semana. Y entonces ¿qué?

—Para entonces hará mucho que Cabeza de Víbora habrá muerto —respondió Recio con tono obstinado, pero Birlabolsas se limitó a sonreír despectivamente.

—¿Ah, sí? ¿Y a Pífano también lo matará Arrendajo al mismo tiempo? Pues para eso necesitará algo más que tres palabras. ¿Y qué me decís de Pardillo y de la Hueste de Hierro?

Nadie conocía la respuesta a ese interrogante.

—Violante los echará a todos cuando su padre haya muerto —aventuró Minerva, pero a Meggie aún le resultaba difícil confiar en la Fea.

—Él está bien, Meggie —repetía sin cesar Elinor—. No pongas esa cara tan triste. Si he entendido bien toda esta historia (lo que no es fácil, porque a nuestro querido autor le encanta complicarla un poco) —añadía ella lanzando a Fenoglio una mirada cargada de reproches—, no le tocarán ni un pelo a tu padre, pues tiene que curar ese libro para Cabeza de Víbora. Posiblemente no podrá hacerlo, pero ése es otro cantar. Sea como fuere, ya lo verás, Meggie. ¡Todo acabará bien!

Ojalá Meggie hubiera podido creerla, como antes creyó a Mo.

—¡Todo acabará bien, Meggie! —era todo cuanto tenía que decir su padre para que ella apoyase la cabeza en su hombro en la certidumbre de que él lo resolvería todo. Pero hacía tanto tiempo de eso. Tanto…

El Príncipe Negro había enviado a Umbra a las cornejas amaestradas de Ardacho —a ver a Buho Sanador y a los espías que tenía en el castillo— y Resa se pasaba horas enteras en el exterior, delante de la cueva, examinando el cielo en busca de plumas negras. Pero el único pájaro que Ardacho llevó a la cueva el segundo día fue una urraca desplumada. Finalmente no fue una de sus cornejas, sino Farid quien trajo noticias de Arrendajo.

Tiritaba de frío cuando uno de los guardianes lo condujo hasta el Príncipe Negro, y su rostro tenía la expresión de pesadumbre que sólo mostraba cuando Dedo Polvoriento le ordenaba que se fuera. Meggie cogió la mano de Elinor mientras él balbuceaba las novedades: Violante se llevaba a Mo al castillo de su madre. Dedo Polvoriento los seguiría. Pífano había pegado a Mo, le había amenazado y Violante había tenido miedo de que lo matase. Resa enterró la cara en las manos, y Roxana la rodeó con su brazo.

—¿El castillo de su madre? ¡Pero si la madre de Violante está muerta! —para entonces Elinor conocía la historia de Fenoglio mejor aún que su propio creador. Se movía entre los bandidos como si siempre hubiera sido una de ellos, hacía que Baptista le cantase canciones de los juglares, que Recio le enseñase a hablar con los pájaros y Jaspe le explicase cuántas variedades de hombres de cristal había. Tropezaba continuamente con el dobladillo de su extraño vestido, tenía la frente manchada y arañas en el pelo, pero Elinor parecía tan dichosa como antes, cuando ojeaba un libro especialmente valioso… o en la época en que las hadas y los hombres de cristal moraban en su jardín.

—Es el castillo en el que se crió su madre. Dedo Polvoriento lo conoce —Farid tomó una bolsa de su cinturón y limpió del cuero vestigios de hollín. Después miró a Meggie.

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