Muerte de tinta (22 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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Oss cerró la puerta y Resa se sentó indecisa, como si no supiera bien si de verdad quería quedarse.

—Espero que no hayas venido sola —Orfeo se sentó detrás de su escritorio y contempló a su huésped igual que la araña a una mosca—. Umbra no es precisamente un lugar seguro durante la noche, sobre todo para una mujer.

—He de hablar contigo —le dijo Resa en voz muy baja—. A solas —añadió mirando de reojo a Farid.

—¡Lárgate, Farid! —ordenó Orfeo sin mirarle—. Y llévate a Jaspe contigo. Ha vuelto a embadurnarse de tinta. Lávalo.

Farid se tragó la maldición que asomaba a la punta de su lengua, colocó al hombre de cristal encima de su hombro y se encaminó hacia la puerta. Resa agachó la cabeza cuando pasó a su lado, y Farid captó el temblor de sus dedos al alisarse la sencilla falda. ¿Qué buscaría allí?

Como siempre, Oss intentó ponerle la zancadilla delante de la puerta, pero para entonces Farid ya estaba prevenido contra tales bromas. Incluso había encontrado una manera de vengarse de ellas. Una sonrisa suya bastaba para que las criadas de la cocina se encargasen de que a Montaña de Carne no le sentase bien su próxima comida. La sonrisa de Farid era mucho más atractiva que la de Oss.

No obstante, la esperanza de escuchar junto a la puerta se frustró. Oss se colocó delante. Pero Farid conocía además otro lugar desde el que enterarse de lo que acontecía en la habitación de Orfeo. (Las criadas afirmaban que la esposa del anterior propietario espiaba desde allí a su marido.)

Jaspe lanzó a Farid una mirada medrosa cuando, en lugar de acompañarlo a la cocina, se dirigió muy despacio a la escalera que conducía a la planta superior. Oss no sospechó nada, pues Farid subía a menudo buscar una camisa limpia para Orfeo o a limpiarle las botas. La ropa de Orfeo tenía su propia habitación debajo del tejado, justo al lado de su dormitorio, y el agujero para escuchar se encontraba debajo de las perchas de las que colgaban las camisas de Orfeo. Mientras se arrodillaba entre ellas, su intenso olor a rosas y violetas le provocó náuseas. Una de las criadas le había enseñado el agujero en el suelo, una vez que lo atrajo al cuarto para besarle. El agujero era del tamaño de una moneda, pero apretando la oreja contra él se captaba todo lo que se decía en el escritorio, y acercando el ojo se columbraba la mesa de Orfeo.

—¿Que si podré hacerlo? —Orfeo rió, como si nunca hubiera contestado una pregunta tan absurda—. ¡De eso no hay duda! Pero mis palabras tienen un precio, y no precisamente barato.

—Lo sé —la voz de Resa seguía denotando indecisión como si odiara cada palabra que pronunciaba—. Yo no tengo plata como Pardillo, pero puedo trabajar para vos.

—¿Trabajar? Oh, no, muchas gracias, no necesito criadas.

—¿Queréis mi anillo de boda? Seguro que tiene cierto valor. El oro escasea en Umbra.

—No. Consérvalo. Me sobra el oro y la plata. Pero hay otra cosa… —Orfeo dejó oír una corta risita. Farid conocía esa risa. No auguraba nada bueno.

—A decir verdad a veces es portentoso el devenir de los acontecimientos —prosiguió Orfeo—. Sí, de veras. Cabría decir que me vienes como anillo al dedo.

—No te comprendo.

—Por supuesto que no. Disculpa. Hablaré claro. A tu marido… no sé muy bien cómo llamarlo, tiene tantísimos nombres… —Orfeo se rió de su propio chiste—, a tu marido se le aparecieron no hace mucho las Mujeres Blancas y, lo reconozco, no del todo sin mi intervención. Cuentan que ya ha sentido sus dedos en el corazón, mas por desgracia se niega a hablar conmigo de esa notable experiencia.

—¿Qué tiene que ver eso con mi ruego?

Farid reparó por primera vez en el gran parecido entre la voz de Meggie y la de su madre. El mismo orgullo, la misma vulnerabilidad cuidadosamente escondida tras ese orgullo.

—Bueno, seguro que recuerdas que hace apenas dos meses juré en la Montaña de la Víbora que rescataría de la muerte a un amigo común.

El corazón de Farid comenzó a latir con tal fuerza que tuvo miedo de que Orfeo lo oyera.

—Sigo decidido a cumplir ese juramento, mas lamentablemente he tenido que constatar que en este mundo es tan difícil como en el nuestro conocer las cartas de la muerte. Nadie sabe nada, nadie dice nada, y las Mujeres Blancas a las que con razón denominan Hijas de la Muerte no se me muestran, por más que las busque. Es evidente que ellas no hablan con mortales sanos, aunque dispongan de mis extraordinarias aptitudes. Seguro que has oído hablar del unicornio, ¿eh?

—Oh, sí. Y llegué a verlo.

¿Percibió Orfeo la aversión en la voz de Resa? De ser así, seguro que debió de sentirse halagado.

Farid notó cómo Jaspe, preso del nerviosismo, le clavaba en el hombro sus dedos cristalinos. Se había olvidado por completo del hombre de cristal. Jaspe tenía un pavor espantoso a Orfeo, más aún que a su hermano mayor. Farid lo depositó a su lado sobre el suelo polvoriento y se llevó un dedo a los labios a modo de advertencia.

—Sí, era un ser sin tacha —prosiguió Orfeo con voz henchida de orgullo—, absolutamente sin tacha… En fin, dejémoslo. Volvamos a las Hijas de la Muerte. Dicen que no se toman a la ligera que alguien se les escape de entre los dedos, que siguen a esos mortales hasta en sueños, que los despiertan de su descanso con sus susurros, que se les aparecen incluso cuando no duermen. ¿Duerme mal Mortimer desde que se escapó de las Mujeres Blancas?

—¿A qué vienen tantas preguntas? —la voz de Resa revelaba irritación… y miedo.

—¿Duerme mal? —repitió Orfeo.

—Sí —la respuesta de Resa fue casi inaudible.

—¡Bien! ¡Muy bien! ¡Qué digo… excelente! —Orfeo levantó tanto la voz que Farid apartó la oreja del agujero espía, pero volvió a apretarla a toda prisa—. En ese caso, quizá sea cierto lo que he oído decir hace poco sobre las damas pálidas… y con esto llegamos a mis honorarios.

Sí, Orfeo estaba muy excitado, pero esta vez parecía no guardar relación alguna con perspectivas económicas.

—Corre el rumor, y los rumores, seguramente ya lo sabes, suelen esconder una verdad en este mundo y en cualquier otro —Orfeo hablaba con voz aterciopelada como si deseara que Resa saborease cada una de sus palabras—, de que una persona cuyo corazón han tocado las Mujeres Blancas —hizo una breve pausa efectista— puede llamarlas en cualquier momento. No es necesario el fuego, como lo utilizó Dedo Polvoriento, ni el miedo a la muerte, sino solamente la voz que les es familiar, el latido conocido por sus dedos… ¡y aparecen! Creo que adivinas de qué precio hablo, ¿verdad? A cambio de las palabras que he de escribir para ti, quiero que tu esposo invoque a las Mujeres Blancas para que pueda preguntarles por Dedo Polvoriento.

Farid contuvo el aliento. Creía escuchar una negociación del demonio en persona. No sabía qué pensar o sentir. Ira, esperanza, miedo, alegría… Todas esas sensaciones lo asaltaban al mismo tiempo. Pero al final un pensamiento se sobrepuso a todos los demás: ¡Orfeo quiere traer de vuelta a Dedo Polvoriento! ¡Quiere traerlo de veras!

Abajo, en la estancia, reinaba un silencio sepulcral que obligó a Farid a acercar un ojo al agujero en lugar de la oreja. Pero sólo vio la raya meticulosamente trazada en el pelo rubio pálido de Orfeo. Jaspe se arrodilló a su lado con expresión preocupada.

—Lo mejor será que lo intente en un cementerio —Orfeo derrochaba optimismo como si el trato ya estuviera cerrado—. Allí las Mujeres Blancas llamarán menos la atención, suponiendo que en efecto se muestren… y los juglares podrían escribir una canción de gran repercusión sobre la aventura más reciente de Arrendajo.

—¡Eres repulsivo, tan repulsivo como dice Mo!

La voz de Resa temblaba.

—¿Ah, eso dice? Lo consideraré un cumplido. ¿Y sabes qué? Creo que las invocará complacido. Como ya he dicho, se puede componer una espléndida epopeya sobre el asunto que refiera cosas asombrosas sobre su valor y la magia de su voz.

—Invócalas tú mismo, si tanto lo deseas.

—Por desgracia, no me es posible. Creí que lo había manifestado con suficiente clarid…

Farid oyó el portazo. ¡Resa se iba! Agarrando a Jaspe, se abrió paso entre los trajes de Orfeo y bajó la escalera a saltos. Oss se quedó tan boquiabierto cuando pasó disparado a su lado que olvidó ponerle la zancadilla. Resa alcanzó el vestíbulo. Brianna le estaba tendiendo su manto.

—¡Por favor! —Farid se interpuso en el camino de Resa hacia la puerta, ignorando la mirada de hostilidad de Brianna y el grito asustado de Jaspe, a punto de resbalar de su hombro—. ¡Por favor! A lo mejor Lengua de Brujo puede convencerlas. Sólo tiene que invocarlas para que Orfeo les pregunte cómo podemos rescatar a Dedo Polvoriento. Seguro que tú también ansias su regreso, ¿no? Él te protegió de Capricornio. Él se deslizó por ti hasta las mazmorras del Castillo de la Noche. Su fuego os salvó a todos cuando Basta os esperaba en la Montaña de la Víbora.

Basta, la Montaña de la Víbora… Por un instante el recuerdo hizo enmudecer a Farid, como si la muerte lo hubiera atrapado de nuevo.

Pero después siguió balbuceando, a pesar de que Resa permanecía ausente.

—¡Por favor! ¡No es como entonces, cuando Lengua de Brujo estaba herido… y ni siquiera pudieron ellas hacerle nada en aquella ocasión! ¡Es Arrendajo!

Brianna clavaba sus ojos en Farid como si éste hubiera perdido el juicio. Ella, igual que todos los demás, creía que Dedo Polvoriento se había ido para siempre, ¡y Farid los habría molido a palos por eso!

—Ha sido una equivocación venir hasta aquí —Resa intentó apartarlo, pero Farid se lo impidió.

—¡Sólo tiene que invocarlas! —le gritó—. ¡Pregúntaselo!

Pero Resa lo apartó de otro empujón, esta vez tan fuerte que Farid tropezó contra la pared y el hombre de cristal se aferró a su blusón.

—¡Si le cuentas a Mo que he estado aquí, juraré que mientes! —le advirtió ella.

Ya había abierto la puerta, cuando la voz de Orfeo la detuvo. Seguramente llevaba un buen rato en lo alto de la escalera, esperando el desenlace de la discusión. Oss estaba tras él, con la expresión hierática que adoptaba siempre que no entendía de qué iba el asunto.

—¡Deja que se vaya! Es evidente que no quiere dejarse ayudar —cada palabra de Orfeo traslucía desprecio—. Tu marido perecerá en esta historia. Eso lo sabes, o no habrías venido aquí. Quizá fue el mismo Fenoglio quien escribió la canción adecuada antes de que se le acabasen las palabras,
La muerte de Arrendajo,
conmovedora y muy dramática, heroica, como conviene a un personaje semejante, pero al final seguro que no dice:
Y vivieron felices hasta el fin de sus días.
Sea como fuere… Pífano ha entonado hoy la primera estrofa. Y astuto como es, ha trenzado el lazo para ese nobilísimo bandido con el amor materno. ¿Existe un material más letal? Seguro que tu marido se meterá de un traspié en el lazo con idéntica pasión con la que interpreta el papel que Fenoglio escribió para él, y su muerte proporcionará materia para otra impresionante canción. Pero cuando su cabeza esté ensartada en una pica encima de la puerta del castillo, ojalá recuerdes que yo habría podido mantenerlo con vida.

La voz de Orfeo perfiló con tal claridad la imagen que describía que Farid creyó ver correr por los muros del castillo la sangre de Lengua de Brujo, y Resa se quedó en la puerta con la cabeza gacha, como si las palabras de Orfeo le hubieran roto el cuello.

Por un momento la historia de Fenoglio pareció contener el aliento.

Después, Resa levantó la cabeza y miró a Orfeo.

—¡Maldito seas! —exclamó—. Ojalá pudiera invocar yo misma a las Mujeres Blancas para que se te llevaran en el acto.

Bajó los peldaños de la casa de Orfeo con paso inseguro, con temblor de piernas, pero no se volvió.

—Cierra la puerta, hace frío —ordenó Orfeo, y Brianna obedeció mientras Orfeo continuaba en lo alto de la escalera con los ojos clavados en la puerta cerrada.

—¿Crees de verdad que Lengua de Brujo es capaz de convocar a las Mujeres Blancas? —preguntó Farid alzando, inseguro, la mirada hacia él.

—Ah, así que has estado escuchando. Bien.

¿Bien? ¿A qué venía eso?

—Seguro que conoces el escondrijo de Mortimer, ¿me equivoco? —inquirió Orfeo, pasándose la mano por el pelo claro.

—¡Desde luego que no! ¡Nadie…!

—¡Ahórrate las mentiras! —le increpó Orfeo—. Ve a verle. Cuéntale por qué ha acudido a mí su mujer, y pregúntale si está dispuesto a pagar el precio que exijo a cambio de mis palabras. Si deseas volver a ver a Dedo Polvoriento, es mejor que me traigas una respuesta afirmativa. ¿Entendido?

—El Bailarín del Fuego está muerto —la voz de Brianna no revelaba que hablaba de su padre.

Orfeo dejó escapar una risita.

—Bueno, hermosa mía, también lo estaba Farid, pero las Mujeres Blancas se avinieron a negociar. ¿Por qué no habrían de hacerlo de nuevo? Sólo hay que sazonar el trato, y creo que ya sé cómo. Es igual que pescar. Sólo necesitas el cebo adecuado.

¿Cuál sería el cebo? ¿Qué era más deseable para las Mujeres Blancas que el Bailarín del Fuego? Farid no quería saber la respuesta. Sólo le apetecía pensar en una cosa: que quizá todo tuviera arreglo. Que había sido acertado traer a Orfeo…

—Pero, bueno, ¿qué demonios haces ahí plantado? ¡Ponte ahora mismo en camino! —vociferó Orfeo desde arriba—. ¡Y tú tráeme algo de comer! —gritó a Brianna—. Creo que ya va siendo hora de escribir una nueva canción sobre Arrendajo. ¡Y esta vez su autor será Orfeo!

Farid lo oyó tararear entre dientes mientras regresaba a su escritorio.

MANOS DE SOLDADO

¿Escoge el caminante al camino o el camino al caminante?

Garth Nix
,
Sabriel

Umbra parecía más que nunca una ciudad muerta cuando Resa regresó al establo en el que había dejado su caballo, y en el silencio que reinaba entre las casas volvió a escuchar la voz de Orfeo pronunciando las mismas palabras con igual claridad que si caminara detrás de ella.
Pero cuando su cabeza esté ensartada en una pica encima de la puerta del castillo, ojalá recuerdes que yo habría podido mantenerlo con vida.
Casi la cegaron las lágrimas mientras caminaba a trompicones en plena noche. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Desistir? No. Jamás.

Se detuvo.

¿Dónde estaba? Umbra era un laberinto de piedra y los años en los que había aprendido a orientarse por las estrechas callejuelas quedaban muy atrás.

Cuando prosiguió su camino, sus propios pasos resonaban en sus oídos. Llevaba las mismas botas que el día en que Orfeo los trajo con la lectura a Mo y a ella. Él estuvo a punto de matarlo. ¿Lo había olvidado?

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